De modo que ahora se hallaba en un verdadero aprieto. Salió corriendo de la comisaría hacia las cinco y, sin saber qué hacer, se fue al supermercado Konsum. Se le quedó la mente en blanco. Ni un solo plato se dignaba asomar a su cabeza y, teniendo en cuenta lo limitados que eran sus conocimientos de cocina, quizá no fuese tan extraño. Mellberg contaba con la cantidad suficiente de instinto de supervivencia como para comprender que no debía apostar por ningún plato de alta cocina; tocaba más bien un plato medio preparado. Recorrió indefenso los pasillos hasta que la encantadora Mona, empleada del supermercado, se le acercó y le preguntó si buscaba algo concreto. Mellberg le expuso abruptamente su dilema y la mujer lo guió sin prisas hasta la sección de preparados de carne y charcutería. Tras decidirse por un pollo asado, Mona le ayudó a localizar las patatas con mahonesa, verduras para una ensalada, pan recién hecho y helado Carte d'Or para el postre. Quizá no fuese un menú propio de un gourmet, pero desde luego era algo que ni siquiera él podía malograr. Una vez en casa, se entregó como un loco a crear de nuevo el orden que el viernes anterior, sin ir más lejos, había reinado allí, y ahora intentaba colocarlo todo del modo más vistoso posible. Sin embargo, aquella empresa resultó ser un reto mucho mayor de lo que esperaba. Con las manos llenas de grasa, miró irritado el pollo, que parecía mirarlo burlón desde la bandeja, lo cual no dejaba de ser una proeza, puesto que al animal le habían arrancado la cabeza hacía mucho tiempo.
– ¿Cómo coño…? -vociferó tirando un poco del ala del animal. ¿Cómo iba a conseguir que aquello tuviese un aspecto apetitoso en la bandeja? Además, el condenado pollo se le resbalaba como una anguila. Finalmente, se cansó de esforzarse por conseguir una buena presentación y sirvió una pechuga y un muslo para cada uno. Así tendría que valer. Luego cogió una buena porción de patatas con mahonesa y la colocó al lado, antes de ponerse manos a la obra con la ensalada. Cortar pepino y tomate era algo que dominaba, desde luego. No puso la ensalada en los platos, sino en una gran fuente de plástico. Era roja y estaba algo estropeada, pero su vajilla era limitada. Y, de todos modos, lo más importante era el vino. Descorchó una botella de tinto y la colocó en la mesa. Por si acaso, tenía dos más en la despensa. No pensaba dejar nada al azar. Tonight's the night, se dijo silbando complacido. Rose-Marie no podría reprocharle que no se hubiese esforzado. Jamás se había esforzado tanto por una mujer. Nunca. Ni siquiera sumando todos los esfuerzos de su vida.
El último detalle que faltaba, para completar el ambiente, era la música. Su colección podía calificarse de escuálida, pero al menos tenía un CD con lo mejor de Sinatra. Lo había comprado barato en la estación de servicio de Statoil. En el último minuto, se acordó también de encender las velas, luego dio un paso atrás y admiró su creación. Mellberg estaba extremadamente satisfecho consigo mismo. Nadie podría decir que no era un hacha para el romanticismo.
Acababa de cambiarse de camisa cuando llamaron a la puerta. Rose-Marie llegaba con diez minutos de antelación, constató mirando el reloj, y se apresuró a meterse el faldón de la camisa por la cintura del pantalón.
– Joder, joder -masculló entre dientes cuando se le cayó el peluquín y, mientras el timbre volvía a sonar, Mellberg se apresuró a entrar en el cuarto de baño para colocárselo. Tenía muchísima pericia, de modo que en un santiamén se había vuelto a cubrir la calva con esmero. Tras una última ojeada al espejo, constató que tenía un aspecto de lo más elegante.
A juzgar por la admiración que reflejaba la mirada de Rose-Marie cuando Mellberg abrió la puerta, ella era de la misma opinión. El, por su parte, se quedó sin respiración al verla. Llevaba un esplendoroso vestido rojo y una gruesa gargantilla de oro como único adorno. Cuando cogió su abrigo, notó el aroma de su perfume y cerró los ojos un instante. No comprendía qué tenía aquella mujer que tanto lo alteraba. Sintió que le temblaban las manos mientras le colgaba el abrigo en la percha, y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse. No podía comportarse como un adolescente nervioso.
La conversación fluyó sin dificultad durante la cena. Los ojos de Rose-Marie brillaban al resplandor de las velas y Mellberg le contó un sinfín de anécdotas de su carrera policial, animado por el ostensible entusiasmo de su dama. Una vez consumidas las dos botellas de vino y ya ingeridos tanto el único plato como el postre, pasaron al sofá de la sala de estar para tomarse el café con un coñac. Mellberg sentía la tensión en el aire y estaba cada vez más convencido de que, aquella noche, la cosa se dispararía. Rose-Marie lo miraba de un modo que sólo podía significar una cosa. Sin embargo, no quería correr ningún riesgo lanzándose a la carga en el momento equivocado. Bien sabía él lo sensibles que eran las mujeres a la oportunidad del momento. Al final, no pudo contenerse más. Miró fijamente el centelleo de los ojos de Rose-Marie, tomó un buen trago de coñac y se lanzó sobre ella.
Y sí, vaya si la cosa se disparó… Mellberg llegó a creer en algún momento que se había muerto y que estaba en el cielo. Ya entrada la noche, se durmió con una sonrisa en los labios y se abandonó a una hermosa ensoñación con Rose-Marie como protagonista. Por primera vez en su vida, Mellberg era feliz en los brazos de una mujer. Se dio media vuelta y se puso a roncar. En la oscuridad, a su lado, yacía Rose-Marie mirando al techo. Ella también sonreía.
– ¿Qué cojones es esto? -bramó Mellberg al entrar en la comisaría hacia las diez de la mañana. No es que fuera un gran madrugador en condiciones normales, pero aquella mañana parecía más cansado que de costumbre-. ¿Lo habéis visto? -preguntó agitando un periódico. Pasó como un rayo por delante de Annika y entró en tromba en el despacho de Patrik sin llamar a la puerta.
Annika estiró el cuello para tener algo de perspectiva de lo que ocurría, pero sólo oyó maldiciones sueltas procedentes del despacho de Patrik.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Patrik tranquilamente, cuando Mellberg dejó por fin de soltar improperios. Le indicó a su jefe que se sentara. Mellberg parecía a punto de sufrir un infarto en cualquier momento y aunque Patrik, en momentos de debilidad, deseaba que Mellberg perdiera la vida, no quería, en el fondo, que éste cayese muerto en su despacho.
– ¿Has visto esto? Esos mierdas… -Mellberg estaba tan enfadado que no era capaz de pronunciar palabra y, simplemente, estampó el periódico en la mesa de Patrik. Sin saber lo que contenía el diario, pero lleno de malos presentimientos, Patrik le dio la vuelta para leer lo que decía la primera página. Cuando vio los titulares en negro, él mismo sintió crecer la ira en su pecho.
– ¡Qué cojones! -estalló Patrik.
Mellberg asintió y se desplomó en la silla, enfrente de Patrik.
– ¿De dónde demonios han sacado esto? -le preguntó agitando él también el periódico.
– No lo sé -respondió Mellberg-. Pero cuando pille a ese hijo de perra…
– ¿Qué más dice? A ver, déjame que vea las páginas centrales. -Patrik hojeó nervioso las páginas y leyó cada vez más iracundo-. Menudos… menudos hijos de perra.
– Sí, una institución fenomenal, el tercer poder estatal -ironizó Mellberg meneando la cabeza.
– Esto tiene que verlo Martin -dijo Patrik poniéndose de pie. Se asomó al pasillo, llamó al colega y volvió a sentarse.
Unos segundos más tarde llegó Martin.
– ¿Sí? -preguntó sorprendido. Sin decir una palabra, Patrik le mostró el diario.
Martin leyó en voz alta: