Patrik se relajó. Erica tenía razón, pero él siempre temía que algo malo le ocurriese a su hija. Quizá a causa de todo lo que había visto en su trabajo. Sabía demasiado bien las terribles desgracias que podían sobrevenirle a la gente. Y a los niños. Había leído en algún lugar que, cuando se tenían hijos, uno se pasaba el resto de su vida como si tuviese una pistola apuntándole a la sien. Y no estaba muy lejos de la verdad. El miedo siempre estaba al acecho. Había peligros por todas partes. Sin embargo, intentaría dejar de pensar en ello en aquel momento. Maja estaba bien, seguro. Y Erica y él habían tenido la oportunidad de pasar un rato juntos y a solas.
– ¿Vamos a comer a algún sitio? -le propuso una vez que hubieron pagado en la tienda y después de darle las gracias a la señora. Brillaba un radiante sol primaveral, que los recibió cálido cuando salieron.
– Me parece una idea estupenda -aceptó Erica contenta, pasándole la mano por el brazo. Fueron así caminando por la calle comercial de Uddevalla, eligiendo entre los diversos restaurantes. Finalmente, se decidieron por un restaurante tailandés que había en una de las calles perpendiculares. Y ya estaban a punto de adentrarse en la aromática atmósfera del local cuando sonó el teléfono de Patrik. Miró la pantalla. Joder, de la comisaría.
– No digas nada… -comenzó Erica moviendo la cabeza con gesto cansado. Por la expresión de su rostro, comprendió enseguida de dónde procedía la llamada.
– Tengo que atender esta llamada, Erica… -le dijo-. Pero ve entrando tú, seguro que no es nada importante.
Erica murmuró entre dientes su escepticismo, pero siguió la recomendación de Patrik. El se quedó en la puerta y respondió con desgana manifiesta.
– Aquí Hedström. -La expresión de su semblante pasó, en un segundo, de la irritación a la perplejidad.
– ¿Qué coño estás diciendo, Annika?
– …
– En un contenedor de basura.
– …
– ¿Hay ya alguien en camino? ¿Martin? Ah, vale. Salgo hacia allí ahora mismo, pero estoy en Uddevalla, así que me llevará un rato. Dame la dirección exacta.
Hurgó en el bolsillo en busca de un bolígrafo, hasta que lo encontró. Pero, a falta de papel, tuvo que anotar la dirección en la palma de la mano. Luego colgó y respiró hondo. No sentía el menor deseo de decirle a Erica que tendrían que posponer el almuerzo e irse a casa enseguida.
A veces creía recordar a la otra, a la que no era tan dulce, tan hermosa como ella, ha otra, cuya voz era tan fría y tan implacable. Como un cristal duro y afilado. Curiosamente, a veces la echaba de menos. Le había preguntado a su hermana si la recordaba, pero ella negó con la cabeza sin pronunciar palabra. Luego cogió su mantita, la que era tan suave y con ositos de color rosa, y se abrazó a ella con fuerza. Y se dio cuenta de que claro que sí, de que su hermana también la recordaba. En algún lugar recóndito de su pecho, no de su cabeza, anidaba el recuerdo.
En una ocasión intentó preguntar por aquella voz. Adonde había ido a parar. A quién había pertenecido. Pero ella se indignó tanto… Sólo estaba ella, ella sola, decía. Nadie más. Nunca había existido nadie con la voz dura y agria. Sólo ella. Siempre y sólo ella. Luego, los abrazó a él y a su hermana. Sintió la seda de su blusa en la mejilla, el olor de su perfume en la nariz. Un mechón del cabello largo y rubio de su hermana le hacía cosquillas en la oreja, pero no se atrevió a moverse. No se atrevía a romper la magia. Y no volvió a preguntar nunca. Oírla enfadada era tan insólito, tan perturbador, que no se atrevía a arriesgarse.
Las únicas ocasiones en que la enojaba era cuando le pedía que le dejase ver lo que se escondía allá fuera. No quería pedírselo, sabía que era inútil, pero a veces no podía contenerse. Su hermana lo miraba con el terror plasmado en los ojos muy abiertos siempre que él balbuceaba aquella pregunta. El miedo de ella lo hacía encogerse por dentro, pero no podía impedir que en su garganta se formulase el interrogante. Surgía siempre de sus labios como una fuerza de la naturaleza, como si estuviese burbujeando en su interior y quisiera subir, salir.
La respuesta era siempre la misma. Primero, la decepción en su mirada. La decepción ante el hecho de que quisiera más, a pesar de lo mucho que ella le daba, a pesar de que se lo daba todo. Decepción por que quisiera algo distinto. Luego, la respuesta reposada. A veces lloraba cuando le respondía. Eso era lo peor. A menudo se arrodillaba, le cogía la cara entre las manos. Y, finalmente, la afirmación de siempre. Que era por el bien de ellos dos. Que un pájaro cenizo no podía vivir allí fuera. Que acabarían mal, tanto él como su hermana, si les permitía cruzar la puerta.
Después, echaba la llave antes de irse. Y se quedaba pensando en sus preguntas, mientras su hermana se sentaba a su lado, pegada a él.
Mehmet se inclinó sobre el borde de la cama y vomitó. Tenía la vaga conciencia de que el vómito chapoteaba en el suelo, en lugar de en el cubo, pero estaba demasiado ido para preocuparse por eso.
– Joder, Mehmet, ¡qué asco! -Oyó la voz de Jonna a lo lejos y, con los ojos medio cerrados, entrevió cómo salía disparada de la habitación. En su estado tampoco era capaz de preocuparse por eso. Lo único que tenía en la cabeza era el retumbar doloroso que le machacaba las sienes. Tenía la boca seca con un sabor repugnante, mezcla de vómito y de alcohol rancio. Sólo tenía una idea difusa de lo que había sucedido la noche anterior. Recordaba la música, recordaba el baile, recordaba a las chicas que, vestidas con faldas diminutas, se apretaban contra él ansiosas, desesperadas, con una actitud detestable. Cerró los ojos para aislarse de los recuerdos, pero sólo consiguió reforzarlos. De nuevo se intensificaron las náuseas y Mehmet volvió a asomar la cabeza por el borde de la cama. Ya sólo le quedaba bilis. En algún lugar, cerca de él, oyó la cámara zumbando como un abejorro. Las imágenes de su familia acudieron a su mente como un torbellino. La idea de que pudieran verlo así le multiplicaba por mil el dolor de cabeza, pero no tenía fuerzas para hacer nada al respecto, salvo cubrirse entero con el edredón.
Fragmentos de palabras y de frases iban y venían. Rondaban por su memoria, pero en cuanto intentaba unirlos y formar con ellos un contexto, se desvanecían en la nada. Había algo que debería recordar. Algo cuyo recuerdo debería captar.
Palabras de enojo, palabras de maldad que habían arrojado contra alguien como si de flechas emponzoñadas se tratase. ¿Contra alguien? ¿Contra él mismo, quizá? Mierda, no lo recordaba. Se acurrucó en posición fetal. Apretó los puños contra la boca. Las palabras volvían a su memoria. Palabras groseras. Acusaciones. Palabras feas, destinadas a herir. Si no recordaba mal, no estaba seguro, alcanzaron su objetivo. Alguien lloró. Elevó sus protestas. Pero no sirvió de nada. Las voces aumentaron el volumen. Más y más alto. Luego, el chasquido de un golpe. El sonido inconfundible de la piel que estalla contra otra piel a una velocidad capaz de producir dolor. Y vaya si dolió. Un aullido, un llanto desgarrador se abrió paso entre la bruma que lo envolvía. Se encogió aún más en la cama, bajo el edredón. Intentó mantener apartado todo aquello que le rebotaba en el interior del cráneo, de forma claramente inconexa. Pero no funcionó. Los fragmentos eran tan molestos, tan fuertes, que nadie parecía poder mantenerlos a raya. Además, querían algo de él. Había algo que Mehmet debía recordar. Algo que en realidad no quería recordar en absoluto. Todo resultaba tan difuso… De nuevo sintió náuseas. Y volvió a inclinarse sobre el borde de la cama.
Mellberg yacía en la cama mirando al techo. Aquella sensación que experimentaba… A decir verdad, no era capaz de señalar con exactitud de qué sensación se trataba. Pero sí era una sensación que no había sentido en mucho tiempo, de eso estaba seguro. Tal vez pudiese describirse como… satisfacción. Y no era ésa la sensación que debía experimentar, desde luego, teniendo en cuenta que se había ido a dormir tan solo como se despertó. Y, en su mundo, esa circunstancia jamás había ido aparejada a una cita satisfactoria. Pero las cosas habían cambiado desde que conoció a Rose-Marie. En verdad que habían cambiado. El había cambiado.