– Haré lo que me pides, mandaré la consulta -le dijo-. Pero tú te vas a casa. Ahora mismo.
– ¡Si sólo son las cuatro! -protestó Patrik, aunque nada deseaba más que obedecer la orden de Annika. La recepcionista tenía una actitud maternal que movía a niños y adultos a querer sentarse en su regazo y dejarse acariciar la cabeza. Patrik pensaba que era un desperdicio que no tuviese hijos. Sabía que ella y Lennart, su marido, se habían pasado años intentándolo en vano.
– En el estado en que te encuentras ahora no eres de ninguna utilidad, lárgate, vete a casa y descansa y vuelve mañana cuando te hayas recuperado. De esto me encargo yo, ya sabes que no hay problema.
Patrik se debatió unos segundos con el pequeño Lutero que llevaba dentro, hasta que resolvió que Annika tenía razón. Estaba destrozado y sentía que así poco podía hacer por nadie.
Erica cogió la mano de Patrik y lo miró. Contempló el mar cuando cruzaban la plaza de Ingrid Bergman y respiró hondo el aire frío y primaveral mientras el ocaso enrojecía el cielo en el horizonte.
– ¡Qué bien que hayas podido salir un poco antes hoy! Pareces agotado… -dijo descansando la mejilla en su hombro. Patrik la acarició y la apretó contra sí.
– Sí, yo también me alegro de haberme ido un poco antes. Pero claro, no tenía elección: Annika me echó prácticamente de la comisaría -explicó.
– Recuérdame que le dé las gracias en cuanto tenga ocasión. -Erica sentía el corazón ligero. Aunque no el paso: sólo habían recorrido la mitad de la pendiente de Lángbacken y tanto ella como Patrik iban sin resuello-. No puede decirse que estemos en excelente forma física -comentó sacando la lengua como un perro, dando así a entender lo cansada que estaba.
– Desde luego que no -convino Patrik resoplando-. En tu caso tiene un pase, tú trabajas sentada, pero yo soy una vergüenza para el Cuerpo…
– ¡Qué va, hombre! -protestó Erica pellizcándole la mejilla- Tú eres el mejor de todos…
– Pues entonces, que Dios asista a los habitantes del municipio de Tanumshede -respondió entre risas-. He de decir que la dieta de tu hermana parece haber funcionado. Un poco, al menos. Esta mañana me dio la impresión de que los pantalones no me apretaban tanto.
– Sí, yo también lo he notado -aseguró Erica-. Pero, ya ves, sólo nos quedan unas semanas, así que tendremos que perseverar.
– Sí, luego podremos inflarnos de comer y engordar juntos -concluyó Patrik antes de girar a la izquierda a la altura del supermercado Evas Livs.
– Y envejecer. Podremos envejecer juntos.
La abrazó aún más fuerte y le dijo muy serio:
– Sí, y envejecer juntos. Tú y yo. En la residencia. Y Maja vendrá a vernos una vez al año. Y vendrá porque la amenazaremos con desheredarla si no…
– ¡No, calla! ¡Eres un horror! -exclamó Erica dándole en el hombro muerta de risa-. Como comprenderás, cuando seamos viejos, viviremos en casa de Maja. Lo que significa que hemos de espantar a cualquier posible pretendiente.
– Bah, eso no es problema -respondió Patrik-. Yo tengo licencia de armas.
Habían llegado a la iglesia y se detuvieron un instante. Ambos alzaron la vista hacia la torre, que se erguía elevándose por encima de sus cabezas. La iglesia era un edificio imponente, construido en granito y situado en lo más alto de Fjällbacka, desde donde dominaba el mar hasta el horizonte.
– Cuando era pequeña, soñaba con cómo sería el día en que me casara aquí -confesó Erica-. Y me resultaba siempre tan lejano… Y ahora, aquí estoy, ya soy adulta, tengo una hija y voy a casarme. ¿No es absurda la vida a veces?
– Absurda es poco -repuso Patrik-. No olvides que, además, yo estoy separado. Eso da más puntos.
– Es verdad, ¿cómo he podido olvidarme de Karin? ¿Y de Leffe? -rió Erica. Y, pese a la risa, había un poso de amargura en su voz, como siempre que hablaba de la ex mujer de Patrik. Cierto que ella no era nada celosa, y que, desde luego, no tenía ningún interés en que Patrik hubiese sido virgen a los treinta y cinco, cuando lo conoció; pero nunca le resultaba agradable imaginárselo con otra mujer.
– ¿Vamos a ver si está abierta? -preguntó Patrik señalando la puerta.
Abrieron la puerta y entraron muy despacio, temiendo romper alguna especie de regla no escrita. La figura de un hombre que había delante del altar se volvió hacia ellos.
– ¡Hombre, hola! -Era Harald Spjuth, el pastor de Fjällbacka, con su habitual expresión de alegría en el semblante. Patrik y Erica sólo habían oído decir bondades de aquel hombre y deseaban que él los casara-. ¿Habéis venido a practicar un poco? -les preguntó mientras se les acercaba.
– No, hemos salido a dar un paseo y se nos ocurrió entrar un rato -respondió Patrik estrechándole la mano.
– Ah, muy bien, pues no os molesto -replicó Harald-. Estaba arreglando esto un poco, así que sentíos como en casa. Y si tenéis alguna duda acerca de la ceremonia, no hay más que preguntar. Aunque yo había pensado que podríamos hacer un ensayo un poco antes.
– Sería estupendo -aseguró Erica, a la que cada vez le caía mejor el sacerdote.
Por las habladurías del pueblo Erica sabía que había encontrado el amor a edad madura y que ya tenía una compañera en la casa parroquial. Erica se alegraba por él. Ni siquiera las señoras más religiosas y de más edad tuvieron nada que objetar ante el hecho de que aún no se hubiese casado con su Margareta, a la que, siempre según los rumores, había conocido a través de un anuncio en el periódico. En efecto, el pastor «vivía en pecado» en la casa parroquial; y eso indicaba hasta qué punto lo apreciaban en el pueblo.
– Había pensado que podríamos decorar la iglesia con rosas rojas y rosas. ¿Qué te parece, Patrik? -preguntó Erica mirando a su alrededor.
– Quedará muy bien -respondió Patrik distraído. Al ver la expresión de Erica, sintió remordimientos-. Oye, lamento de verdad que tengas que llevar toda esta carga tú sola. Me gustaría mucho poder involucrarme más en los preparativos de la boda, pero… -Hizo un gesto de impotencia y Erica le cogió una mano.
– Lo sé, Patrik. Y no tienes que pedir perdón por nada. Anna me ayuda. Nosotras nos encargaremos. Quiero decir que no es más que una simple boda, tampoco puede ser tan difícil, ¿no?
Patrik enarcó una ceja y Erica se echó a reír.
– Vale, es bastante difícil. Y pesado. Y, ante todo, es toda una empresa mantener a tu madre en su sitio. Pero te aseguro que también es muy divertido.
– Bueno, vale -respondió Patrik, sintiéndose menos culpable.
Cuando salieron de la iglesia, el atardecer había dado paso a la noche. Recorrieron despacio el mismo camino de regreso a casa, bajando por Lángbacken, en dirección a Sálvik. Ambos habían disfrutado del paseo y de la charla, pero querían llegar a casa antes de que Maja se durmiera.
Por primera vez en mucho tiempo, Patrik tuvo la sensación de que la vida era algo bueno. Por suerte, existían aspectos que compensaban el mal. Y que transmitían la luz y la energía suficientes para seguir adelante.
Detrás de ellos, la oscuridad se cernía sobre Fjällbacka. Por encima del pueblo se veía la iglesia. Vigilante. Protectora.
Mellberg daba vueltas por su pequeño piso de Tanumshede con el frenesí de un demente. Una vez hecho, podía pensarse que había sido una locura invitar a cenar a Rose-Marie con tan poco tiempo para prepararlo todo, pero tenía tantas ganas… De oír su voz, de hablar con ella, de que le contase cómo le había ido la jornada, de saber en qué pensaba. Así que la llamó. Y se oyó a sí mismo preguntarle si no querría ir a cenar a su casa.