– Sí, son cosas que pasan.
– Según nuestra primera estimación, había alcohol de por medio. La conductora apestaba a vodka.
– ¡Joder! ¿Te dijo Patrik si tenía antecedentes en ese sentido?
– Pues no, no daba esa impresión. Y él conocía a la víctima. Se trata de una mujer que, al parecer, tenía un comercio en la calle Affarsvägen. Marit, si no recuerdo mal.
– ¡Menuda pu…! -exclamó Mellberg rascándose reflexivo el cabello que llevaba enroscado sobre la calva-. ¿Marit? Jamás lo habría creído de ella. -Mellberg carraspeó ligeramente-. En cualquier caso, espero que no hayas tenido que ir a darles la noticia a los familiares en tu primer día, ¿no?
– No -respondió Hanna bajando la vista-. Patrik y un chico pelirrojo algo más joven se encargaron de eso.
– Sí, es Martin Molin -aclaró Mellberg-. ¿No os ha presentado Patrik?
– No, me figuro que se le olvidó. Sospecho que tenía la mente ocupada con lo que les esperaba.
– Vaya -respondió Mellberg pensativo. Siguió un largo silencio que rompió con un nuevo carraspeo-: Bueno, pues muy bien. Bienvenida a la comisaría de Tanumshede. Espero que estés a gusto aquí. Por cierto, ¿cómo te has organizado el alojamiento?
– Lars, mi marido, y yo hemos alquilado una casa en la zona, enfrente de la iglesia. La verdad es que nos mudamos hace ya una semana y hemos intentado instalarnos en la medida de lo posible. La casa se alquilaba amueblada, pero queremos organizaría a nuestro gusto.
– Y tu marido, ¿a qué se dedica? ¿También él tiene trabajo aquí?
– Aún no -respondió Hanna bajando la vista de nuevo y retorciéndose las manos con nerviosismo.
Mellberg resopló despectivo para sus adentros. O sea, que estaba casada con uno de esos tíos, un cerdo sin empleo que permitía que lo mantuviese su mujer. En fin, algunos sabían montárselo bien.
– Lars es psicólogo -explicó Hanna, como si acabase de oír lo que pensaba Mellberg-. Y está buscando trabajo, pero la oferta en esta zona no es muy amplia. De modo que, mientras encuentra algo, está escribiendo un libro. Un libro divulgativo. Y además, trabajará unas horas por semana como psicólogo de los participantes de Fucking Tanum.
– Ajá -respondió Mellberg en un tono que indicaba que ya hacía rato que había perdido el interés por el trabajo de su marido-. En fin, reitero mi bienvenida. -Dicho esto, se puso en pie para indicarle que, una vez despachadas las formalidades, podía marcharse.
– Gracias -respondió Hanna.
– Cierra la puerta al salir -le dijo Mellberg. Por un instante, creyó advertir una sonrisa en los labios de la mujer, pero se habría confundido. La nueva policía parecía sentir un gran respeto por su persona y por su trabajo. De hecho, así se lo había dicho, más o menos, y gracias a su profundo conocimiento del ser humano, Mellberg estaba en condiciones de asegurar cuándo la gente era sincera y cuándo no. Y Hanna había sido muy sincera.
– ¿Qué tal te ha ido? -le preguntó Annika en un susurro unos segundos más tarde en su despacho.
– Bueno -respondió Hanna exactamente con la sonrisa divertida que Mellberg creyó no haber visto-. Un verdadero… personaje, diría yo -continuó mientras meneaba la cabeza.
– Un personaje. Sí, creo que se lo puede llamar así -admitió Annika entre risas-. De todos modos, parece que tú sabes llevarlo. No le aguantes ningún desmán, es mi consejo. Si cree que puede hacer lo que quiera contigo, estás perdida.
– Te aseguro que he conocido a algún que otro Mellberg en mi vida, así que creo que sé cómo manejarlo -respondió Hanna. Annika no dudó ni un momento de que fuese verdad-. Hay que adularlo un poco, fingir que haces exactamente lo que te diga, pero hacer luego lo que uno considere mejor. Si el resultado es bueno, se comportará como si hubiese sido idea suya desde el principio, ¿me equivoco?
– No, acabas de dar la receta perfecta de cómo se trabaja a las órdenes de Mellberg -confirmó Annika riendo, antes de retirarse a su mesa de la recepción. Estaba claro que no iba a tener que preocuparse de aquella joven. Curtida, inteligente y valiente como ella sola. Sería un placer ver cómo se las arreglaba con Mellberg.
Dan ordenaba desolado las habitaciones de las niñas. Como de costumbre, habían dejado sus dormitorios en tal estado que parecía que hubiese caído una bomba de las pequeñas. Sabía que debería esforzarse por educarlas para que recogieran sus cosas, pero el tiempo que pasaba con ellas era demasiado precioso. Las tenía en casa los fines de semana alternos, y quería aprovechar al máximo aquellas horas, en lugar de malgastarlas en discusiones y peleas. Sabía que no hacía lo correcto, que debería asumir su papel de educarlas en lugar de dejarle toda la responsabilidad a Pernilla, pero el fin de semana pasaba tan rápido… como los años, que también parecían volar a una velocidad aterradora. Belinda había cumplido ya los dieciséis y se estaba haciendo mayor, y Malin, que tenía diez, y Lisen, de siete, crecían a tal ritmo que a veces tenía la sensación de no ser consciente. Tres años después de la separación, aún lo abrumaba la culpa como si fuera un bloque de piedra inmenso. Si no hubiese cometido aquel error fatal, quizá ahora no se vería así, recogiendo la ropa y los juguetes de las niñas en una casa tan vacía que sólo se oía el resonar del eco. Quizá también hubiese sido un error quedarse en la casa de Falkeliden. Pernilla se había mudado a Munkedal, para tener a su familia más cerca, pero Dan no quería que las niñas perdieran también la casa. De modo que trabajaba, ahorraba y luchaba para que sus hijas se sintieran en casa cada dos fines de semana. Aunque aquello dejaría de funcionar muy pronto. Los gastos de la casa lo estaban arruinando. En un plazo de seis meses, como máximo, se vería obligado a tomar una decisión. Se desplomó en la cama de Malin, con la cabeza entre las manos.
El teléfono, que estaba encima de la cama de su hija, lo sacó de sus cavilaciones.
– Hola.
– …
– ¡Vaya! Hola, Erica.
– …
– Sí, es un poco duro. Las niñas se fueron ayer por la tarde.
– …
– Ya, ya sé que vendrán otra vez dentro de una semana, pero me parece una eternidad. Bueno, dime, ¿cómo estás tú?
Dan la escuchó con atención. La preocupación que reflejaba su semblante antes de la llamada se agravó más aún.
– ¿Tan mal están las cosas? Bueno, si hay algo que yo pueda hacer, dímelo.
Continuó escuchando a Erica hasta que, finalmente, le respondió:
– Pues… sí que puedo, claro. Si crees que servirá de algo.
– …
– Bien, entonces, saldré ahora mismo.
Dan colgó el auricular y permaneció un rato sentado, sumido en honda reflexión. No sabía si, realmente, podía contribuir en algo, pero cuando Erica le pedía ayuda, no se lo pensaba un momento. Hubo un tiempo ya lejano en el que fueron pareja, aunque desde hacía muchos años eran sólo muy buenos amigos. Además, Erica le había ayudado durante su separación de Pernilla, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. También Patrik se había convertido en buen amigo suyo, y Dan los visitaba a menudo.
Se puso el anorak y salió con el coche. No le llevó más de unos minutos llegar a casa de Erica, que le abrió enseguida.
– Hola, entra -le dijo dándole un abrazo.
– ¡Hola! ¿Dónde está Maja? -Dan miró con interés a su alrededor en busca de la pequeña, que se había convertido en su bebé favorito. Y le gustaba creer que Maja también lo miraba con buenos ojos.
– Está durmiendo, sorry -respondió Erica riendo. Sabía que su princesita suscitaba en Dan más interés que ella, con creces.
– Bueno, intentaré subsistir sin hacerle cosquillas en el cogote.
– No creas, no tardará en despertarse. Venga, entra. Anna está en el dormitorio. -Erica señaló el piso de arriba.