– No es ése un asunto que debamos abordar ahora. Teniendo en cuenta el incremento del flujo turístico, no creo que merezca la pena preocuparse por unos cristales rotos. Y además, espero que la policía haga cuanto esté en su mano por ganarse el sueldo y mantener la situación bajo control.
Posó la mirada en cada uno de ellos durante unos segundos, ira una técnica que le había procurado muchos éxitos con anterioridad. Y así fue también en esta ocasión. Todos bajaron la vista y se guardaron sus protestas para sí, como debía ser. Habían tenido su oportunidad, pero la decisión había sido adoptada tras una votación conforme al mejor espíritu democrático, y los autobuses de la tele entrarían aquel día en Tanumshede, con los participantes del programa.
– Todo saldrá bien – dijo Jörn Schuster, que aún no se había recuperado del golpe que le supuso el hecho de que Erling ocupase ahora el puesto de consejero municipal, puesto que había ido suyo durante casi quince años.
Erling, por su parte, no alcanzaba a comprender por qué habría decidido Jörn quedarse en el Consejo. Si a él lo hubieran desacreditado con tan pocos votos, se habría retirado con el rabo entre las piernas. Pero si Jörn quería quedarse, por él no había problema. Tenía ciertas ventajas conservar al viejo zorro, aunque ya estuviese cansado y desdentado, hablando metafóricamente. Aún contaba con un puñado de fieles seguidores y, mientras Jörn siguiese activo en el Consejo, no causarían problemas.
– Bien, pues entonces empezamos hoy mismo, ¡adelante a toda máquina! Yo iré a darle la bienvenida al equipo personalmente, a la una en punto, y ni que decir tiene que vosotros también podéis participar. De lo contrario, nos vemos en la reunión ordinaria del jueves. -Dicho esto, se levantó para indicar que había llegado el momento de despedirse.
Cierto que Uno seguía mascullando entre dientes cuando se iba, pero, por lo demás, Erling creía haber logrado unir a las tropas. Aquello olía a éxito, tenía el presentimiento.
Más que satisfecho, salió al porche y encendió el puro de la victoria. Dentro, en el comedor, Viveca quitaba la mesa en silencio.
– Ta-ta-ta-ta. -Maja parloteaba en la trona al tiempo que, con habilidad asombrosa, esquivaba la cuchara que Erica intentaba meterle en la boca. Tras unos minutos de enfrentamiento con la habilidad de la pequeña, logró por fin introducir una cucharada de papilla, pero fue breve la satisfacción, puesto que Maja eligió justo aquel momento para demostrar lo bien que sabía reproducir el sonido de un coche.
– Brrrrr -dijo con tal pasión que la papilla salió despedida para aterrizar en una capa homogénea en la cara de Erica.
– ¡Jobar con la niña! -se quejó Erica con voz cansina, aunque se arrepintió en el acto de sus palabras.
– Brrrr -insistió Maja alegremente, consiguiendo así esparcir sobre la mesa los últimos gramos de la papilla que aún le quedaban en la boca.
– ¡Jobar con la niña! -dijo Adrian, a lo que Emma, ejerciendo de hermana mayor, lo reprendió enseguida.
– Adrian, no debes decir palabrotas.
– Pues Ica sí las dice.
– Bueno, pero no deben decirse de todos modos. ¿A que no, tía Erica? ¿A que no se deben decir palabrotas? -preguntó Emma con los brazos en jarras y clavando en Erica una mirada exigente.
– No, por supuesto que no deben decirse. Lo que he hecho ha estado muy feo, Adrian.
Satisfecha con la respuesta, Emma continuó con su yogur. Erica la observó con una mezcla de cariño y preocupación. Se había visto obligada a hacerse mayor demasiado deprisa. A veces se comportaba con Adrian más como su madre que como su hermana mayor. Anna no parecía advertirlo, pero Erica lo veía clarísimo. De hecho, sabía muy bien lo que suponía cargar con ese papel cuando aún se era demasiado joven.
Y allí estaba otra vez, haciendo de madre de su hermana, al mismo tiempo que era madre de Maja y una especie de madre suplementaria de Emma y Adrian, a la espera de que Anna despertase de su letargo. Erica echó una ojeada a la planta de arriba mientras ponía orden en el desbarajuste que había sobre la mesa. Pero no se oía nada. Anna rara vez se despertaba antes de las once y Erica la dejaba dormir. No sabía qué hacer.
– Yo no quiero ir a la guardería hoy -declaró Adrian adoptando un mohín desafiante que mostraba a las claras: «E intenta obligarme, si eres capaz».
– Por supuesto que vas a ir, Adrian -intervino Emma, con as brazos otra vez en jarras.
Erica frenó la riña que sabía estaba a punto de iniciarse y, mientras limpiaba como podía a su hija de ocho meses, ordenó:
– Emma, ve a ponerte el abrigo y los zapatos. Adrian, no tengo ganas de discutir por eso hoy. Irás a la guardería con Emma, sin posibilidad de negociación.
Adrian abrió la boca para protestar, pero algo vio en la mirada de su tía que le dijo que, justo aquella mañana, era mejor obedecer, de modo que, con una sumisión nada habitual en él, se encaminó también al vestíbulo.
– Muy bien, ahora ponte los zapatos -le dijo Erica al tiempo que le daba las zapatillas de deporte. Al verlas, el pequeño negó con vehemencia.
– Yo no sé, tendrás que ayudarme.
– Por supuesto que sabes, si en la guardería te las pones tú solo.
– No, no sé. Soy demasiado pequeño -añadió, para que quedase bien claro.
Erica dejó escapar un suspiro y sentó en el suelo a Maja, que empezó a alejarse gateando mucho antes de que ella se hubiese arrodillado siquiera. La pequeña había aprendido a gatear muy pronto y, a aquellas alturas, era una maestra en la materia.
– Maja, bonita, quédate aquí -le dijo Erica mientras intentaba ponerle una zapatilla a Adrian. No obstante, la niña optó por ignorar el encarecido ruego de su madre y se lanzó a la aventura. Erica notó cómo le corría el sudor a raudales por la espalda y las axilas.
– Yo la cojo -dijo Emma solícita, que tomó el silencio de Erica por una afirmación. Al cabo de un instante, apareció zapateando ligeramente con Maja retorciéndose como un gato en sus brazos. Erica vio que la carita de su hija empezaba a adquirir ese tono rojizo que, por lo general, anunciaba la pataleta, y
se apresuró a cogerla. Luego apremió a los niños para que se dirigieran al coche. ¡Mierda!, cómo odiaba esas mañanas.
– Venga, al coche, que llegamos tarde otra vez y ya sabéis lo poco que le gustan los retrasos a la señorita Ewa.
– No le gustan nada -constató Emma meneando la cabeza con preocupación.
– No, desde luego, no le gustan lo más mínimo -corroboró Erica mientras le ponía a Maja el cinturón de la sillita.
– Yo quiero ir delante -declaró Adrian cruzando los brazos indignado, preparándose para la batalla. Pero a Erica ya se le había agotado la paciencia.
– Vete ahora mismo a tu asiento -le rugió al pequeño que, con cierta satisfacción para Erica, se sentó volando en su sitio. Emma se sentó en el centro, sobre su cojín, y se puso el cinturón de seguridad sin ayuda. Con cierto exceso de brusquedad. Erica le ajustó el cinturón a Adrian, pero se moderó cuando, de repente, sintió una manita en la mejilla.
– Ica, te quieeeeeero mucho -declaró el pequeño esforzándose al máximo por parecer tan dulce como le era posible. Estaba más que claro que se trataba de un intento de hacerle la pelota, pero no fallaba nunca. Erica sintió que se le derretía el corazón, se inclinó y le plantó un sonoro beso en la mejilla.
Lo último que hizo antes de dar marcha atrás para salir fue lanzar una mirada inquieta hacia la ventana del dormitorio de Anna. Pero el estor seguía bajado.
Jonna pegó la frente a la fría ventana del autobús y contempló el paisaje que discurría ante su vista, de nuevo invadida por la inmensa indiferencia de siempre. Se tiró de los puños del jersey hasta cubrir bien con ellos las muñecas. Con los años, se había convertido en un gesto instintivo. Se preguntaba qué hacía ella allí. Cómo se vio envuelta en aquello. ¿Por qué existía tal fascinación por su vida y su día a día? Jonna no lo entendía. Una joven destrozada llena de cortes en el brazo, una joven rara y condenadamente sola. Aunque, quizá justo por eso la votasen en La Casa semana tras semana, porque había otras muchas jóvenes como ella en todo el país. Chicas ávidas de reconocerse en su persona, cada vez que terminaba discutiendo con los demás participantes, cuando se sentaba en el cuarto de baño a llorar y hacerse cortes en los brazos con cuchillas de afeitar, cuando -adiaba tanta impotencia y desesperación que los demás ocupantes de La Casa se apartaban de ella como si tuviese la rabia. Quizá fuera justo por eso.