Durante la travesía de regreso guardaron el mismo silencio que en el viaje de ida. Sin embargo, en esta ocasión, el silencio se percibía impregnado de conmoción y de dolor. Dolor por lo frágil e insignificante que resultaba a veces el ser humano. Conmoción por la trascendencia que sus errores podían llegar a alcanzar. Patrik se imaginó a Hedda errabunda por Uddevalla, buscando a unos hijos que, en un ataque de resignación, cansancio y síndrome de abstinencia, le había entregado a una completa desconocida. Sintió el pánico que debió de experimentar cuando comprendió que no encontraría a sus hijos. Y la desesperación que la impulsó a decir que se habían ahogado en lugar de admitir que se los había dejado a una extraña.
Cuando Patrik amarró el viejo bote al pontón del muelle, rompieron el silencio.
– Bueno, pues ahora ya lo sabemos -dijo Gösta, aún con sentimiento de culpa.
Patrik le dio una palmadita en el hombro cuando se encaminaron al coche.
– Tú no podías saberlo -lo consoló.
Gösta no respondió y Patrik sospechaba que nada de lo que dijese podría mitigar sus remordimientos.
– Hemos de averiguar cuanto antes qué fue de los niños -observó Patrik mientras conducían rumbo a Tanumshede.
– ¿Seguimos sin tener noticias de los Servicios Sociales de Uddevalla?
– No, no creo que resulte fácil rescatar información tan antigua. Pero ha de estar en algún lugar. Dos niños de cinco años no pueden desaparecer sin más.
– ¡Qué vida más desgraciada la de esa mujer!
– ¿Te refieres a Hedda? -preguntó Patrik, aunque sabía perfectamente que era en ella en quien Gösta pensaba.
– Sí. Figúrate, vivir toda la vida con esa culpa. Toda la vida.
– No es de extrañar que haya intentado anestesiarse como ha podido -observó Patrik.
Gösta no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, hasta que preguntó:
– Y ahora ¿qué hacemos?
– Hasta que sepamos adonde fueron a parar los niños, seguiremos trabajando con lo que tenemos. Sigrid Jansson, los pelos del galgo español hallados en el cadáver de Lillemor… Trataremos de encontrar la conexión entre las distintas ciudades.
Giraron para entrar en el aparcamiento de la comisaría y, abatidos por la pesadumbre, enfilaron hacia la entrada. Patrik se detuvo un instante en la recepción para comunicarle a Annika lo que había sucedido y se encerró en su despacho. Aún no se sentía con fuerzas para contárselo a los demás.
Sacó la fotografía de la cartera con mucho cuidado y se sentó a observarla. Los ojos de los mellizos lo miraban inescrutables.
Al final ella cedió. Solo una vuelta. Sólo una breve excursión a lo grande, a lo desconocido. Luego volverían a casa y él dejaría de preguntar.
Y él asintió ansioso. Tenía unas ganas locas. Miró de reojo a su hermana y comprobó que en ella latía el mismo anhelo ante lo que los aguardaba.
Se preguntó qué verían. Cómo sería el mundo de fuera. Más allá del bosque. Una idea lo acosaba. ¿Y la otra? ¿Estaría ahí fuera la otra? La mujer de la voz dura. ¿Sentiría el olor que aún flotaba en su nariz, aquel olor fresco y salado? Y la sensación del balanceo de un bote, y el sol bañando el mar, y los pájaros sobrevolándolos y… Era incapaz de decidirse por una de tantas expectativas e impresiones. Sólo podía pensar en una cosa. Podrían salir con ella. Al mundo de allá fuera. No le costaba lo más mínimo prometerle que, a cambio, no volvería a pedírselo. Una vez bastaría. Estaba totalmente convencido. Una sola vez, para que pudiera ver lo que había fuera, para que su hermana y él lo supieran. Era lo único que pedía. Una vez.
Les abrió la puerta del coche y, con una expresión amarga, los vio sentarse detrás. Les ajustó los cinturones de seguridad y se sentó al volante meneando insatisfecha la cabeza. El rió, lo recordaba, una risa chillona e histérica, cuando todo aquel deseo contenido halló por fin una vía de escape.
Después de tomar la curva, salieron a la carretera y miró a su hermana un segundo. Luego le cogió la mano. Estaban en camino.
Patrik tenía en la pantalla la lista de los dueños de galgos españoles y la estudiaba con detenimiento una vez más. Había informado a Martin y a Mellberg de lo que Gösta y él habían averiguado en Kalvó y le pidieron a Martin que llamase para apremiar a los Servicios Sociales de Uddevalla a que localizasen cuanto antes algo más de información sobre los mellizos. Por lo demás, no tenían mucho con lo que trabajar. Ya disponía de todos los documentos sobre el accidente en el que Elsa Forsell acabó con la vida de Sigrid Jansson, pero no encontró en ellos nada que les permitiese avanzar.
– ¿Qué tal va eso? -preguntó Gösta asomado a la puerta.
– De puta pena -respondió Patrik arrojando el bolígrafo que tenía en la mano-. Estamos estancados y así seguiremos hasta que averigüemos algo más sobre los niños. -Dejó escapar un suspiro, se pasó las manos por el pelo y las dejó cruzadas en la nuca.
– ¿Hay algo que yo pueda hacer? -quiso saber Gösta solícito.
Patrik lo miró perplejo. No era habitual que Gösta acudiese a él para pedir que le diese trabajo. El comisario reflexionó un instante.
– He revisado la lista de los dueños de perros cientos de veces. Al menos, ésa es la sensación que tengo. Pero no encuentro la menor conexión con nuestro caso. ¿Podrías repasarla tú una vez más? -Le pasó el disquete a Gösta, que lo atrapó al vuelo.
– Claro -respondió.
Cinco minutos más tarde volvió Gösta con el desconcierto pintado en el semblante.
– ¿No habrás borrado una línea? -preguntó suspicaz.
– ¿Que si la he borrado? No, ¿por qué?
– Porque cuando hice la lista, se componía de ciento sesenta nombres. Y ahora sólo hay ciento cincuenta y nueve.
– Pregúntale a Annika, ella fue la que emparejó los nombres con las direcciones. Quizá borró alguno sin darse cuenta.
– Ajá… -replicó Gösta escéptico antes de ir en busca de la recepcionista. Patrik se levantó y lo siguió.
– Voy a comprobarlo -dijo Annika mientras buscaba en la hoja de Excel que tenía guardada en el ordenador-. Pero vamos, que yo también creo recordar que había ciento sesenta. Una cifra redonda. -Fue mirando las carpetas hasta que dio con la que buscaba.
– Míralo, ciento sesenta -confirmó volviéndose hacia Patrik y Gösta.
– Pero, entonces no lo entiendo -dijo Gösta mirando el disquete que tenía en la mano. Annika lo cogió y lo introdujo en su ordenador, abrió también el otro documento y los colocó uno junto al otro para compararlos. Cuando localizaron el nombre que faltaba en el documento del disquete, un clic resonó en la cabeza de Patrik. Dio media vuelta, echó a correr pasillo adentro hasta su despacho y se quedó mirando el mapa de Suecia. Uno tras otro, fue observando los alfileres que señalaban las ciudades de las víctimas y, lo que hasta ahora había sido un patrón indescifrable, empezó a presentársele con más claridad. Gösta y Annika lo habían seguido desconcertados y ahora lo miraban presas de la más absoluta perplejidad, al ver cómo iba sacando del cajón y arrojando un papel tras otro.
– ¿Qué buscas? -le preguntó Gösta, pero Patrik no respondió. Los papeles seguían posándose en el suelo como una alfombra. En el último cajón, encontró por fin lo que buscaba. Se puso de pie muy tenso y, con el documento en la mano, fue leyendo y colocando nuevos alfileres en el mapa. Poco a poco, junto a cada una de las ciudades marcadas fue clavando un nuevo alfiler. Cuando hubo terminado, se dio la vuelta.