– No los aparenta.
– Ésa no es la cuestión, ¿no crees? Ella siente que la vida la está dejando atrás. Su hermano y su hermana ya se han casado. -El señor Cameron suspiró-. Dice que la gente se ríe de ella porque está soltera.
Norman sintió un atisbo de compasión hacia aquel hombre. Sabía lo difícil que podía ser Elsie cuando creía que se burlaban de ella. Pero fue una reacción momentánea, porque en su opinión si había algún culpable de la forma de ser de Elsie, eran sus padres. Si no la hubieran consentido, cediendo constantemente a sus arranques de malhumor, esas rabietas no se producirían tan a menudo.
Aunque lo cierto era que también él hacía lo mismo.
¿Qué otra cosa podía hacer un chico cuando su novia se enfurruñaba, lloraba y amenazaba con suicidarse?
Su propio padre tardó poco en percatarse de su pérdida de interés.
– Llegas pronto -le dijo, mirando de reojo la hora, la tarde del día de Navidad, cuando Norman entró en el salón-. ¿No te has quedado a pasar la tarde con Elsie?
– No. -Norman acercó una silla al fuego-. Quiero acostarme temprano. Mañana tengo que pedalear hasta la granja.
– Creí que ibas a quedarte más tiempo.
– He cambiado de planes.
El señor Thorne le observó durante un instante. -¿Te has peleado con Elsie?
– No exactamente.
– Entonces ¿cuál es el problema?
– El de siempre. No tengo suficiente dinero para casarme.
Entre ambos se hizo un silencio breve.
– ¿Es ésa la verdadera razón por la que retrasas la boda? -preguntó el señor Thorne.
– ¿Qué otra razón podría haber?
– Que ya no estés enamorado de ella. -Se inclinó hacia delante para mirar a su hijo-. Si es así, lo más considerado sería decírselo ahora… Dale la oportunidad de encontrar a otra persona.
– No quiere a nadie más, papá. Está loca por mí. Dice que se matará si la abandono. Cuando cree que el mundo entero está contra ella se deja llevar por la desesperación. -Apoyó las manos sobre las rodillas y recogió una pelusa que flotaba sobre la alfombra-. El señor Cameron dice que me denunciará por incumplimiento de promesa si no me caso con ella.
– Yo no me preocuparía mucho por eso -dijo el señor Thorne con una sonrisa-. Es una amenaza absurda. Nadie lleva a un hombre a juicio a menos que haya dinero de por medio. Y tú no tienes ni un centavo.
– No quiero tratarla mal, papá. Sigo teniéndole mucho cariño.
– Estoy seguro de eso, hijo. Pero sería una crueldad casarse con ella… y después pasarse el resto de la vida deseando no haberlo hecho.
La idea de que sería más considerado abandonar a Elsie se fue afianzando en la mente de Norman. Le dijo que no fuera a visitarle poniendo como excusa los rigores del invierno y redujo el número de cartas. Las que envió eran frías y formales, y no contenían expresión alguna de amor. Esperaba que ella captara la indirecta y cortara por voluntad propia.
Pero no 10 hizo.
A medida que el ardor de él se enfriaba, el de Elsie se intensificó. Sus respuestas rebosaban pasión: «Te adoro… Te idolatro… No puedo esperar a que llegue la primavera…». Era como si creyera que el poder de sus sentimientos podía traspasar el papel y abrirse camino hasta el corazón de Norman. ¿Qué hombre habría reaccionado con indiferencia ante una mujer que le profesaba un amor tan profundo?
La mitad de las veces Norman dejaba las cartas sin abrir. Sólo ver su letra en el sobre ya le producía escalofríos. Era incapaz de lidiar con tanta emoción. Se sentía atrapado y oprimido por la falsa imagen que Elsie trazaba de él.
Era un granjero avícola fracasado, comido por las deudas y harto de su prometida. Entonces, ¿por qué se empeñaba ella en llamarle su «inteligente y amado marido» y en auto calificarse como «su sincera mujercita»?
Tan pronto como mejoró el tiempo, ella fue a pasar un fin de semana en la granja. Norman intentó decirle que quería poner punto final a la relación, pero ella se puso histérica: golpeó el suelo con el pie y proclamó que había abusado de ella.
– No quiero hablar. ¿Crees que soy tonta? ¿Crees que no sé lo que pasa?
Norman sacudió la cabeza con aire culpable.
– ¿A qué te refieres?
– Mira esas sábanas -escupió ella-. Has traído a dormir a otras mujeres. -Arrancó la ropa de cama y la llevó a patadas hasta la pared-. Están sucias. Eres asqueroso. -Su menudo cuerpo temblaba de ira-. Has estado haciéndolo en nuestro lugar especial. Es odioso… repugnante.
La miró boquiabierto.
– ¡Estás loca! No conozco a ninguna otra mujer… No a alguien a quien besar y acariciar, desde luego.
– ¿Y qué me dices de las prostitutas? -gritó ella-. Te estás gastando el dinero en putas, Norman. ¡Sé que lo haces! Por eso nunca tienes un penique.
– Deberías ir a que te viera un médico, Elsie -replicó él, disgustado.
Ella estalló en un ataque de llanto y se abalanzó contra su pecho..
– Lo siento… lo siento, cielito. No sabes lo que es estar lejos de ti. Me deprimo. Me devoran los celos. La abrazó con torpeza.
– No hay motivo alguno para que estés celosa.
– Pero yo no lo sé -dijo ella, rodeándole la cintura con sus delgados brazos-. Sigo creyendo que les haces a otras chicas lo mismo que a mí. Es agradable, cariño. Me gusta. -Se apretó contra él-. También a ti te gusta. Mira.
Ella intentó guiarle la mano hacia sus senos, pero él se apartó con tanta rapidez como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
– N o -le dijo con dureza.
– ¿Por qué no?
– No está bien.
Los ojos de Elsie brillaban de furia tras los gruesos cristales.
– El año pasado te gustaba. No puedes tocarme y luego fingir que no ha sucedido nada, Norman. No soy una zorra barata a la que puedas echar con cajas destempladas cuando te aburras. Soy la mujer con quien vas a casarte.
Él se dirigió a la puerta.
– Tengo que limpiar los gallineros -murmuró-. Ya hablaremos luego.
Norman se refugió en el trabajo para evitar el contacto. Elsie le observaba inmóvil desde la puerta de la cabaña. Él no sabía qué hacer. ¿Decirle que todo había terminado de una vez por todas? ¿O mantener la esperanza de que ella captara la indirecta y diera el paso? Incluso alguien tan extraño como Elsie tenía que percatarse de que no se ganaba nada casándose con un hombre que no la amaba.
Pero cuando cayó la noche ella se comportó como si nada hubiera sucedido. Había vuelto a hacer la cama y Norman volvía a ser «su amado cariñito». Daba la impresión de que se había pasado el día pensando cómo congraciarse con él. Ni una mirada hostil. Ni una pataleta. Ni un leve roce. Sólo buena comida y muchas risas intrascendentes… además de un manantial incesante de halagos.