Aquella sensación difícil de explicar se debía a algo muy curioso que le había sucedido el sábado anterior. Sten, su buen amigo y probablemente el único, al que quizá incluso cabría definir como simple conocido-, llevaba varios meses insistiéndole y presionándolo para que lo acompañase a la verbena de Munkedal, que se celebraba en un granero, con música folk. Y él había accedido. Por más que Mellberg se tuviera por un bailarín bastante bueno, hacía muchos años que no acudía a un salón de baile y lo de la música folk sonaba en cierto modo a… hambo y a calcetines con pompones. Pero Sten asistía habitualmente y al final logró convencerlo de que en ese tipo de bailes no sólo se disfrutaba de la música que apreciaba la gente de su generación, sino que también constituían un excelente coto de caza. «Te las encuentras sentadas en hilera, esperando a que alguien las saque a bailar», le había dicho Sten. Mellberg no podía negar que aquello sonaba bien, el mujerío había escaseado en su vida en los últimos años, y claro que al amigo le hacía falta airearse un poco. Pero su escepticismo se debía a que se imaginaba muy bien qué tipo de mujeres solía haber en esos bailes. Viejas urracas desesperadas, con más ganas de buscarse un hombre con una buena pensión en el que clavar sus garras que de darse un revolcón en el granero. Sin embargo, si algún arte dominaba era precisamente el de protegerse de viejas ansiosas de boda, se dijo, de modo que finalmente decidió ir al baile y probar suerte en la cacería. Por si acaso, se había puesto su mejor traje y se había rociado con un poco de «huele-bien» aquí y allá. Sten fue a su casa y, juntos, se tomaron un refuerzo para entrar en calor antes de marcharse. Sten se había encargado de que fueran a buscarlos en coche, de modo que no tenían que preocuparse por mantenerse sobrios. Y no era que a Mellberg lo inquietase mucho en general, pero no estaría bien que lo detuvieran por conducir borracho. Después del incidente con Ernst, la dirección no le quitaba la vista de encima, de modo que más le valía portarse bien. O, al menos, fingir que se portaba bien. Ojos que no ven, corazón que no siente…
Pese a los preparativos, Mellberg no entró con demasiada esperanza en la gran sala de baile, que ya estaba totalmente llena. Y, desde luego, vio confirmadas todas sus sospechas. Sólo había vejestorios de su misma edad donde quiera que mirase. En eso estaban totalmente de acuerdo él y Uffe Lundell [1], ¿quién coño quiere en su cama el cuerpo de una tía de mediana edad, arrugado y flácido, cuando había en el mundo tantos otros tersos, hermosos y jóvenes? Aunque Mellberg se vio obligado a admitir que Uffe tenía un poco más de éxito que él en ese terreno. Y todo por el rollo aquel de ser estrella de rock. Una injusticia como un piano.
Estaba a punto de ir a reponer sus reservas vigorizantes cuando oyó a su espalda a alguien que le dirigía la palabra:
– Vaya sitio. Y una aquí, sintiéndose mayor.
– Bueno, yo he venido protestando -respondió Mellberg haciéndole un reconocimiento visual a la mujer que tenía a su lado.
– Lo mismo digo. A mí me ha traído Bodil -explicó la mujer al tiempo que señalaba a una de las damas que hacía todo lo posible por deshacerse en sudor en la pista de baile.
– En mi caso, ha sido Sten -respondió Mellberg señalando también la pista.
– Me llamo Rose-Marie -dijo la mujer tendiéndole la mano para estrechársela.
– Bertil -respondió Mellberg.
En el preciso momento en que la palma de su mano rozó la de ella, cambió su vida. A lo largo de sus sesenta y tres años, Mellberg había experimentado el deseo, la excitación, las ansias de poseer a alguien ante algunas de las mujeres a las que había conocido, pero nunca había estado enamorado. Ahora, aquel sentimiento se apoderó de él con toda su intensidad. La contemplaba admirado. El yo eminentemente objetivo de Mellberg registró la presencia de una mujer de sesenta años, de un metro sesenta de estatura, con cierto grado de redondez, el cabello corto tintado de un vivo color rojo y una alegre sonrisa. Pero su yo subjetivo sólo se fijó en sus ojos. Eran azules y lo observaban con curiosidad y persistencia, y él sintió que se perdía en ellos, como decían en las novelas románticas de tres al cuarto que vendían en los quioscos.
A partir de aquel momento, la noche pasó demasiado rápido. Bailaron, hablaron y él iba a buscarle la bebida y le retiraba la silla para que se sentara. Actitudes que, desde luego, no se incluían en su repertorio habitual. Pero claro, nada hubo de normal aquella noche.
Cuando se despidieron, Mellberg se sintió al punto desorientado y vacío. Sencillamente, tenía que volver a verla. Y allí estaba ahora en la oficina, un lunes por la mañana, con el ánimo de un escolar. Tenía sobre la mesa un papel con su nombre y un número de teléfono anotado debajo.
Mellberg miró la nota, respiró hondo y marcó el número.
Habían vuelto a discutir por enésima vez. Sus disputas degeneraban en combates de boxeo verbales con demasiada frecuencia. Y, como de costumbre, ambas defendían su punto de vista. Kerstin quería contarlo. Marit deseaba seguir manteniéndolo en secreto.
– ¿Acaso te avergüenzas de mí? ¿De nosotras? -le gritó Kerstin. Y Marit apartó la vista, como en tantas ocasiones, y evitó mirarla a los ojos. Porque, de hecho, ahí estaba el problema, precisamente. Se querían, pero Marit se avergonzaba de ello.
Al principio, Kerstin se dijo que no era tan importante. Lo único que contaba era que se hubiesen conocido, que las dos, después del maltrato sin paliativos que les había dispensado la vida y de las heridas que algunas personas les habían dejado en el alma, hubiesen llegado a conocerse y a quererse. ¿Qué importancia podía tener el sexo del ser amado? ¿Qué importancia podía tener lo que dijeran u opinaran los demás? Pero Marit no lo veía así. No estaba preparada para exponerse a la opinión y los prejuicios del entorno, y quería que todo siguiese como durante aquellos cuatro años. Pretendía que siguieran viviendo juntas como amantes pero fingiendo, de cara a la galería, que eran dos amigas que compartían piso por razones económicas o de tipo práctico.
– ¿Cómo puede importarte tanto lo que diga la gente? -le había preguntado Kerstin durante la discusión de la tarde anterior. Marit se echó a llorar, como siempre que se peleaban. Y, como siempre, consiguió con ello aumentar la rabia de Kerstin. El llanto era una especie de combustible para la ira que había ido creciendo tras el muro creado por el secreto. Kerstin detestaba hacer llorar a Marit. Detestaba que la gente y las circunstancias hiciesen sufrir a la persona que más amaba en el mundo.
– Pero ¡piensa en cómo le afectaría a Sofie que todo saliera a la luz!
– ¡Sofie es mucho más valiente de lo que crees, así que no la utilices como excusa de tu propia cobardía!
– ¿Cómo de valiente puede ser una chica de quince años de la que se ríen porque su madre es bollera? ¿No comprendes el infierno que sería para ella la escuela? ¡No puedo hacerle eso! -Marit tenía la cara desencajada por el llanto, como si fuera una máscara horrenda.
– ¿De verdad crees que Sofie no lo sabe todo ya? ¿De verdad crees que la engañamos sólo porque tú te mudes al cuarto de invitados las semanas que pasa con nosotras y porque tú y yo nos dediquemos a hacer un absurdo paripé? ¡Que sepas que ella se ha enterado hace siglos! Y si yo estuviera en su lugar, me avergonzaría de una madre que es capaz de vivir en una mentira de mierda sólo para evitar las habladurías de la gente. ¡Eso sí que sería una vergüenza!
A aquellas alturas, Kerstin gritaba tan alto que se le quebraba la voz. Marit la miró con aquella expresión dolida que Kerstin había aprendido a odiar con los años y, por experiencia, sabía lo que vendría después. En efecto, Marit se levantó bruscamente y se puso la cazadora entre sollozos.
[1] Mellberg se refiere a Ulf Lundell (Estocolmo, 20 de noviembre de 1949), cantante de rock, poeta, prosista y dramaturgo sueco, conocido, entre otras razones, por su afición a buscarse parejas mucho más jóvenes que él. Mellberg alude a él con el hipocorístico Uffe, que denota familiaridad e intimidad. (N. de la T.)