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Finalmente, Jessica encontró algo.

– Mira, ¿te resulta familiar esta ilustración?

Patrik dio la vuelta por detrás del mostrador hasta llegar a su lado para verlo mejor y sonrió satisfecho al ver la cubierta, que, sin lugar a dudas, tenía el mismo tipo de ilustraciones que las páginas halladas junto a las víctimas.

– Bueno, pues ésa era la buena noticia -añadió Jessica cortante-. La mala noticia es que no se trata de una edición ni única ni de poca tirada. Se publicó en 1924 y se imprimieron mil ejemplares. Y, además, no es seguro que el propietario del libro lo haya adquirido cuando se editó. Esa persona puede haberlo comprado en una librería de viejo en cualquier momento. Si busco en páginas de Internet donde localizar libros antiguos, me aparecen diez ejemplares de este mismo libro, a la venta en todo el país y en este momento.

Patrik sintió que el desánimo se apoderaba de él. Sabía que era rebuscado, pero, aun así, había abrigado una mínima esperanza de averiguar algo a través del libro. Patrik salió de detrás del mostrador y se quedó mirando enojado las páginas sueltas. Sentía deseos de romperlas en mil pedazos de pura frustración, pero se dominó.

– ¿Te has dado cuenta de que falta una página? -preguntó Jessica colocándose a su lado. Patrik la miró sorprendido. -No, no había reparado en ello.

– Pues está claro, por la paginación -insistió señalando los números de las páginas-. La primera hoja tiene las páginas cinco y seis, y luego salta a la nueve y la diez, después tenemos la once y la doce, y la última, la trece y la catorce. Es decir, falta la hoja correspondiente a las páginas siete y ocho.

La cabeza de Patrik era un mar de ideas. Con una certeza implacable, comprendió lo que aquello significaba: en algún lugar había otra víctima.

No debería. Y lo sabía. Pero no podía evitarlo. A su hermana no le gustaba que mendigase, que pidiese lo inalcanzable. Pero algo en su interior le impedía dejar de hacerlo. Necesitaba saber lo que había allí fuera. Qué había más allá del bosque, más allá de los campos. Aquello a lo que ella acudía a diario, cuando los abandonaba en la casa. Tenía que saber cómo era aquello cuya existencia les recordaba el ruido de un avión surcando el cielo por encima de sus cabezas, o cuando oían el ruido de un coche, lejos, muy lejos.

Al principio, ella se negaba. Les decía que ni hablar. Que el único lugar donde estaban seguros, donde él, su pobre pájaro cenizo, estaba seguro, era en la casa, en su reducto. Pero él seguía preguntando. Y cada vez que preguntaba, creía advertir que su resistencia se agotaba. El mismo oía su obstinación, lo suplicante del tono que se le colaba en la voz cada vez que hablaba de lo desconocido, de aquello que quería ver sólo una vez.

Su hermana permanecía siempre a su lado en silencio. Los observaba con un peluche en el regazo y con el pulgar en la boca. Ella nunca confesó tener el mismo anhelo. Y jamás se habría atrevido a preguntar. Pero, a veces, él atisbaba en sus ojos un destello del mismo deseo cuando, sentada junto al banco de madera que había al lado de la ventana, miraba al bosque que, al parecer, se extendía infinito. En esos momentos, veía que su hermana abrigaba el mismo anhelo que él.

Por eso continuaba preguntando. Por eso rogaba y suplicaba. Ella le recordaba al cuento que tan a menudo leían, aquel cuento sobre dos hermanos curiosos que se perdieron en el bosque. Que estaban solos y asustados, atrapados en la casa de una bruja mala. Podían extraviarse allí fuera. Y era ella quien los protegía. ¿Acaso querían extraviarse? ¿Acaso querían arriesgarse a no encontrar nunca el camino de vuelta a casa? Ya los había salvado de la bruja en una ocasión… La voz de ella sonaba siempre tan frágil, tan triste, cuando respondía a sus preguntas con más preguntas… Pero había algo en su interior que lo impulsaba a continuar, aunque el desasosiego le arañaba y le descarnaba el pecho cuando oía su voz temblorosa, y se le llenaban los ojos de lágrimas. La atracción de lo que había fuera era tan intensa…

– ¡Bienvenidos! -Erling los fue invitando a entrar agitando la mano y se irguió un poco más al ver a los cámaras que entraron detrás-. A Viveca y a mí nos alegra tanto que hayáis querido venir a esta modesta cena de bienvenida en nuestra sencilla morada -añadió en dirección a la cámara con un cacareo. Los telespectadores apreciarían sin duda el hecho de poder adentrarse en la vida de the rich and famous, como él mismo le dijo a Fredrik Rehn cuando le propuso la idea. Naturalmente, a Fredrik le pareció genial. Invitar a los participantes a una cena de despedida en la casa del pez gordo del Consejo Municipal era, desde luego, de lo más apropiado-. Vamos, vamos, entrad -insistió conduciéndolos hasta la sala de estar-. Viveca no tardará en ofreceros una copa de bienvenida. ¿O acaso no bebéis? -dijo con un guiño y soltando una carcajada ante su propia ocurrencia.

Satisfecho, pensó que los telespectadores comprenderían que no era el estereotipo de funcionario municipal triste y aburrido enfundado en su traje no menos gris. No, él sabía animar el ambiente. En las conferencias siempre era él quien contaba las mejores anécdotas en la sauna de los chicos, sí, todos los empresarios lo conocían por sus bromas. Un killer, pero de los graciosos.

– Mira, ya viene Viveca con las copas -añadió señalando a su mujer, que aún no había pronunciado una sola palabra. Habían mantenido una pequeña charla sobre ello antes de que llegaran los invitados y el equipo de los cámaras. Debía mantenerse apartada y dejar que él brillase en solitario. No en vano era el artífice de todo aquello-. He pensado ofreceros la posibilidad de probar una bebida de adultos -continuó con una risita-. Un auténtico Dry Martini, o un draja, como solíamos llamarlo en Estocolmo. -Volvió a reír, demasiado alto esta vez, pero quería estar seguro de que su voz llegaba a la pantalla. Los muchachos olisquearon cautos la bebida, en cuya superficie flotaba una aceituna ensartada en un palillo.

– ¿Hay que comerse la aceituna? -preguntó Uffe arrugando la nariz con repulsión.

Erling sonrió.

– No, qué va, puedes dejarla ahí. Es más bien un adorno. Uffe asintió sin más y apuró la copa procurando evitar la aceituna.

Algunos siguieron su ejemplo y Erling comenzó a hablar, un tanto desconcertado:

– Bueno, yo había pensado daros la bienvenida con un brindis, pero se ve que algunos teníais sed. En fin, ¡salud! -Alzó un poco más su copa, recibió un murmullo indefinido por respuesta y dio un sorbito a su Dry Martini.

– ¿Puedo tomarme otro? -preguntó Uffe tendiéndole la copa a Viveca. La mujer miró a Erling, y éste asintió. ¡Qué puñetas! Había que dejar que los chicos se divirtieran un poco.

Justo para el postre, empezó a apoderarse de Erling W. Larson cierta sensación de arrepentimiento. Era verdad que tenía un vago recuerdo de que, en su reunión con Fredrik Rehn, éste le había advertido de que se guardase de servirles a los chicos demasiado alcohol durante la cena, pero desechó tontamente las objeciones de Rehn. Si no recordaba mal, pensó que nada podía ser peor que aquella ocasión, en 1998, cuando toda la dirección fue a Moscú en viaje de negocios. En realidad, lo que sucedió entonces estaba aún muy poco claro, pero él conservaba algún recuerdo fragmentario, que incluía caviar ruso, una cantidad bestial de vodka y un prostíbulo. Sin embargo, Erling no reparó en que una cosa era emborracharse en terreno ajeno y otra muy distinta tener a cinco jóvenes borrachos en su propia casa. La comida en sí había sido algo similar a una catástrofe. El canapé de huevas de salmón apenas lo habían tocado, el risotto con vieiras fue recibido con amagos de vomitona a modo de efectos de sonido, sobre todo de aquel bárbaro de Uffe, y ahora parecían haber alcanzado el culmen, ya que desde el baño se oían las arcadas de una vomitona de verdad. Teniendo en cuenta que al menos el postre sí se lo habían comido, se imaginó horrorizado cómo quedaría la mousse de chocolate en las flamantes y preciosas teselas del cuarto de baño.