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Leif bajó del camión de la basura tarareando una cancioncilla. Por lo general, sólo recogía en la zona de los alrededores de Fjällbacka, pero un brote de gastroenteritis galopante lo había obligado a hacer el turno de varios compañeros, con lo que ahora tenía que hacer más horas y, además, en una zona más extensa que de costumbre. Aunque a él no le importaba demasiado. A Leif le encantaba su trabajo y la basura era basura en todas partes. Con el paso de los años, había llegado a acostumbrarse incluso al olor. De hecho, en la actualidad apenas había un olor que lo hiciese arrugar la nariz. Por desgracia, su olfato atrofiado le impedía disfrutar del aroma de los bollos de canela recién horneados, por ejemplo, o del perfume de una mujer, pero eran gajes del oficio. A él le gustaba ir al trabajo, no todo el mundo podía decir lo mismo.

Leif se puso los grandes guantes de trabajo y pulsó uno de los botones del salpicadero. El camión de la basura, de color verde, emitió un silbido ronco, pero empezó a bajar el brazo mecánico que levantaría por los aires el contenedor de la basura para luego arrojar su contenido en la prensa. Normalmente podía quedarse sentado en el camión y hacer desde allí la maniobra, pero aquel contenedor estaba un poco torcido, así que tuvo que tirar de él con las manos hasta colocarlo en la posición correcta. Y allí estaba, mirando cómo el brazo mecánico del camión lo elevaba lentamente. Aún era muy temprano y Leif bostezaba cada poco. Solía irse pronto a la cama, pero el día anterior se habían quedado con los chicos. El y su mujer adoraban a sus nietos y les permitieron que permaneciesen despiertos jugando más de lo debido. Pero valía la pena. Haberse convertido en abuelo puso el broche de oro a su vida. Sopló y vio ascender hacia el cielo la frágil nubecilla blanquecina. Sí que hacía frío, joder, y eso que ya estaban en abril. Claro que podía cambiar de repente. Leif miró a su alrededor y observó el barrio, compuesto en su mayoría por casas de veraneo. Pronto estarían habitadas, y la zona, llena de animación. Tendrían que vaciar todos y cada uno de los contenedores, de los que caerían restos de gambas, pero también botellas vacías de vino blanco que la gente no habría tenido ganas de llevar a la unidad de reciclado. Siempre la misma historia, igual verano tras verano. Volvió a bostezar y miró el contenedor, que se balanceaba en el aire, justo cuando se volcaba y su contenido se vaciaba en el camión. Se quedó petrificado. ¡Qué cojones!

Se abalanzó sobre el botón que detenía la prensa. Luego, sacó el móvil del bolsillo.

Patrik lanzó un hondo suspiro. El sábado no había resultado como él esperaba. Volvió a suspirar, más profundamente aún, y miró a su alrededor con resignación. Vestidos, vestidos y más vestidos. Tul y lazadas y lentejuelas y hasta el diablo y su tía. Empezó a sudar un poco y se tiró del cuello de la prenda de tortura que llevaba puesta. Le picaba y le apretaba en puntos extraños de su anatomía y le daba tanto calor como una sauna portátil.

– ¿Y bien? -preguntó Erica inspeccionándolo con mirada crítica-. ¿Te sientes cómodo? -Se volvió hacia la propietaria de la tienda, que pareció encantada de verla entrar con él pisándole los talones-. Creo que habrá que arreglarlo un poco, los pantalones le quedan demasiado largos -dijo dirigiéndose a Patrik de nuevo.

– Eso no es problema, nosotros lo arreglamos.

La señora se inclinó y empezó a coger el dobladillo con alfileres. Patrik hizo una mueca imperceptible.

– ¿Tiene que ser así de… estrecho? -protestó tirándose del cuello. Sentía que le faltaba la respiración.

– Este frac le queda perfecto -aseguró alegremente la señora, lo cual era un milagro, pues tenía dos alfileres en la comisura de los labios.

– Yo creo que me queda demasiado estrecho -insistió Patrik al tiempo que buscaba suplicante la mirada de Erica, con la esperanza de obtener un poco de apoyo.

Pero no hubo perdón. Erica dibujó lo que a él se le antojó una sonrisa diabólica y exclamó:

– ¡Estás guapísimo! Querrás estar tan elegante como sea posible el día de nuestra boda, ¿no?

Patrik observó pensativo a su futura esposa. Empezaba a dar muestras de ciertas tendencias preocupantes. Tal vez las tiendas de trajes de novios provocasen esa reacción en las mujeres. El, por su parte, no deseaba otra cosa que salir de allí cuanto antes. Comprendió resignado que sólo existía un modo de conseguirlo con rapidez. Con gran esfuerzo, se obligó a sonreír, sin dirigirse a nadie en particular.

– Sí -afirmó- Creo que empiezo a encontrarme muy, muy cómodo con éste, así que nos decidimos por él.

Erica palmoteo encantada. Por enésima vez, Patrik se preguntó qué tendrían las bodas que hacían brillar así los ojos de las mujeres. Claro que a él también le hacía ilusión la idea de casarse, pero, si le hubiesen dado a elegir, habría sido suficiente con una historia mucho más discreta. Aunque, claro, no podía negar que la felicidad que irradiaba la mirada de Erica lo reconfortaba enormemente. Pese a todo, lo más importante para él era su felicidad y, si ello implicaba que, durante un día, se viera obligado a llevar un traje de pingüino, caluroso y que picaba, pues así sería. Se inclinó y la besó en los labios.

– ¿Crees que Maja estará bien? Erica se echó a reír.

– Piensa que Anna tiene dos hijos propios, yo creo que sabrá cuidar de Maja.

– Ya, pero ahora tiene tres niños a los que cuidar, imagínate que tiene que salir corriendo en busca de Adrian o de Emma y, mientras tanto, se le escapa Maja…

Erica lo interrumpió y, con una sonrisa, lo reconvino dulcemente:

– Anda, déjalo ya. Yo los he estado cuidando a los tres todo el invierno y todo ha ido bien. Y, además, Anna dijo que Dan se pasaría por casa, así que no tienes nada de qué preocuparte.