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Aunque, quién sabe, quizá fuese como ella decía. Ella, tan real y tan hermosa y que tanto los quería. Quizá todo era un sueño. Un mal sueño que ella reemplazaría por sueños hermosos y agradables. El no se oponía, pero a veces se sorprendía anhelando la sal. Y el alboroto de las aves. Incluso la dureza de aquella voz. Sin embargo, nunca se atrevería a confesarlo…

– Martin, ¿qué coño estamos haciendo en realidad? -preguntó Patrik arrojando el bolígrafo sobre la mesa en un arrebato de frustración. El bolígrafo rodó por la lisa superficie y cayó al suelo. Martin lo recogió despacio y lo puso en el portalápices de Patrik.

– Patrik, piensa que sólo ha pasado una semana. Y estas cosas llevan tiempo, ya lo sabes.

– Lo que sé es que, según las estadísticas, cuanto más tiempo se tarda en resolver un caso, más alta es la probabilidad de que nunca se resuelva.

– Ya, pero estamos haciendo todo cuanto está en nuestra mano. Es que el día no tiene más horas de las que tiene -Martin observó a Patrik con curiosidad-. Por cierto, ¿no deberías quedarte en casa una mañana? Pasarte un buen rato bajo la ducha, tomártelo con calma… Pareces agotado.

– ¿Descansar en medio de este jaleo? Ni soñarlo.

Patrik se pasó la mano por el pelo, que ya tenía bastante revuelto y encrespado. El teléfono resonó chillón de improviso, y los dos colegas dieron un respingo en sus asientos. Patrik cogió el auricular un tanto irritado, para volver a colgar enseguida. Hubo un minuto de silencio, hasta que empezó a sonar otra vez. Patrik se asomó al pasillo y gritó lleno de frustración:

– Annika, joder, te dije que desconectaras mi teléfono.

Volvió a entrar en el despacho y cerró de un portazo. Los demás teléfonos de la comisaría sonaban sin cesar, pero con la puerta cerrada se oían muy lejanos.

– Venga, Patrik, esto no funciona. Estás al borde del colapso. Tienes que descansar. Tienes que comer. Y creo que deberías salir y pedirle perdón a Annika. De lo contrario, sufrirás mal de ojo. O siete años de desgracias. O puede que no vuelvas a probar sus magdalenas caseras de los viernes por la tarde.

Patrik se desplomó en la silla, pero no pudo evitar sonreír.

– Las magdalenas… Tú crees que Annika sería tan maquiavélica como para negarme sus magdalenas…

– Quizá incluso la cesta especial con pan casero y dulce de leche de Navidad… -Martin asintió con fingida seriedad y Patrik le siguió el juego y lo miró con los ojos desorbitados.

– No, por favor, el dulce de leche no. ¡Annika no puede ser tan cruel!

– Pues yo no estaría tan seguro -replicó Martin-. Así que será mejor que vayas y le pidas perdón.

Patrik se echó a reír.

– Sí, ya sé, ahora voy -dijo alborotándose el pelo una vez más-. Pero te aseguro que jamás me habría imaginado este tipo de… asedio. La prensa y la televisión parecen haber perdido el juicio. ¡Y es como si no tuvieran escrúpulos! ¿No comprenden que, si nos tienen sitiados de este modo, sabotean la investigación? No hay manera de hacer nada de provecho.

– Pues yo diría que hemos conseguido hacer un montón de cosas en una semana -objetó Martin sereno-. Hemos interrogado a todos los participantes, los compañeros de Lillemor, hemos cotejado las grabaciones de la noche en que desapareció, estamos comprobando todas y cada una de las llamadas que hemos recibido de la gente del pueblo. Yo creo que hemos trabajado muy bien. Claro que este caso está resultando un tanto caótico a causa de la grabación de Fucking Tanum, pero nosotros no podemos hacer mucho por evitarlo.

– Pero ¿tú puedes explicarte que sigan transmitiendo esa porquería? -preguntó Patrik alzando las manos en señal de impotencia-. Han asesinado a una joven, y ellos utilizan esa tragedia como entretenimiento que televisar en la mejor franja de audiencia. ¡Y toda Suecia se atrinchera en el sofá dispuesta a tragárselo sin perder detalle! A mí me parece espantoso… -vaciló buscando la palabra adecuada-… ¡irreverente!

– Pues sí, tienes razón -admitió Martin con un tono más duro-. Pero ¿qué demonios podemos hacer nosotros contra eso? Tanto Mellberg como el cerdo de Erling W. Larson están tan ansiosos de aparecer en los medios que ni siquiera se les pasó por la cabeza interrumpir el programa, así que tendremos que trabajar en las circunstancias que tenemos. Así son las cosas. Y yo sigo diciendo que tanto tú como la investigación ganaríais mucho si te lo tomaras con calma unas horas.

– No pienso irme a casa, si es eso lo que insinúas. No tengo tiempo. Pero quizá podamos almorzar en el restaurante Gestgifveriet. Eso es tomárselo con calma un rato, ¿no? -Miró a Martin irritado, aunque sabía que su colega tenía algo de razón.

– Bueno, puede valer -respondió Martin poniéndose en pie-. Y así aprovechas para pedirle perdón a Annika cuando salgas.

– Sí, mamá -bromeó Patrik. Se puso la cazadora y siguió a Martin hasta el vestíbulo. De repente, se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

Los teléfonos no dejaban de sonar a su alrededor.

No era capaz de ir a trabajar. Y tampoco tenía por qué, puesto que aún estaba de baja por enfermedad y su médico la había animado a tomárselo con calma. Pero la habían educado conforme al principio de que el trabajo era lo primero, costase lo que costase. Según su padre, la única excusa aceptable para no acudir al trabajo era hallarse en el lecho de muerte. Y justo así era como se sentía. Su cuerpo funcionaba, se movía, comía, se lavaba y hacía todo lo que debía… de forma mecánica. Por dentro, en cambio, se sentía muerta. Nada tenía ya para ella el menor significado. Nada le inspiraba sentimientos de alegría ni despertaba en ella interés. Todo estaba frío y muerto. Lo único que sentía era sufrimiento. Tanto, que a veces se retorcía de dolor.

Habían transcurrido dos semanas desde que la policía llamó a su puerta. Ya al oír los golpes, sin saber cómo, intuyó que aquella visita cambiaría su vida. Cada noche, cuando se acostaba para intentar conciliar el sueño, su memoria recreaba la disputa. Jamás podría olvidar el hecho de que la última conversación que mantuvieron fue una discusión violenta. Kerstin deseaba con tantas ansias poder retirar las últimas palabras que le espetó a Marit… ¿Qué importaba aquello? ¿Por qué no la dejó en paz? ¿Por qué tenía tanto interés en que Marit tomase partido y decidiese mostrar abiertamente su relación? ¿Por qué era tan fundamental? Lo más importante era, de hecho, que se tenían la una a la otra. Lo que los demás sabían, opinaban o decían, se le antojaba de pronto tan intrascendente que ni siquiera alcanzaba a entender cómo pudo existir un tiempo, una época pretérita y remota que sólo se hallaba a dos semanas de distancia, en que a ella le resultaba decisivo.

Incapaz de decidir qué hacer, Kerstin se tumbó en el sofá y encendió el televisor con el mando a distancia. Se tapó con una manta, la que Marit había comprado durante una de sus visitas a Noruega. Olía a lana y al perfume de Marit, una mezcla extraña. Kerstin enterró la cara en la manta y respiró hondo, con la esperanza de que el olor colmase todas las oquedades de su cuerpo. La respiración arrastró hasta el interior de su nariz unas pelusas que la hicieron estornudar.

De repente, echó de menos a Sofie. La joven se parecía tanto a Marit y tan poco a Ola… Había estado en casa de Kerstin dos veces y en ambas ocasiones hizo cuanto pudo por consolarla, pese a que ella misma parecía estar a punto de venirse abajo en cualquier momento. Aun siendo una niña, Sofie había adquirido de repente un aspecto adulto que antes no tenía. Un rasgo nuevo de madurez dolorosa. A Kerstin le habría gustado poder erradicar de su semblante aquel indicio de madurez, poder borrarlo, hacer retroceder el reloj y recuperar la actitud de cachorro que debían mostrar las chicas de la edad de Sofie. Pero esa actitud había desaparecido para siempre. Y Kerstin sabía además que ahora perdería a Sofie. Era algo que la propia Sofie ignoraba. Seguramente, ella abrigaría la intención de mantener la unión con la compañera de su madre. Pero la vida no lo permitiría. Por un lado, la apartarían un sinfín de circunstancias que se le impondrían una vez que el dolor se hubiese mitigado un poco: amigos, novios, marchas, los estudios, todo aquello que debía acaparar la vida de una adolescente. Y, por otro, Ola le obstaculizaría la tarea de mantener el contacto con ella. Con el tiempo, Sofie se cansaría de oponer resistencia. Las visitas se espaciarían cada vez más, hasta interrumpirse por completo. Al cabo de un año o dos, se saludarían cuando se cruzaran por la calle, quizá se detendrían a intercambiar unas frases de cortesía, pero enseguida bajarían la mirada y se marcharían cada una por su lado. Sólo los recuerdos de otra vida juntas permanecerían. Unos recuerdos que, como jirones delicados de una frágil neblina, se esfumarían en cuanto intentasen atraparlos. Perdería a Sofie. No cabía otra opción que aceptarlo.