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– Tu padre y yo hemos estado hablando y pensamos que es una irresponsabilidad inaudita por tu parte malgastar tu vida de ese modo. Además, tenemos que mirar por nuestra reputación en el hospital. Debes comprender que no eres tú sola la que hace el ridículo, ¡nosotros también!

– Ya sabía yo que algo tendría que ver esto con el hospital -murmuró Jonna.

– ¿Qué dices? Tienes que hablar un poco más alto, Jonna, no oigo lo que dices. Ya tienes diecinueve años, deberías haber aprendido a expresarte bien a estas alturas. Y te diré que los últimos artículos que publicaron los diarios no nos han gustado lo más mínimo. La gente empieza a preguntarse qué clase de padres somos. Y debes saber que hemos hecho lo que hemos podido. Pero tu padre y yo tenemos una misión importante que cumplir y tú ya eres mayor, Jonna, lo bastante para comprenderlo y para demostrar un poco de respeto por lo que hacemos. ¿Sabes? Ayer operé a un niño ruso que sufría un grave fallo cardiaco. En su país no podía recibir la atención quirúrgica que necesitaba, pero ¡yo le ayudé! Le ayudé a sobrevivir, a vivir una vida digna. En mi opinión, deberías mostrarte un poco más humilde ante la vida, Jonna. Tú has vivido una existencia sin problemas. ¿Te hemos negado algo alguna vez? Siempre has tenido ropa, techo y comida. Piensa en todos los niños que no lo han pasado ni la mitad de bien que tú, ¿qué digo la mitad?, ni una décima parte. A ellos les habría gustado estar en tu pellejo. Y, desde luego, a ellos no se les han ocurrido esas tonterías de autolesionarse y cosas de ésas. ¿Sabes? Yo creo que eres una egoísta, Jonna, y que ya es hora de que madures. Tu padre y yo pensamos…

Jonna colgó el auricular y se desplomó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La ansiedad crecía sin cesar hasta que sintió como si quisiera subir y salirle por la garganta. Llenó cada milímetro de su cuerpo, como si fuera a estallarle dentro. La sensación de no tener adonde ir, ningún lugar al que huir, se adueñó de ella como en tantas ocasiones anteriores y, con mano temblorosa, fue a sacar la cuchilla que siempre llevaba en el monedero. Los dedos le temblaban de forma tan incontrolada que se le cayó al suelo. Lanzó una maldición y trató de recuperarla. Se cortó los dedos varias veces pero, tras unos cuantos intentos, lo consiguió y se la llevó despacio hacia la cara interior del brazo derecho. Fijó la vista en la cuchilla con la máxima concentración mientras la hundía en la piel escoriada, cubierta de cicatrices, que parecía un paisaje lunar de carne rosa en algunas zonas y blanca en otras, surcada por pequeños ríos de color rojo. Cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre, sintió que la angustia cedía. Apretó más fuerte y el hilillo rojo se convirtió en una corriente bombeante. Jonna la observó con una expresión de alivio. Levantó la cuchilla otra vez y dibujó otro río entre las cicatrices. Luego, alzó la cabeza y le sonrió a la cámara. Casi parecía feliz.

– Hola, buscamos a Silvio Mancini -dijo Patrik sosteniendo la placa a la vista de la mujer que les abrió la puerta. Ella se hizo a un lado y gritó hacia el interior del locaclass="underline" -¡Silvio! Está aquí la policía.

Un hombre de pelo cano que vestía vaqueros y un jersey se les acercó por el pasillo y Patrik acertó a constatar que, en su subconsciente, se había imaginado que aparecería con el uniforme completo de cura, en lugar de con ropa normal. La parte lógica de su yo se dijo que el sacerdote no podía llevar la sotana a todas horas, pero a él le llevó unos segundos reajustar sus expectativas.

– Patrik Hedström y Martin Molin -saludó Patrik señalando a su colega. El sacerdote asintió y los invitó a sentarse en un pequeño tresillo. No era un local muy amplio, pero sí muy cuidado y profusamente adornado con todos los atributos que Patrik, como profano, asociaba al catolicismo: imágenes de la Virgen María y un gran crucifijo, por ejemplo. La señora que les había abierto la puerta apareció con una bandeja de café y galletas. Silvio le dio las gracias amablemente, pero ella respondió sólo con una sonrisa y se retiró enseguida. Silvio dirigió su atención hacia los dos policías y preguntó en un sueco correcto, aunque con inconfundible acento italiano:

– Bien, ¿qué puedo hacer por la policía?

– Querríamos hacerle algunas preguntas sobre Elsa Forsell.

Silvio exhaló un suspiro.

– Ya, bueno, yo tenía la esperanza de que, tarde o temprano, la policía encontraría algo con lo que seguir investigando. Aunque creo en el fuego del infierno como en una realidad tangible, prefiero que los asesinos reciban su castigo ya en esta vida. -El sacerdote exhibió una sonrisa con la que consiguió expresar humor y empatía a un tiempo. Patrik experimentó la sensación de que él y Elsa habían sido muy buenos amigos, impresión que el propio Silvio confirmó con su siguiente comentario-: Elsa fue una buena amiga durante muchos, muchos años. Participaba con asiduidad en las actividades de la comunidad y yo era, además, su confesor.

– ¿Nació en el seno de una familia católica?

– No, en absoluto -rió Silvio-. Pocas lo son en Suecia, a menos que hayan venido de un país católico. Pero Elsa asistió a uno de nuestros servicios religiosos y, bueno, yo creo que encontró lo que buscaba. Elsa era… -Silvio dudó un instante-. Elsa era una especie de alma destrozada. Buscaba algo y lo halló entre nosotros.

– ¿Y qué era lo que buscaba? -preguntó Patrik observando al hombre que tenía enfrente. Todo en aquel sacerdote confirmaba que era un hombre bueno, un hombre que irradiaba serenidad, que transmitía paz. Un auténtico hombre de Dios.

Silvio guardó silencio un buen rato antes de responder. Parecía querer medir muy bien sus palabras, pero al final miró a Patrik fijamente y declaró:

– Perdón.

– ¿Perdón? -repitió Martin extrañado.

– Perdón -reiteró Silvio con calma-. Lo que todos buscamos, la mayoría sin ser conscientes de ello. Perdón por nuestros pecados, por nuestras debilidades, por nuestras faltas y nuestros errores. Perdón por cosas que hemos hecho… y por cosas que hemos dejado de hacer.

– ¿Y cuál era el motivo de Elsa para buscar el perdón? -preguntó Patrik tranquilo, observando atentamente al sacerdote. Por un instante, creyó que Silvio estaba a punto de ir a contarles algo, pero luego bajó la vista y dijo:

– La confesión es sagrada. Y, además, ¿eso qué importa? Todos tenemos algo por lo que ser perdonados.

Patrik tuvo la sensación de que había algo más detrás de aquellas palabras, pero sabía lo suficiente acerca del voto de silencio de un confesor como para no seguir presionando al sacerdote.

– ¿Durante cuántos años fue Elsa miembro de esta comunidad? -preguntó cambiando de asunto.

– Dieciocho años -respondió Silvio-. Ya digo, nos hicimos muy buenos amigos.

– ¿Sabe si Elsa tenía enemigos? ¿Alguien que deseara su muerte?

Una vez más advirtió la misma vacilación en el cura, quien, finalmente, negó con la cabeza.

– No, no conozco a nadie que le deseara ningún mal. Aparte de nosotros, Elsa no tenía ni amigos ni enemigos. Nosotros éramos su familia.

– ¿Es eso algo habitual? -se interesó Martin, incapaz de impedir que en su voz resonara el escepticismo.

– Ya sé lo que piensa -repuso sin alterarse el hombre de cabellos plateados-. No, no tenemos normas ni restricciones de ese tipo para nuestros fieles. La mayoría tienen familia y otros amigos fuera de la parroquia. Somos como cualquier otra comunidad cristiana. Pero en el caso concreto de Elsa… bueno, ella sólo nos tenía a nosotros.

– El modo en que murió… -comenzó Patrik-. Sabe que alguien la obligó a ingerir una gran cantidad de alcohol. ¿Cómo era su relación con la bebida?

De nuevo creyó advertir Patrik una ligera vacilación, como si el sacerdote reprimiese su voluntad de hablar. Sin embargo, respondió riéndose:

– Pues yo diría que Elsa era, a ese respecto, como la mayoría de la gente. Se tomaba una o dos copas de vino algunos sábados, pero sin excesos. Sí, diría que su relación con la bebida era bastante normal. Además, yo le enseñé a apreciar los vinos italianos, incluso organizamos alguna que otra tarde de cata aquí en el local. Tuvieron mucho éxito.