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– No. Y no creo que le siente muy bien. Pero los policías que estuvieron en casa la semana pasada nos dijeron que debíamos avisar si sabíamos algo y, bueno, tenía la sensación de que esto había que contarlo. Por mi madre -añadió escrutándose las uñas.

– Has hecho lo correcto -aseguró Patrik subrayando la última palabra-. Es una información que debíamos conocer y creo que acabas de facilitarnos la clave del caso. -Patrik no podía ocultar su excitación. Era tanto lo que aportaba aquella información… Empezó a darle vueltas a otras piezas del rompecabezas: la lista de delitos de Börje, las lesiones de Rasmus, la culpa de Elsa…, todo encajaba.

– ¿Puedo quedármelo? -preguntó agitando el documento.

– ¿No podría sacar una copia? -sugirió Sofie.

Patrik asintió.

– Por supuesto. Y, si tu padre se enfada contigo, dile que hable conmigo. No has hecho más que lo correcto.

Sacó una copia en la fotocopiadora del pasillo, le devolvió a Sofie el original y la acompañó a la salida. Patrik se quedó observándola un buen rato mientras se alejaba por la calle, cabizbaja y con las manos hundidas en los bolsillos. Parecía que se encaminaba a casa de Kerstin. Esperaba que así fuera. Se necesitaban más de lo que ellas mismas creían.

Con el triunfo en la mirada, entró en la comisaría para ponerlos a todos a trabajar. ¡Por fin! ¡Por fin tenían la clave!

Bertil Mellberg acababa de vivir la mejor semana de toda su vida. Apenas podía creerlo. Rose-Marie había dormido en su casa otras dos veces y, aunque la actividad nocturna empezaba a dejar su huella en forma de un par de profundas ojeras, valía la pena. Se sorprendía a sí mismo tarareando a veces e incluso dando saltitos de alegría. Claro que sólo cuando no lo veía nadie.

Rose-Marie era fantástica. No podía creer la suerte que había tenido. Que aquel milagro de mujer lo hubiese convertido en su elegido. No, sencillamente, no lo entendía. Y ya habían empezado a hablar del futuro. En efecto, ambos estaban conmovedoramente de acuerdo en que tenían un futuro juntos. Sobre ese particular no cabía la más mínima duda. Mellberg, que siempre había abrigado un sano escepticismo hacia la formalización de las relaciones, no podía ahora contenerse.

También habían conversado sobre el pasado. Él le había hablado de Simon y, lleno de orgullo, le mostró una foto de aquel hijo al que tan tarde había conocido en la vida. Rose-Marie comentó lo guapo que era, tan parecido a su padre, y le aseguró que tenía muchas ganas de conocerlo. Ella, por su parte, tenía dos hijas. Una vivía en Kiruna y la otra en Estados Unidos. Las dos tan lejos, se lamentó apenada mientras le mostraba una foto de los nietos norteamericanos. Quizá pudieran ir los dos a verlos en verano, sugirió Rose-Marie. Y él asintió entusiasmado. Estados Unidos… Siempre había deseado ir allí. A decir verdad, nunca había salido de Suecia. Haber cruzado el puente de Svinesund no contaba como viaje al extranjero, desde luego. Pero Rose-Marie lo abrió a un mundo nuevo. De hecho, estaba pensando en comprar un apartamento compartido en España, le confesó una noche en la cama, con la cabeza recostada en su brazo. Una casa blanca con escalinata y balcón, con vistas al mar, con piscina propia y una buganvilla trepando por la fachada y difundiendo su encantador aroma en la cálida noche estival. Mellberg se lo imaginaba a la perfección. Él y Rose-Marie sentados en el balcón al calor de la noche, abrazados, bebiendo de sendas copas heladas. Una idea empezó a germinar en su mente negándose a desaparecer. En la penumbra del dormitorio, se volvió hacia ella y le propuso emocionado que comprasen el apartamento a medias. Aguardó nervioso su reacción, que no fue, al principio, tan entusiasta como él esperaba, sino más bien preocupada. Le dijo que, en ese caso, tenían que arreglar muy bien los papeles para que no hubiera problemas de dinero entre ellos. No podían permitir tal cosa. Él sonrió y le besó la punta de la nariz. Se ponía tan bonita cuando estaba preocupada… Pero finalmente se pusieron de acuerdo y convinieron que así lo harían.

Y allí estaba Mellberg, sentado en su despacho, con los ojos cerrados, sintiendo la cálida brisa en sus mejillas y el aroma a loción solar y a melocotones frescos. Las cortinas aleteando con la perfumada brisa marina. Se vio a sí mismo inclinado sobre Rose-Marie, le levantaba el ala de la pamela y… Unos golpes en la puerta lo arrancaron de su ensoñación.

– Entra -ordenó irritado apresurándose a bajar las piernas de la mesa y fingiendo que ordenaba unos documentos que tenía esparcidos por encima-. Espero que sea importante, estoy muy ocupado -le dijo a Hedström cuando lo vio asomar por la puerta.

Patrik asintió y tomó asiento.

– Es muy importante -aseguró, dejando sobre la mesa la copia del documento que le había llevado Sofie.

Mellberg lo leyó. Y, por una vez, se mostró de acuerdo con Patrik.

– Había algo en la primavera que la llenaba de melancolía. Iba al trabajo y hacía lo que debía, luego volvía a casa, hablaba con Lennart y jugaba con los perros y se iba a la cama. Las mismas rutinas que el resto de las estaciones del año, pero justo en primavera solía invadirla la sensación de absurdo. En realidad, tenía una vida más que buena. Lennart y ella tenían una relación más estable y mejor que la mayoría de las parejas que conocía, los perros eran miembros de la familia muy queridos y, además, ambos compartían el interés por las competiciones de drag racing, que les permitía viajar por toda Suecia de una competición a otra y que les había procurado muchos amigos. En verano, otoño e invierno, aquello era más que suficiente. Sin embargo, por alguna razón, la primavera le hacía sentir que algo le faltaba. En primavera sentía con toda su fuerza el deseo de tener hijos. Ignoraba la razón. Quizá porque fue la estación en que sufrió el primer aborto. El 3 de abril, una fecha que siempre permanecería grabada a fuego en su corazón. Pese a que hacía ya más de quince años. Ocho abortos siguieron a aquel primero, incontables visitas al médico, exploraciones, tratamientos… Pero nada servía. Y al final, terminaron por aceptarlo. Y por sacar el mejor partido de la situación. Claro que también habían sopesado la posibilidad de adoptar, pero nunca se pusieron a ello. Se habían vuelto hipersensibles e inseguros después de tantos años de pérdidas y decepciones. No se atrevían a poner sus corazones en la balanza una vez más. Y pese a que la mayor parte del año consideraba que llevaban una buena vida, en primavera añoraba a todos sus hijos no nacidos. Sus niños y niñas que, por alguna razón, no se formaban ni para la vida en sus entrañas ni para la vida de fuera. A veces los imaginaba como angelitos, como seres diminutos que flotaban a su alrededor cual hojas al viento. Esos días no eran fáciles. Y hoy era uno de esos días.

Se enjugó las lágrimas e intentó concentrarse en la hoja de cálculo que tenía en la pantalla. Nadie de la comisaría conocía su tragedia personal, sólo sabían que ella y Lennart no tenían hijos, y Annika no quería que la vieran lamentarse. Entrecerró los ojos para enfocar bien las celdas y emparejar los datos. El nombre del propietario del perro en la celda de la izquierda y la dirección en la de la derecha. Le llevó más tiempo de lo que pensaba, pero por fin había averiguado la dirección de todos los nombres que figuraban en la lista. Annika guardó el documento en un disquete y lo sacó del ordenador. Los angelitos seguían flotando a su alrededor, le preguntaban cómo se habrían llamado, a qué habrían jugado juntos, qué habrían sido de mayores… Annika sentía que el llanto volvía a acosarla y miró el reloj. Las once y media. Ya podía ir a casa a almorzar. Sentía que necesitaba un rato de tranquilidad en casa. Pero antes iría a entregarle el disquete a Patrik. Sabía que quería tener la información lo antes posible.

En el pasillo se cruzó con Hanna y vio la posibilidad de evitarse la mirada escrutadora de Patrik.