Elsie le preguntó cómo pensaba matarlos.
– Les partiré el cuello -dijo él.
– Papá dice que en Escocia su madre lo hacía con un cuchillo.
– No quiero que las plumas se manchen de sangre.
– ¿No tienes que desplumarlos, tesoro? ¿Quién va a comprar un pollo que no esté desplumado?
– Sólo hay que quitar las plumas del cuerpo, Else. La cabeza y el cuello se dejan como están para que el carnicero pueda colgarlos sobre el mostrador. Tienen peor aspecto si están cubiertos de sangre.
Ella se agachó para contemplar a un grupo de suaves pollitos.
– Pobrecitos.
– Pobre de mí, querrás decir -dijo Norman-. Desplumaré hasta en sueños si el negocio despega. Las plumas se arrancan con facilidad si el cuerpo aún está caliente, pero incluso así el trabajo es duro.
– Habrá un montón de plumas, cielito. ¿Qué piensas hacer con ellas?
– No lo sé -dijo él, paseando la mirada por el campo-. Quemarlas tal vez. El olor inundará todos los rincones, pero al menos me libraré de ellas.
Tenía un buen problema con la paja sucia de los gallineros. Su intención era pudrirla para luego venderla como abono, pero el proceso requería tiempo. Mientras tanto, las montañas de paja daban a la granja un aspecto aún más cochambroso y descuidado del que tenía en realidad. Al principio, Elsie no pareció percatarse de ello, pero transcurridas unas semanas empezó a regañarle.
– Nadie comprará tus huevos si han visto de dónde proceden. Creerán que están en mal estado. Tienes que pintar los cobertizos, que den sensación de limpieza.
– No puedo permitírmelo -repuso él, con evidente malhumor-. La pintura cuesta dinero.
– Pídeselo a tu padre.
– Ya me ha dado bastante.
Cuando sus reprimendas se volvieron insoportables, él le sugirió que fuera ella quien le facilitara el dinero para poder pintar.
– Tú quieres que nos casemos, Elsie, pero eso no sucederá si la granja fracasa. Sé que tienes ahorros. No te arruinarás por prestarme unas cuantas libras, ¿no crees?
– Papá me arrancaría la piel a tiras si se enterara de que le presto dinero a un hombre que no es mi prometido -repuso ella con coquetería-. Antes tendrás que regalarme el anillo, cielito.
– ¿Y con qué voy a comprarlo? ¿Conoces a algún joyero que cambie gallinas por diamantes?
Pero a pesar de la recurrente discusión por el dinero y el matrimonio, el verano y el otoño transcurrieron con bastante felicidad. Hizo calor en septiembre y octubre, y Elsie bajó a Sussex casi todos los fines de semana. Los sábados, cuando terminaban sus tareas, ella y Norman encendían un fuego en la puerta de la cabaña; los domingos por la mañana se dirigían a la capilla metodista situada en el centro de la ciudad antes de regresar a casa a saborear la comida que Elsie había preparado.
Devino una experta en las diversas formas de cocinar el pollo. La mayoría de las veces se trataba de un ave vieja que sólo podía hervirse con zanahorias y cebollas, pero en ocasiones especiales N orman mataba un pollo joven que podía ser asado con manteca de cerdo procedente de la granja del pueblo. Se parecía más a ir de acampada que a llevar una casa como Dios manda, pero como a Elsie le gustaba repetir: «Es como estar de vacaciones».
El padre de Norman le había dicho en una ocasión que las vacaciones eran el peor momento para enamorarse.
– La gente se comporta de manera distinta cuando está lejos de casa, hijo. No puedes juzgar a una chica por el modo en que actúa cuando está en la playa.
Norman se repetía ese consejo cada vez que Elsie empezaba a hablar de matrimonio. ¿Cuál era la verdadera Elsie Cameron? ¿La intensa y nerviosa que vivía en Londres con sus padres y aborrecía su trabajo? ¿O la despreocupada que venía a visitarle a Sussex y jugaba a ser su esposa? Él era consciente de que ella pensaba en el sexo tanto como él, y en alguna ocasión habían estado a punto de hacerlo.
La atraía hacia sí, agarrándole las nalgas y frotando su pene duro contra los pliegues de su falda. Siempre pasaban uno o dos segundos antes de que ella le apartara con una risita.
– ¡Chico malo! -decía ella, agitando el dedo índice ante sus narices-. Tendrás que arrodillarte y declararte, N orman. Prométeme que me convertirás en la señora Thorne y tal vez me lo piense.
– En cuanto gane lo suficiente. -¿Y cuándo será eso?
– No lo sé. Hago lo que puedo.
– Siempre dices lo mismo. Si me amaras tanto como yo, me tomarías en brazos y te declararías de todos modos. No me importa vivir en una cabaña.
– Te importaría si estuvieras aquí todos los días, Elsie. No tiene ninguna gracia, créeme. Si no consigo a un carnicero que se quede con las aves, no me quedará más remedio que ir a vender esos condenados bichos de puerta en puerta. Y nadie paga lo que valen… No cuando ven lo desesperado que estoy por quitármelos de encima. Una gallina muerta no se conserva durante mucho tiempo.
Llevarlas a casa no tenía ningún sentido. El único lugar donde colgar las aves muertas era la viga de la cabaña y el calor las pudría enseguida. Las dos o tres veces que lo había intentado había acabado por enterrar los cadáveres en el campo. Nadie quería pollo que no fuera fresco. Y, lo que es peor, el hedor a muerte atraía a zorros y a ratas.
No había respuestas fáciles para sus problemas financieros. Había sido un loco por empezar el proyecto sin aprender algo más sobre el tema, pero ahora ya no había vuelta atrás. Siguió repitiéndose que al final todo se resolvería: le habían enseñado que Dios se preocupa de quienes se preocupan de sí mismos, que el trabajo duro conlleva su propia recompensa… Pero la preocupación se aferraba a su estómago a todas horas.
¿Y si no era verdad? ¿Y si Dios estuviera dándole una lección de humildad? ¿Cómo podría explicarle a su padre que había perdido cien libras? ¿Cómo podría explicarle a Elsie que tal vez nunca estuviera en condiciones de pedirla en matrimonio?
El desánimo alcanzaba siempre su punto álgido en las horas que precedían al amanecer. Yacía despierto, viéndose metido en una trampa que él mismo había fabricado. Si no hubiera conocido a Elsie… si no le hubiera pedido dinero a su padre… si Elsie hubiera sido más joven y sin tantas ansias por casarse…
Se prometieron el día de Navidad de 1922. Norman dejó la alimentación de las aves en manos del señor Cosham y se fue en bicicleta hasta Londres a pasar las fiestas. Le dijo a su padre que ganaba 10 suficiente como para pedir en matrimonio a Elsie Cameron.
El señor Thorne frunció el ceño.
– ¿Estás seguro, hijo? Lo último que sabía era que vivías en una cabaña de madera. ¿Sigues igual?
– Sí.
– ¿Y esperas que una esposa comparta ese lugar contigo?
– Sólo nos prometemos, papá. La boda aún tardará un tiempo en celebrarse, y para entonces ya habré encontrado una casa de alquiler.