Tenía que existir un modo. Hanna lo sabía. No podía permitir que ambos cayesen en aquel abismo tenebroso, juntos, pero, al mismo tiempo, separados. Siguiendo un impulso, se inclinó y le tomó la muñeca. Y notó que estaba temblando. Levemente, como la hoja de un álamo. Lo obligó a serenarse presionándole un poco el brazo contra la mesa, lo obligó a mirarla a los ojos. Fue uno de esos instantes que sólo se dan una vez en la vida. Uno de esos instantes en que sólo pueden decirse verdades. Verdades sobre su matrimonio. Verdades sobre la vida de ambos. Verdades sobre el pasado. Hanna iba a decir algo cuando sonó el teléfono. Lars dio un respingo y retiró el brazo. Luego, volvió a coger el cuchillo de la mantequilla. El instante se había esfumado.
– ¿Qué crees que pasará ahora? -le preguntó Tina a Uffe mientras daban profundas caladas a sus cigarrillos en el jardín.
– ¡Y yo qué coño sé! -respondió Uffe entre risas-. Pero me apuesto lo que quieras a que no pasará una mierda.
– Pero, después de lo de ayer… -vaciló un segundo y bajó la vista al suelo.
– Ayer no significa una mierda -insistió Uffe antes de formar un anillo de humo en el apacible aire primaveral-. No significa una mierda, créeme. Este tipo de producciones cuestan una fortuna, y no creo que vayan a cerrar el quiosco y a perder todo lo que han invertido hasta ahora. Ni lo sueñes.
– Pues yo no estaría tan segura -dijo Tina en tono sombrío y continuó mirándose los zapatos. De su cigarrillo no quedaba más que una larga columna de ceniza, que cayó directamente sobre sus botas de ante.
– ¡Mierda! -exclamó inclinándose velozmente para retirar la ceniza-. ¡Ya se han estropeado! ¡Con lo caras que me costaron, joder! ¡Mieeeerda!
– Te está bien empleado -opinó Uffe con una sonrisa burlona-. ¡Eres una consentida de mierda!
– ¿Cómo que consentida? -le espetó Tina redicha antes de volver la vista hacia otro lado-. Sólo porque mis padres no se hayan pasado la vida viviendo de las ayudas sociales, sino que han trabajado para conseguir algo de dinero… ¡Eso no significa que yo sea una consentida!
– Oye, tú pasa de mis padres, ¿eh? ¡Que no sabes una puta mierda de ellos! -Uffe agitó el cigarrillo encendido delante de su cara con gesto amenazador. Tina no se dejó amedrentar, sino que dio un paso adelante.
– ¡Sé cómo eres tú! ¡Así que no resulta muy difícil ver qué tipo de personas son tus padres!
Uffe cerró el puño y se le hincharon las venas de la frente. Tina comprendió que quizá había cometido un error. Recordó la noche anterior y, rápidamente, dio un paso atrás. Tal vez no debería haber dicho aquello. Justo cuando iba a suavizar un poco la cosa, apareció Calle y los miró inquisitivo, primero al uno, luego al otro.
– ¿Qué coño estáis haciendo vosotros dos? ¿Es que vais a pegaros o qué? -preguntó riéndose-. Claro, Uffe, tú eres un fiera pegando a las tías, así que venga, adelante. Veamos una repetición de la jugada.
Uffe resopló sin decir nada y bajó los brazos, pero siguió mirando a Tina con odio. Ella dio otro paso atrás. Uffe no era del todo normal. Una vez más, recreó imágenes fragmentarias y sonidos de la noche anterior y, muy nerviosa, se dio media vuelta y entró en la casa. Lo último que oyó fue lo que, en voz baja, le dijo Uffe a Calle antes de que se cerrase la puerta:
– Bueno, a ti tampoco se te da nada mal, ¿verdad?
Pero Tina no llegó a oír la respuesta de Calle.
Una ojeada al espejo del vestíbulo le reveló a Erica que su aspecto se correspondía perfectamente con el desencanto que sentía. Se quitó el anorak muy despacio y lo colgó junto con la bufanda, y prestó atención con curiosidad. Entre el griterío de los niños, que era considerable pero, por suerte, también alegre, oyó, alternando con la de Anna, la voz de otro adulto. Entró en la sala de estar. En un inmenso revoltijo, en medio del suelo, yacían tres niños y dos adultos, manoteando, chillando y agitando brazos y pies como si de los de un monstruo deforme se tratase.
– ¡Ajá! ¿Y qué es lo que está pasando aquí? -dijo con el tono más autoritario que supo adoptar.
Anna levantó la vista extrañada, con una sorprendente maraña en el pelo, por lo general tan bien peinado.
– ¡Hola! -exclamó Dan alegremente alzando también la vista hacia ella, aunque enseguida se volvió para seguir jugando a las peleas con Emma y Adrian. Maja se reía a carcajadas e intentaba contribuir tirándole a Dan de los pies con todas sus fuerzas.
Anna se incorporó y se sacudió los pantalones. Por la ventana que había a su espalda se filtraba la clara luz primaveral, que formó un halo alrededor de su rubio cabello. Erica pensó en lo guapa que era su hermana pequeña. Y, por primera vez, se dio cuenta de hasta qué punto se parecía a la madre de ambas. Aquella idea reavivó el dolor que siempre se hallaba latente en su corazón. Y entonces acudía a su mente la misma pregunta de siempre. ¿Por qué? ¿Por qué no las había querido su madre? ¿Por qué Elsy nunca tuvo para ellas una palabra amable, una caricia, una palmadita, algo, cualquier cosa? Lo único que recibieron de ella fue indiferencia y frialdad. Su padre era el polo opuesto. Ella era dura, él era amable. Ella era fría, él era la calidez misma. El intentó siempre explicarlo, excusarla, compensar. Y, hasta cierto punto, lo consiguió. Pero no podía ocupar su lugar. Ese lugar seguía vacío aún hoy en su alma, pese a que hacía ya cuatro años que Tore y Elsy habían fallecido en aquel accidente de tráfico.
Anna la observaba con expresión inquisitiva y Erica cayó en la cuenta de que se había quedado allí, mirándola fijamente. Intentó aparentar que no le ocurría nada y sonrió a su hermana.
– ¿Dónde está Patrik? -preguntó Anna antes de echar un último vistazo a la montaña humana que había en el suelo y de entrar en la cocina. Erica la siguió sin responder-. Acabo de poner una cafetera -prosiguió Anna, que empezó a servir tres tazas-. Y los niños y los mayores hemos hecho unos bollos. -Erica notó entonces el apetitoso aroma a canela que impregnaba la cocina-. Pero tú tendrás que conformarte con esto -dijo Anna poniendo sobre la mesa una bandeja con algo pequeño y con aspecto reseco.
– ¿Y eso qué es? -preguntó Erica decepcionada, tanteando los supuestos dulces con la mano.
– Bocaditos integrales -respondió Anna dándose media vuelta para retirar los bollos recién horneados de la encimera, donde los había puesto a enfriar, y colocarlos en una cesta.
– Pero… -balbució Erica impotente, mientras la boca se le hacía agua ante el espectáculo de aquellos bollos esponjosos rociados de azúcar.
– Bueno, yo creía que estaríais fuera más tiempo. Había pensado ahorrarte el disgusto y congelarlos antes de que llegaras. Pero como te has adelantado… Y si quieres estar motivada, piensa en el vestido.
Erica cogió una de las galletitas y se la llevó a la boca con escepticismo. Y sí, tal como se temía, igual podría estar masticando un trozo de aglomerado.
– Bueno, ¿dónde está Patrik? Y ¿por qué habéis vuelto tan temprano? Pensé que aprovecharíais para estar a gusto, dar una vuelta por el centro y comer y esas cosas. -Anna se sentó a la mesa de la cocina y gritó en dirección a la sala de estar-: ¡La merienda está lista!
– A Patrik lo llamaron del trabajo -respondió Erica e inmediatamente se dio por vencida y dejó la galleta en el plato. El primer bocado aún le crecía en la boca.
– ¿Del trabajo? -preguntó Anna extrañada-. Pero ¿no iba a tener el fin de semana libre?
– Sí, así era -respondió Erica, consciente de la amargura que destilaba su voz-. Pero no le quedó más remedio que irse. -Se detuvo un instante, insegura sobre cómo continuar, hasta que se decidió a decirlo claramente-: Leif, el conductor del camión de la basura, encontró esta mañana un cadáver en el camión.
– ¿En el camión de la basura? -preguntó Anna boquiabierta-. Y ¿cómo fue a parar allí?