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– Vale -respondió Patrik con expresión meditabunda. No se molestó en tomar notas, ya que sabía que Pedersen le facilitaría una copia del resultado de la autopsia-. ¿Algo más? -preguntó, y él mismo percibió el tono esperanzado de su voz. La semana anterior anduvieron tanteando a ciegas, ningún dato concreto hizo avanzar la investigación, así que ahora confiaba en obtener cualquier cosa, por nimia que fuera.

– Sí, recogimos unos pelos muy interesantes que tenía en la mano. Supongo que el asesino le quitó la ropa para eliminar posibles huellas, pero no cayó en la cuenta de que ella se había agarrado a algo, seguramente en el momento de morir.

– Eso significa que los pelos no pueden proceder del camión, ¿no es así?

– No, sobre todo teniendo en cuenta que los tenía bien cogidos, en el interior del puño cerrado.

– ¿Y? -Patrik sentía el calor de la impaciencia. Por la expresión de Pedersen, adivinó que aquello era un buen hallazgo, que por fin podrían trabajar con algo concreto-. ¿Qué pelos eran?

– Bueno, la verdad es que no me he expresado con exactitud. Son pelos de un perro. De un galgo español, para ser exactos. Según el informe… -dijo poniendo ante Patrik el documento con los resultados del laboratorio científico que, por fortuna, ocultaron la fotografía de Lillemor.

– ¿Pueden asociarse a un perro en concreto?

– Sí y no -respondió Pedersen moviendo la cabeza algo compungido-. El ADN de los perros es tan específico e identificable como el de los seres humanos. Ahora bien, exactamente igual que en el caso de las personas, es preciso que el pelo contenga el folículo piloso del que obtener el ADN. Y cuando se les cae el pelo, el folículo no suele ir con él. En este caso, no había folículos. Pero, por otro lado y por suerte para vosotros, el galgo español es una raza poco común y sólo hay en torno a doscientos ejemplares en toda Suecia.

Patrik lo contemplaba lleno de admiración.

– ¿Y tú sabes todas esas cosas así, sin más? ¿Qué clase de formación recibís vosotros, eh?

Pedersen rompió a reír.

– Sí, después de las series de C.S.I., nuestra fama ha mejorado mucho, desde luego. ¡Todo el mundo cree que nada tiene secretos para nosotros! Pero, por desgracia, debo decepcionarte. Resulta que mi suegro es una de esas doscientas personas que poseen un galgo español. Y cada vez que nos vemos, me veo obligado a escuchar todo lo que sabe sobre el maldito perro.

– Sí, bueno, eso me suena. No por la familia de mi actual pareja. Por desgracia, sus padres murieron en un accidente de coche hace unos años, pero sí por el padre de mi ex mujer. En su caso, siempre andaba dando clases magistrales sobre automóviles.

– Ya, es que los suegros suelen tener sus cosas… Pero también a nosotros nos pasará, a su debido tiempo -rió Pedersen antes de adoptar de nuevo una expresión grave-. Si tienes preguntas sobre los pelos de perro que hemos encontrado, puedes hablar directamente con el laboratorio. Yo no sé más de lo que dicen estos documentos, y pensaba darte una copia.

– Estupendo -respondió Patrik-. Sólo tengo una pregunta más que hacer. Deduzco que no existe el menor indicio de agresión sexual en relación con la muerte de Lillemor, ¿es así? ¿No hay señales de violación ni nada parecido?

Pedersen negó con la cabeza.

– No, no existen indicios que apunten a nada de eso. Con ello no quiero decir que el asesinato no tenga implicaciones sexuales de todos modos, pero no hay pruebas que lo corroboren.

– Bien, gracias -contestó Patrik poniéndose en pie.

– ¿Cómo lleváis el otro caso? -quiso saber Pedersen de pronto, a lo que Patrik se desplomó de nuevo en la silla. Tenía los remordimientos escritos en la cara.

– Pues… por desgracia, ha quedado en un segundo plano -confesó abatido-. Ha sido tal el caos que han organizado la televisión y los periódicos, y los jefes llamando cada cinco minutos para preguntar si habíamos descubierto algo que… sintiéndolo mucho, lo hemos dejado prácticamente aparcado. Pero no se quedará así. A partir de ahora, le daré otro giro al asunto.

– En fin, quienquiera que lo haya hecho, debe pagar por ello. Jamás he visto nada parecido, y se precisa una buena dosis de frialdad para quitarle la vida a alguien de esa manera.

– Sí, lo sé -respondió Patrik apesadumbrado. Recordó la voz de Kerstin cuando habló con ella por teléfono hacía tan sólo un par de horas, una voz muerta, desesperanzada. No podía perdonarse haber relegado la investigación de la muerte de Marit-. Pero, ya te digo, a partir de ahora cambiaré las prioridades. Creo que hoy mismo obtendré algunas respuestas en relación con ese caso. -Se levantó, cogió el montón de documentos que le entregaba Pedersen y le dio las gracias con un apretón de manos.

Ya en el coche, puso rumbo al lugar donde esperaba obtener más respuestas. O, al menos, más interrogantes.

– Te dio Pedersen alguna información relevante?

Martin escuchaba y tomaba notas mientras Patrik le resumía lo que Pedersen le había revelado.

– Oye, lo de los pelos de perro es muy interesante. Es algo concreto sobre lo que indagar -opinó Martin, y volvió a prestar atención.

– …

– ¿Cortes? Sí, ya, me figuro lo que estás pensando. Hay una persona que, de pronto, despierta más interés.

– …

– ¿Interrogarla de nuevo? Sí, por supuesto. Avisaré a Hanna e iremos a buscarla. Cuenta con ello.

Martin se despidió con un simple «adiós», colgó y se quedó pensando un rato, hasta que fue a buscar a Hanna.

Media hora más tarde, exactamente, se hallaban de nuevo en la sala de interrogatorios, con Jonna sentada al otro lado de la mesa. No tuvieron que ir muy lejos para dar con ella, pues se encontraba en su puesto de trabajo, en Hedemyrs, justo enfrente de la comisaría.

– Verás, Jonna, ya estuvimos hablando contigo de la noche del viernes, pero ¿hay algo que quisieras añadir al respecto?

Martin vio con el rabillo del ojo que Hanna clavaba la mirada en Jonna. Tenía la capacidad de adoptar una expresión tan severa que incluso él sentía deseos de confesarle todos sus posibles pecados. Martin esperaba que surtiese el mismo efecto sobre la muchacha que ahora tenían delante. Pero Jonna apartó la vista, se concentró en la mesa y emitió un murmullo apenas audible por toda respuesta.

– ¿Qué has dicho, Jonna? Tendrás que hablar más claro, ¡no hemos oído lo que has dicho! -exclamó Hanna apremiante. Martin se percató de que Jonna se sintió obligada a levantar la vista ante la crudeza de su colega. Resultaba imposible no obedecer las órdenes de Hanna.

En voz baja, aunque ya con más claridad, Jonna se avino a responder.

– Ya he dicho todo lo que sé sobre la noche del viernes.

– No lo creo -replicó Hanna con una voz tan cortante como las cuchillas que Jonna usaba para herirse-. No creo que hayas contado ni una mínima parte de lo que sabes.

– No sé qué insinúa -insistió Jonna tironeándose de las bocamangas de forma compulsiva y nerviosa. Martin se estremeció al atisbar las cicatrices bajo el jersey. Sencillamente, no lo entendía. Se le escapaba por completo que alguien fuese capaz de autolesionarse de aquel modo.

– ¡No nos mientas! -Hanna elevó el tono de voz y el propio Martin dio un respingo en la silla. Joder, qué dura era Hanna.

Su colega continuó, aunque en un tono más bajo e insidioso.

– Jonna, sabemos que mientes. Tenemos pruebas que indican que mientes. Date una oportunidad y cuéntanos lo que ocurrió.

Una sombra de duda recorrió el semblante de Jonna, que no cesaba de tirarse del gran jersey de lana. Tras unos segundos de vacilación, la joven declaró:

– No tengo ni idea de lo que dicen.

La mano de Hanna aporreó contundente la superficie de la mesa.