Luego, la película avanzaba. Hasta que se detenía en seco. La imagen se volvía nítida de pronto. Máxima definición. La imagen de sus pies, lo primero que vio cuando abrió la puerta de su habitación. El tenía trece años. Hacía ya mucho que no corría a refugiarse en su regazo. Habían sucedido muchas cosas. Y muchas otras habían cambiado.
Recordaba que gritó, preguntando un tanto irritado por qué no contestaba. Y cuando abrió la puerta sintió que lo recibía un silencio atronador y la gélida sensación que le invadió el estómago le dijo que algo andaba mal. Muy despacio, se acercó hasta ella. Parecía estar dormida. Se hallaba tendida boca arriba en la cama; el pelo, que llevaba largo cuando él era pequeño, ahora era corto. Se apreciaban grabados en su rostro surcos de cansancio, de amargura. Durante un segundo, creyó que dormía. Que dormía profundamente. Luego vio el frasco de pastillas vacío en el suelo, junto a la cama. Se le había caído de la mano cuando las pastillas empezaron a surtir efecto y ella pudo huir de una realidad que ya no era capaz de controlar.
Desde aquel día, él y su padre vivieron uno junto al otro en muda enemistad. Jamás hablaron de ello. Jamás mencionaron el hecho de que la nueva mujer de su padre se mudase a vivir con ellos tan sólo una semana después del entierro de su madre. Nadie trajo a colación ni sacó a relucir la verdad de las duras palabras que condujeron al final. Nadie habló de cómo su madre se vio apartada, rechazada con una ligereza no fingida, sino auténtica. Como un abrigo viejo que se cambia por uno nuevo.
En cambio, habló el dinero. A lo largo de los años, fue creciendo hasta convertirse en una deuda ingente, una deuda de conciencia que no parecía tener fondo. Calle lo aceptaba en silencio e incluso lo exigía a veces, pero sin nombrar lo que ambos sabían era la fuente de todo. Aquel día. El día en que el vacío resonaba en la casa. El día que él llamó a su madre pero ella no respondió.
La película se rebobinaba, lo arrastraba consigo hacia atrás, cada vez más deprisa, hasta que la imagen granulada y entrecortada volvía a su retina. En su memoria, él corría en dirección a los brazos abiertos de su madre.
– Quisiera celebrar una reunión a las nueve. ¿Puedes comprobar si los demás también podrían? En el despacho de Mellberg.
– Pareces cansado. ¿Has pasado la noche de juerga? -Annika lo miraba por encima de las gafas para el ordenador. Patrik sonrió, pero la sonrisa no halló eco en sus ojos fatigados.
– Si al menos fuese por eso. No, me he pasado media noche en vela, revisando informes y otros documentos. Y por eso hemos de reunimos.
Se encaminó a su despacho y miró el reloj. Las ocho y diez. Estaba tan hecho papilla que sentía arenilla en los ojos, después de tanto leer y tan poco dormir. Pero aún le quedaban cincuenta minutos para ordenar sus pensamientos, antes de exponerles a sus colegas lo que había encontrado.
Los cincuenta minutos pasaron demasiado rápido. Cuando entró en el despacho de Mellberg, los halló a todos congregados. A Mellberg lo había puesto en antecedentes por teléfono aquella mañana, mientras se dirigía a la comisaría, de modo que el jefe tenía una idea aproximada de lo que Patrik iba a presentarles. Los demás lo miraban inquisitivos, pero también un tanto esperanzados.
– Últimamente nos hemos centrado demasiado en la investigación del asesinato de Lillemor Persson, en detrimento de la investigación de la muerte de Marit Kaspersen.
Hablaba de pie, de espaldas a la mesa de Mellberg y junto al bloc gigante, y dedicó a todos los presentes una mirada grave. No faltaba nadie. Allí estaba Annika, lápiz en mano, tomando notas como de costumbre. Martin estaba a su lado, con la roja cabellera totalmente revuelta. Sus pecas destacaban en contraste con la piel, aún marcada por la palidez del invierno, y esperaba ansioso a oír lo que Patrik tuviese que decirles. Junto a Martin estaba Hanna, tranquila, fría y serena, tal y como la habían visto durante las dos semanas que llevaba trabajando con ellos. Patrik reflexionó brevemente sobre lo bien que se había adaptado al grupo. Tanto que tenía la sensación de que llevase allí mucho más tiempo. Y Gösta, como siempre, hundido en la silla. No había en su mirada indicios de que tuviese gran interés por aquello y más bien parecía desear hallarse en cualquier otro lugar, con tal de no estar allí. Pero ésa era la impresión que causaba Gösta fuera del campo de golf, se dijo Patrik irritado. Mellberg, en cambio, había inclinado su obesa anatomía, en señal de que pensaba prestarle a Patrik todo su interés. Ya estaba al corriente de adonde conducirían las conclusiones de Patrik y ni siquiera él pudo ignorar la existencia de las conexiones que su subordinado le había expuesto aquella mañana. Ahora sólo faltaba revelárselas a los colegas de un modo ordenado y metódico, para que pudieran seguir adelante con la investigación.
– Como sabéis, en un primer momento tomamos la muerte de Marit por un accidente. Pero la investigación de la policía científica y la autopsia demostraron que no fue así. La habían atado, le metieron en la boca y hasta la garganta algún objeto y luego le hicieron tragar grandes cantidades de alcohol. Ésa fue, por cierto, la causa de la muerte. Después, el asesino, o los asesinos, la montaron en su coche e intentaron hacer que pareciera un accidente. Y poco más sabemos. Aunque tampoco hemos realizado ningún esfuerzo digno de mención por seguir indagando al respecto, puesto que la investigación más… -Patrik buscaba el adjetivo adecuado-… televisiva ha reclamado toda nuestra energía y nos ha obligado a dividir nuestros recursos de un modo que, tras haber reflexionado un poco, me parece bastante desafortunado. Pero ya no tiene sentido lamentarse. Sencillamente, tendremos que cambiar de táctica y tratar de recuperar el tiempo perdido.
– Tú tenías una posible pista… -comenzó Martin.
Patrik lo interrumpió impaciente.
– Exacto, yo tenía una posible conexión. Y ayer me dediqué a investigarla -se dio la vuelta y cogió el montón de documentos que había dejado en la mesa de Mellberg-. Ayer estuve en Boras y vi a un colega llamado Jan Gradenius. Estuvimos juntos en un seminario celebrado en Halmstad hace dos años. Entonces nos habló de un caso que había tenido entre manos y en el que él sospechaba que la víctima había muerto asesinada, aunque no existían pruebas suficientes para demostrarlo. Me cedió unas copias de toda la información relativa a aquel caso y… -Patrik hizo una pausa de efecto y miró uno a uno a los congregados-. Y resulta que guarda un parecido muy desagradable con el de Marit Kaspersen. La víctima también presentaba una tasa absurdamente elevada de alcohol en sangre y en los pulmones, pese a que no lo probaba nunca, según las declaraciones de testigos y parientes.
– ¿Existían las mismas evidencias físicas? -preguntó Hanna con el ceño fruncido-. Las contusiones alrededor de la boca, los restos de adhesivo y demás.
Patrik se rascó la cabeza con expresión de frustración en el semblante.
– Por desgracia, falta esa información. En un principio consideraron que la víctima, un hombre de treinta y un años llamado Rasmus Olsson, se había suicidado, tomándose primero una botella entera de algún licor para luego arrojarse desde un puente. De modo que la investigación se hizo partiendo de ese supuesto. Y, a la hora de describir a la víctima, no fueron tan exhaustivos como habrían debido. Sin embargo, existen fotos de la autopsia, y yo he podido verlas. Como profano, puedo decir que se aprecian indicios de contusiones en las muñecas y alrededor de la boca, pero se las he enviado a Pedersen para que las examine. En cualquier caso, me pasé la tarde de ayer y toda la noche estudiando todo el material que me pasó Gradenius, y no cabe duda de que existe una conexión.
– O sea que, según tú, alguien mató primero a ese tipo de Boras hace un par de años y ahora ha hecho lo mismo aquí, en Tanumshede, con Marit Kaspersen -intervino Gösta un tanto escéptico-. Un poco rebuscado, diría yo. ¿Qué relación hay entre las víctimas?