Nadie se pronunció, de modo que Patrik dio por concluida la reunión y se marchó dispuesto a telefonear a Nyköping. Reinaba en la comisaría una especie de frenesí, una energía y una tensión renovadas. Era tan evidente que Patrik pensó que podría palparlo con la mano. Se detuvo en el pasillo, respiró hondo y entró para hacer aquella llamada.
Cuando iba a Italia a ver a la familia y los amigos, todos acostumbraban a hacerle siempre las mismas preguntas. ¿Cómo podía vivir a gusto en el frío norte? ¿No eran los suecos una gente muy rara? Por lo que ellos sabían, siempre estaban encerrados en sus casas y apenas hablaban con nadie. Además, no sabían entendérselas con el alcohoclass="underline" bebían como esponjas y siempre se emborrachaban. ¿Cómo quería vivir allí?
Silvio solía dar un trago de un buen vaso de vino tinto y contemplar unos segundos los olivares de su hermano antes de responder:
– Los suecos me necesitan.
Y, de hecho, era lo que sentía. Cuando, treinta años atrás, partió rumbo a Suecia, le pareció una aventura. La oferta de un trabajo temporal que le hizo la comunidad católica de Estocolmo le brindó la oportunidad que siempre había buscado, la oportunidad de conocer un país que siempre se le había antojado mítico y extraordinario. Una vez allí, quizá no le resultó tan extraordinario. Y era verdad que, el primer invierno, estuvo a punto de morir de frío, hasta que aprendió que, para salir a la calle en enero, debía ponerse tres capas de ropa. Pese a todo, fue un amor a primera vista. Se enamoró de la luz, de las comidas, de la fría apariencia y el interior ardiente de los suecos. Aprendió a apreciar y a comprender sus pequeños gestos, lo obsequioso de sus comentarios, la amabilidad discreta de que hacían gala los rubios hombres del norte. Aunque esto último no era del todo cierto. En realidad, se quedó muy sorprendido cuando aterrizó en tierra sueca y comprobó que no todos los suecos eran rubios de ojos azules.
En cualquier caso, allí permaneció. Después de diez años en la comunidad de Estocolmo, se le ofreció la posibilidad de dirigir su propia parroquia en Nyköping. Con el transcurso de los años había adquirido incluso cierto acento de Sórmland, mezclado con su sueco italianizado, y le encantaba comprobar el regocijo que semejante mezcla provocaba en su auditorio de vez en cuando. Reír era algo que los suecos hacían con poquísima frecuencia. Quizá el común de los mortales no asociara el catolicismo a la alegría y a la risa, pero para él la religión era eso precisamente. Si el amor a Dios no era luz y deleite, ¿qué podía serlo en la vida?
Aquello sorprendió a Elsa al principio. Elsa acudió a él quizá con la esperanza de encontrar allí cilicio y látigo. En cambio, halló una mano cálida y una mirada afable. Llegaron a conversar tanto sobre ello… Su sentimiento de culpa, su necesidad de verse castigada… A lo largo de los años, la fue guiando por todos los estratos de los conceptos de culpa y perdón. La parte más importante del perdón era el arrepentimiento. El arrepentimiento sincero. Y eso lo había sentido Elsa de un modo desmedido. Durante más de treinta años, había sentido arrepentimiento, cada día y cada segundo. Demasiado tiempo para llevar un yugo tan pesado. Silvio se alegraba de haber aligerado su carga levemente, para que pudiera respirar un poco, al menos durante unos años, hasta el día de su muerte.
Silvio frunció el entrecejo. Había pensado mucho en la vida de Elsa -y también en su muerte- desde que recibió la visita de los policías. En realidad, había pensado mucho en ello antes también, pero sus preguntas removieron una infinidad de sentimientos y de recuerdos. Sin embargo, la confesión era sagrada. El sacerdote no podía traicionar la confianza que los fieles depositaban en él. Y lo sabía. Aun así, las ideas giraban en su cabeza, el anhelo de romper una promesa a la que estaba obligado por Dios. Pero sabía que era imposible.
Cuando sonó el teléfono que tenía en el escritorio, supo instintivamente quién llamaba. Respondió con una mezcla de esperanza y de angustia.
– Aquí Silvio Mancini.
Sonrió al oír la voz del policía de Tanumshede. Escuchó un buen rato lo que Patrik Hedström tenía que decirle y, finalmente, respondió al tiempo que meneaba la cabeza:
– Lo siento, me es imposible desvelar lo que Elsa me confió.
– Lo sé, está sujeto al voto de silencio.
El corazón le latía acelerado en el pecho. Por un instante, creyó ver a Elsa en la silla de enfrente. Tan erguida, con su melena corta de color gris ceniciento y aquella delgadez. Silvio intentó hacerla engordar un poco a base de pasta y de galletas, pero nada parecía arraigar en sus huesos. Elsa lo contemplaba con dulzura.
– Lo siento muchísimo, pero no puedo. Tendrán que encontrar otras vías para… Elsa asentía animándolo desde la silla y Silvio trató de comprender qué deseaba transmitirle. ¿Acaso quería que hablase? No servía de nada, pues le era imposible. Elsa seguía observándolo y, de repente, tuvo una idea. Muy despacio, le dijo a Patrik:
– No puedo revelar lo que Elsa me dijo, pero sí lo que es conocido por todos. Elsa era de su región. Era de Uddevalla.
Desde su lugar en la silla de enfrente, Elsa le sonrió antes de desaparecer. Silvio sabía que no había sido real, sino producto de su imaginación. Pero fue un alivio verla.
Cuando colgó el auricular, se sintió en paz. No había traicionado a Dios, y tampoco había traicionado a Elsa. El resto era cosa de la policía.
Erica comprendió que algo había ocurrido en cuanto Patrik cruzó la puerta. Caminaba con paso ligero y con los hombros relajados.
– ¿Te ha ido bien hoy? -preguntó cauta acercándosele con Maja en brazos. La pequeña se echó radiante en sus brazos y Patrik la cogió.
– Sí, hoy ha ido estupendamente -respondió dando unos pasos de baile con su hija. Maja se rió tanto que le entró hipo. Papá era tan divertido que era para morirse de risa. Y ella lo sabía desde muy temprana edad.
– Cuéntame -le pidió Erica y entró en la cocina para terminar de preparar la cena, seguida de Patrik y Maja. Anna, Emma y Adrian estaban viendo en la tele Bolibompa, y lo saludaron abstraídos con la mano. El oso Björne reclamaba toda su atención.
– Hemos encontrado la conexión -dijo Patrik dejando a Maja en el suelo. La pequeña se quedó allí un momento, debatiéndose entre su padre y Björne, pero al final se decidió por el más peludo de los dos y se marchó gateando en dirección a la tele-. Siempre me deja, siempre voy en segundo lugar -suspiró melodramático mirando a Maja.
– Eh, pero para mí sigues siendo el número uno -dijo Erica abrazándolo largamente antes de volver a los preparativos de la cena. Patrik se sentó a mirarla.
Erica carraspeó y lanzó una mirada elocuente hacia las verduras que había en la encimera.
Patrik se levantó de un salto y empezó a cortar el pepino para la ensalada.
– Ordéname que salte y sólo te preguntaré a qué altura -aseguró entre risas y se hizo a un lado para esquivar un amago de patada que Erica fue a darle en broma.
– Espera y verás, a partir del sábado, el látigo restallará en esta casa con renovada intensidad -repuso Erica intentando en vano infundir temor. Sólo de pensar en la boda, se ponía de buen humor.
– Pues a mí me parece que restalla bastante bien ya -le dijo inclinándose para besarla.
– ¡Eh, parad ya! -se oyó gritar a Anna desde la sala de estar-. ¡Os oigo besaros, muac, muac! Que sepáis que aquí hay menores.
– Ejem… Quizá deberíamos dejarlo para más tarde -propuso Erica guiñándole un ojo a Patrik-. Bueno, a ver, cuéntame las novedades.
Patrik le expuso brevemente lo que habían averiguado y la sonrisa se borró del rostro de Erica. Era tan trágico, tanta muerte y, pese a que la investigación había experimentado un avance significativo, comprendía que iba a resultar difícil también en lo sucesivo.