Patrik guardó silencio unos minutos.
– ¿Por qué nadie fue hasta el fondo de aquel asunto?
Gösta no respondió enseguida, parecía afligido.
– El testigo era una señora mayor-dijo al cabo-. Estaba algo mal de la cabeza, a decir de la gente. Se pasaba los días sentada junto a la ventana con los prismáticos y, de vez en cuando, decía que había visto alguna cosa rara.
Patrik enarcó una ceja y adoptó una expresión inquisitiva.
– Monstruos marinos y cosas así -explicó Gösta, aún muy apurado. Para ser sincero, él había pensado en aquello más de una vez, en aquellos dos mellizos cuyos cuerpos nunca rescataron de las aguas, pero siempre terminaba por apartar de sí el recuerdo, procurando convencerse de que fue un trágico accidente y nada más-. Después de hablar con Hedda, la madre -continuó-, me costó creer que hubiese ocurrido de un modo distinto al que ella nos describió. Estaba desesperada, destrozada. No existía razón alguna para creer… -No concluyó la frase y se sentía incapaz de mirar a Patrik a la cara.
De pronto, a Patrik se le encendió una bombilla.
– Te refieres a Hedda la de Kalvó. -El mismo no comprendía cómo no se le había ocurrido antes relacionarlo, pero ignoraba que Hedda hubiese tenido dos hijos. Lo único que había oído decir de ella era que sufrió dos tragedias en su vida y, desde entonces, había perdido la cabeza por el consumo de alcohol-. O sea que tú crees…
Gösta se encogió de hombros.
– No sé lo que creo, pero es una extraña coincidencia. Y la edad encaja. -Calló, como para dejar que Patrik reflexionara.
– ¿Sabes qué te digo? Vamos a ir a hablar con ella -decidió finalmente.
Gösta asintió sin más.
– Podemos coger nuestro bote -propuso Patrik poniéndose de pie. Gösta seguía cabizbajo. Patrik se volvió hacia él y le dijo-: Gösta, aquello pasó hace muchos años. Y no puedo asegurar que yo no hubiese llegado a la misma conclusión. Seguramente, habría procedido como tú. Además, tampoco eras el jefe.
Gösta no estaba seguro de que Patrik no hubiese actuado de modo distinto. Y, claro, él habría podido presionar un poco más al que, a la sazón, era su superior. Pero lo hecho, hecho estaba y no merecía la pena seguir dándole vueltas.
– ¿Estás enferma? -Lars se sentó preocupado en el borde de la cama y posó una mano fresca sobre su frente-. ¡Pero si estás ardiendo! -exclamó y la tapó con el edredón hasta la barbilla. Hanna empezó a temblar y experimentaba aquella sensación extraña de tener frío al mismo tiempo que no dejaba de sudar.
– Déjame sola -le dijo antes de darse media vuelta en la cama.
– Sólo quiero ayudarte -respondió Lars un tanto herido y apartó la mano que descansaba sobre el edredón.
– Ya me has ayudado bastante -replicó Hanna con amargura, sin dejar de castañetear los dientes.
– ¿Te has dado de baja en el trabajo? -Lars se sentó de espaldas a ella y miró por la cristalera del balcón. Era tal la distancia que los separaba que se diría que estuviesen cada uno en un continente. Algo le encogía el corazón. Parecía miedo, pero un miedo tan profundo, tan penetrante que no podía recordar cuándo fue la última vez que sintió algo parecido. Respiró hondo-. Si cambiara de idea con respecto a lo de los hijos, ¿modificaría algo las cosas?
El castañeteo cesó por un instante. Hanna se incorporó en la cama con esfuerzo y apoyó la espalda en los almohadones, aunque siguió tapada hasta la barbilla. Temblaba tanto, que la cama vibraba bajo el peso de los dos. Era tal la preocupación de Lars que habría podido tocarse con la mano. Como siempre que Hanna enfermaba. Si era él quien caía enfermo, no le importaba lo más mínimo, pero cuando era Hanna, se sentía morir.
– Eso lo cambiaría todo -aseguró Hanna mirándolo con ojos enfebrecidos-. Lo cambiaría todo -reiteró. Pero, tras un instante, añadió-: O… ¿lo cambiaría de verdad?
Lars volvió a darle la espalda y se concentró en el tejado del vecino.
– Seguro que sí -sostuvo al fin, aunque él mismo dudaba de estar diciendo la verdad-. Sí que lo cambiaría todo.
Se dio media vuelta. Hanna se había dormido. Se quedó contemplándola unos minutos. Al cabo de un rato, salió del dormitorio sin hacer ruido.
– ¿Sabrás llegar? -le preguntó Patrik a Gösta cuando salían del embarcadero de Badholmen.
Gösta asintió.
– Sí, claro que sé llegar.
Guardaron silencio durante la travesía hasta Kalvó. Cuando por fin echaron amarras en el pequeño muelle desvencijado, la cara de Gösta estaba de un gris ceniciento. Había vuelto a la isla en varias ocasiones desde aquel día de hacía treinta y siete años, pero siempre que regresaba acudía a su memoria aquella primera visita.
Subieron despacio hacia la cabaña, que estaba en la cima de la isla. Se veía claramente que llevaba mucho tiempo desatendida y la pequeña porción de césped que la rodeaba aparecía cubierta de maleza y plantas silvestres. Por lo demás, no había más que granito hasta donde alcanzaba la vista, aunque tras un análisis más detenido se observaban, entre las grietas, pequeños brotes que aguardaban la llegada del calor para despertar. Era una casa blanca con grandes trozos desconchados bajo los cuales se adivinaba una madera gris maltratada por el viento. Los listones del tejado estaban sueltos y ladeados y aquí y allá se atisbaba un agujero, como en una boca con pocos dientes.
Gösta había encabezado la marcha y llamó a la puerta con unos golpecitos discretos. Sin respuesta. Volvió a llamar, más fuerte esta vez.
– ¿Hedda? -Aporreó con el puño, con más fuerza a cada golpe, pero al cabo de unos minutos, intentó abrir. No estaba cerrado con llave y se abrió sin oponer resistencia.
Acababan apenas de entrar cuando ambos se llevaron la mano a la nariz para defenderse del hedor. Era como entrar en una pocilga. Había basura por doquier, restos de comida, periódicos atrasados y, sobre todo, botellas vacías.
– ¿Hedda? -gritó Gösta avanzando despacio por el vestíbulo. Nadie respondía-. Voy a echar un vistazo a ver si la encuentro -dijo.
Patrik no podía hablar y asintió con la cabeza. El que hubiese personas capaces de vivir de aquel modo era algo que escapaba a su razón.
Tras unos minutos de búsqueda, Gösta volvió y le hizo a Patrik una seña para que lo acompañase.
– Está en la cama. Totalmente fuera de combate. Tendremos que intentar despabilarla. ¿Preparas tú el café?
Patrik contempló desorientado la cocina. Al final, dio con una lata llena de café en polvo y un cazo vacío. Le dio la impresión de que sólo se usaba para hervir agua: a diferencia del resto del menaje de cocina, tenía un aspecto más o menos limpio.
– Vamos, ven aquí. -Gösta se presentó en la cocina arrastrando lo que más que una mujer parecía una piltrafa. Hedda emitía un murmullo espeso, pero logró con apuros ir poniendo un pie delante del otro hasta la silla a la que Gösta la dirigía. La mujer se desplomó en el asiento, extendió los brazos sobre la mesa, apoyó en ellos la cabeza y se puso a roncar sin más dilación-. Hedda, no te duermas otra vez, tienes que despertarte. -Le zarandeó el hombro con delicadeza, pero ella no reaccionó. Señaló con la cabeza el cazo del fogón donde ya hervía el agua-. Café -dijo.
Patrik se apresuró a servir uno en la taza menos mugrienta que encontró. A él no le apetecía lo más mínimo.
– Hedda, tenemos que hablar contigo -insistió Gösta.
La mujer respondió con el mismo murmullo ininteligible, pero se incorporó despacio y, balanceándose levemente de un lado a otro, intentó fijar la mirada.
– Somos de la policía de Tanumshede. Patrik Hedström y Gösta Flygare. Tú y yo nos hemos visto ya en varias ocasiones. -Gösta articulaba de forma exagerada a fin de conseguir que al menos algo de lo que decía penetrase en la conciencia de aquella mujer.
Le indicó a Patrik por señas que se acercase y tomase asiento, y ambos se colocaron enfrente de Hedda. El hule de la mesa, que en su día lució un estampado de rosas sobre fondo blanco, estaba ahora lleno de restos de comida, migas y grasa hasta el punto de que apenas se distinguía el dibujo. E igual de difícil resultaba imaginar cuál habría sido el aspecto de Hedda en el pasado. El alcohol le había destrozado el cutis dejándolo cuarteado y surcado de profundas arrugas y toda ella parecía recubierta de una gruesa capa homogénea de grasa. El cabello, que un día fue rubio, sin duda, colgaba ahora gris y enmarañado en una cola de caballo recogida en la nuca. Y, seguramente, llevaba mucho tiempo sin lavárselo. Vestía una rebeca repleta de agujeros que daba la impresión de haber sido adquirida cuando era mucho más delgada. Le quedaba estrecha de hombros y de cuerpo.