En una o dos ocasiones intentó disuadirla.
– No soy el único chico del mundo, Elsie. Quizás encuentres a alguien mejor.
– ¿Qué bobadas dices? Tú eres mi tesoro.
– Puede que yo sí encuentre a alguien mejor -repuso Norman en tono ligero, aunque no completamente en broma.
Ella le hacía pasar un infierno siempre que decía esas cosas. Un hombre mayor habría aprovechado alguna de esas rabietas como excusa para dejarla; pero él era un chico de diecinueve años, fiel practicante, que se sentía a un tiempo halagado y atrapado por la devoción de Elsie. Lo que quizás explique por qué la idea de una granja avícola lejos de Londres fue tan bien recibida tanto por Norman como por su padre. Esperaba que un poco de aire puro le aclarara las ideas.
Adquirió un terreno en Blackness Road, en Crowborough, Sussex, y se instaló el 22 de agosto de 1921. Con la esperanza de que la empresa empezara con buen pie bautizó el lugar como Granja Avícola Wesley. John Wesley era el fundador de la Iglesia metodista.
Norman se alojaba allí. Durante el día construía corrales y cobertizos para los pollos. Fue un septiembre caluroso y el trabajo era duro. Su único transporte era la bicicleta e intentaba gastar 10 menos posible.
Además de la tierra tenía que adquirir madera y alambre, y reservar el dinero suficiente para los pollos. Todo eso significaba que pasaba la mayor parte del tiempo solo y que nunca se regalaba una noche de diversión.
Echaba de menos a Elsie, por supuesto. Ella le escribía todos los días para que no la olvidara. «Mi queridísimo Norman…» «Cielo, cuánto te adoro…» «¿Piensas en mí tanto como yo en ti, tesoro…?» «¿La ausencia hace que quieras más a tu amorcito…?»
La respuesta era sí. Cada viernes por la tarde recorría en bicicleta los ochenta kilómetros que le separaban de Kensal Rige para pasar eclass="underline" fin de semana con ella.
Pero el trayecto era agotador, y le advirtió que se vería obligado a dejar de hacerlo cuando tuviera las aves.
– No podré abandonarlos, Else. Los sábados y domingos también necesitarán comida y agua, como cualquier otro día.
Al ver que ella ahogaba un sollozo, le dijo que planeaba construir una cabaña para vivir.
– Nada del otro mundo -le explicó-. Treinta metrospor diez, pero hay un pozo y puedo colocar una cama en una de las paredes. Cocinaré en un hornillo y me alumbraré con velas cuando oscurezca.
Elsie dijo que sonaba romántico.
Norman sacudió la cabeza.
– Así es como vivían los chicos en las trincheras. Unas condiciones duras… pero resultará más barato que pagar por una habitación. Iré ampliándola a medida que las cosas mejoren y algún día será una casa de verdad.
Ella ya empezaba a anticiparse.
– Puedo visitarte los fines de semana.
– Todavía no está construida.
– Iré en tren y luego andando desde la estación.
– No puedes quedarte a pasar la noche, Elsie. No está bien visto.
– ¡Ya lo sé, bobo! -Ella le dio un puñetazo en el brazo, bromeando-. Dormiré en una pensión y pasaré el día contigo. Nos divertiremos, cielito. Yo me ocuparé de la cocina mientras tú cuidas de los pollos. Podemos fingir que estamos casados.
Lo cierto es que dicho así parecía incluso romántico. Y Norman se sentía solo. La gente de Sussex desconfiaba de los forasteros y los amigos que su padre le había prometido no surgían. Hasta el momento, la única recompensa por «desplegar las alas» era el trabajo duro. Y el trabajo duro reportaba poca alegría cuando no había nadie con quien compartirlo.
En cualquier caso, era un hombre joven y saludable, y, a pesar de sus fuertes convicciones religiosas, la idea de estar a solas con una mujer le excitaba.
Construyó la cabaña en la misma línea que la granja. Las paredes estaban hechas de madera, y los techos altos e inclinados conferían sensación de espacio al interior. Dos vigas, una sobre otra, cruzaban el centro para dar estabilidad a la estructura. En un lado, un colchón sobre una tarima servía de cama por la noche y de sofá durante el día. En el otro extremo, un ventanuco dejaba entrar un poco de luz.
Amuebló la habitación para hacerla más acogedora. Una mesa y dos sillas, un hornillo de petróleo, una jofaina de porcelana para el aseo y una alfombra para el suelo. Pero aparte de eso, era tal y como le había prometido a Elsie. Una vida dura, incómoda, que empeoró debido al frío a medida que se acortaban los días y llegaba el invierno.
Se negó a permitir que Elsie le visitara hasta la primavera de 1922. «El tiempo es demasiado malo -le escribió-. Resulta muy difícil caldear el lugar y la mayoría de días no me molesto en lavarme. Incluso a veces creo que los pollos viven mejor que yo. Al menos pueden acurrucarse unos con otros.»
Le ocultó el hecho de que la granja no iba bien. Eran pocas las gallinas que daban huevos. Algunas eran demasiado jóvenes, otras muy viejas, pero a la mayoría las afectaba la lluvia. Un lugareño le advirtió que el mal tiempo provocaría que las aves no pusieran huevos durante al menos dos meses.
Norman estaba sorprendido.
– No puedo permitirme esperar tanto -dijo él-. Necesito algo que vender. Si las cosas siguen así, me moriré de hambre.
El individuo se encogió de hombros.
– Has empezado la granja avícola en mal momento, chico. A las gallinas no les gusta el invierno. Ahora los huevos son escasos, pero en cuanto llegue la primavera tendrás más de los que puedes vender. Tendrás suerte si cubres el coste del pienso.
– ¿Y de qué voy a vivir?
– ¿A base de huevos? -sugirió el hombre con un atisbo de humor negro-. Llegarás a odiar su sabor… pero te mantendrán el estómago lleno.
3
Granja avícola Wesley, Blackness Road. Verano de 1922
A Elsie le encantaba la cabaña de Norman. Nunca había sido tan feliz como durante los fines de semana que pasó en la granja. Alquiló una habitación en casa de los señores Cosham, situada en la misma carretera, e iba andando hasta el terreno todos los días. Colaboraba en dar de comer a las aves y recoger los huevos, pero se negaba a limpiar los gallineros.
– El olor me pone enferma -le dijo a Norman-. Y no puedo volver a Londres apestando a gallinas.
A Norman no le importaba. Se conformaba con tenerla allí, aunque fuera sin hacer nada. La alegría de Elsie era contagiosa y él empezó a creer que el proyecto llegaría a buen puerto después de todo. Ciertamente, los gallos y las malditas gallinas estaban haciendo un buen trabajo y producía más huevos. de los que podía vender. Ahora tenía un buen número de pollitos a los que engordar y vender.