Vio con el rabillo del ojo que Uffe se le acercaba. Para sacarle un cigarro, seguro. Tina se apresuró a guardar el diario dentro de la cazadora y adoptó la expresión más neutra de que fue capaz. Aquella historia era suya, y no pensaba compartirla.
La añoranza del mundo exterior era cada vez más intensa. A veces los dejaba correr por el césped, pero sólo por breves espacios de tiempo. Y siempre con la angustia pintada en los ojos, que lo hacía mirar a su alrededor asustado y sin cesar, en busca de los monstruos que, según ella, se escondían allá juera, los monstruos de los que sólo ella era capaz de defenderlos.
Pero, pese al miedo, era maravilloso. Sentir que la luz del sol le calentaba la piel y el cosquilleo de la hierba en la planta de los pies. Solían correr como locos, él y su hermana, y a veces no podían ni contener la risa cuando ella los veía saltar de un lado a otro. En una ocasión hasta jugó al pilla pilla y rodó con ellos por el césped. En aquel instante, él sintió una felicidad pura y verdadera. Pero el ruido de un coche en la distancia la hizo levantarse y, con el terror en la mirada, les gritó que entrasen corriendo. Rápido, debían correr rápido. Y acuciados por aquel horror sin nombre, se precipitaron hacia la puerta y entraron en su habitación. Ella llegó corriendo detrás de los dos y cerró con llave todas las puertas de la casa. Luego se quedaron en el cuarto, abrazados, temblando como un fardo en el suelo. Ella les había prometido una y otra vez que nadie se los llevaría, que nadie volvería a hacerles daño nunca.
Y él la creyó. Y se sentía agradecido por su protección, como si fuese el último bastión contra todos aquellos que deseaban hacerles daño. Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de añorar el mundo exterior. La luz del sol. La hierba bajo los pies. La libertad.
Gösta observaba a Hanna a hurtadillas mientras se dirigían a la casa de Kerstin. Constató que Hanna se había ganado su admiración sin paliativos en un tiempo récord. No a la manera patológica de un viejo verde, sino más bien en un sentido paternal. Al mismo tiempo, la colega le recordaba muchísimo a su difunta esposa de joven. También ella tenía el pelo rubio y los ojos azules y, al igual que Hanna, era menuda pero fuerte. Pero era obvio que las conversaciones con los familiares de las víctimas no eran su plato favorito. Vio con el rabillo del ojo lo tensa que estaba y tuvo que contenerse para no ponerle una mano en el hombro y tranquilizarla. Algo le decía que Hanna no apreciaría su gesto. Más bien, se arriesgaría a llevarse un derechazo.
Habían llamado de antemano para avisar de su visita, y cuando Kerstin abrió la puerta, Gösta vio que había aprovechado para darse una ducha justo antes de que llegaran. Su rostro sin maquillar reflejaba la misma resignación que había visto en tantas ocasiones anteriores. Era la expresión que caracterizaba a los familiares de las víctimas una vez pasada la primera conmoción y el dolor quedaba más desnudo y acerado. En ese estadio del duelo, tomaban plena conciencia del carácter definitivo de lo sucedido.
– Entren -les dijo. A Gösta no le pasó inadvertida la palidez verdosa de su cara, propia de quien lleva demasiado tiempo sin salir al aire libre.
Hanna aún parecía serena cuando se sentaron a la mesa de la cocina. El piso estaba limpio y ordenado, pero olía un poco a cerrado, lo que corroboró la impresión de Gösta de que Kerstin no había salido de allí desde la muerte de Marit. Se preguntó cómo se las arreglaba con la comida, si alguien le haría la compra. En respuesta a sus pensamientos, Kerstin abrió el frigorífico para sacar un poco de leche que tomar con el café, y Gösta comprobó con una rápida ojeada que estaba bien provisto. Kerstin puso también unos bollos que parecían haber salido del horno, de modo que era evidente que alguien le hacía las compras.
– ¿Saben algo más? -preguntó con voz cansina mientras se sentaba. Aunque pareció más bien que preguntaba como si fuera un deber, no porque le importase. Una consecuencia más de la certeza de la cruda realidad. Había tomado conciencia de que Marit había desaparecido para siempre, y aquella realidad era capaz de ensombrecer por un instante el anhelo de respuesta, el deseo de escuchar una explicación. Pese a que las circunstancias fuesen muy distintas de un caso a otro, Gösta había constatado en sus cuarenta años de servicio que, en efecto, así solía ocurrir. Para ciertos familiares, la búsqueda de una explicación se convertía en lo más importante, pero en la mayoría de los casos no era más que un modo de retrasar el enfrentamiento con la verdad, de dilatar el momento de la aceptación. Sin embargo, él había visto familiares que vivían en la negación durante años, en ocasiones hasta que ellos mismos emprendían el viaje a la otra vida. Kerstin no pertenecía a esa clase. Ella se había enfrentado cara a cara con la muerte de Marit, y dicho encuentro parecía haberle absorbido toda la energía, todas las fuerzas. Sirvió el café de la cafetera con movimientos lentos-. Perdón, quizá alguno de los dos hubiese preferido té… -dijo algo desconcertada.
Gösta y Hanna negaron con un gesto. Permanecieron en silencio unos segundos, hasta que Gösta respondió por fin a la pregunta de Kerstin.
– Sí, bueno, hemos encontrado algún que otro dato sobre el cual seguir trabajando.
Volvió a guardar silencio, sin saber cuánto estaba autorizado a revelarle. Entonces Hanna tomó la palabra.
– Hemos obtenido cierta información que indica la existencia de una conexión con otro caso de asesinato acontecido en Boras.
– ¿En Boras? -repitió Kerstin y, por primera vez, detectaron en sus ojos un destello de interés-. Pero… no lo entiendo… ¿Boras?
– Sí, también nosotros nos preguntamos por qué -intervino Gösta al tiempo que cogía un bollo-. Y por eso estamos aquí, para comprobar si, que usted sepa, existe algún tipo de relación entre Marit y la víctima de Boras.
– ¿Qué…? ¿Quién…? -Kerstin los miraba insegura. Se pasó un mechón de su melena corta por detrás de la oreja derecha.
– Se trata de un hombre de unos treinta años llamado Ras-mus Olsson. Murió hace tres años y medio.
– Pero ¿no resolvieron el caso?
Gösta intercambió una mirada con Hanna.
– No, la policía consideró que se hallaban ante un caso de suicidio. Había ciertos indicios de que así fuera y, bueno… -Gösta hizo un gesto resignado.
– Pero es que Marit no ha vivido nunca en Boras. Por lo menos, no que yo sepa. Aunque también pueden preguntarle a Ola, claro.
– Sí, por supuesto, hablaremos con Ola -afirmó Hanna-. Pero, entonces, ¿a usted no le suena que haya ninguna relación? Una de las circunstancias comunes a las muertes de Rasmus y de Marit es que… -vaciló un instante-… que, en el momento del fallecimiento, ambos presentaban una tasa muy elevada de alcohol en sangre, pese a que jamás bebían. Marit no pertenecería a ninguna asociación de abstemios, ¿verdad? O quizá fuese miembro de alguna asociación religiosa, ¿no?
Kerstin rompió a reír y la risa arrancó cierto color a sus mejillas.
– ¿Marit religiosa? No. De ser así, yo lo sabría. Bueno, todos los años íbamos al alba al servicio religioso del día de Navidad. Yo creo que era la única vez que Marit ponía el pie en la iglesia. Ella era como yo en ese punto, no era creyente, aunque conservaba algunos principios de la infancia, la convicción de que existe algo más. O al menos, yo espero que así sea. Ahora más que nunca -añadió con voz queda.
Ni Hanna ni Gösta pronunciaron una palabra. Hanna clavó la vista en la mesa y Gösta creyó ver un destello húmedo que empañaba sus ojos ligeramente. Lo entendía a la perfección, aunque ya hacía muchos años que no lloraba en presencia del familiar de una víctima. Sin embargo, estaban allí para realizar un trabajo, de modo que, con mucho miramiento, continuó: