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La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos daban a ella y sus puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor era asfixiante. Se veían subir y bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikof entró y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan insoportable como en la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se desprendía de él un olor que daba náuseas.

Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.

—¿Qué quieres?

El joven le mostró la citación.

—¿Es usted estudiante? —preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.

—Sí, estudiaba.

El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una idea fija.

«Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó Raskolnikof.

—Vaya usted al secretario —dijo el escribiente, señalando con el dedo la habitación del fondo.

Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida y estaba llena de gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el joven acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres. Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada. Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el papel al secretario. Éste le dirigió una ojeada y dijo:

—¡Espere!

Después siguió dictando a la dama enlutada.

El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue recobrándose poco a poco.

Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme... Es lástima que no circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más vueltas que nunca y soy incapaz de discurrir.»

Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba de fijar su pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo conseguía. Sin embargo, el secretario le interesaba vivamente. Se dedicó a estudiar su fisonomía. Era un joven de unos veintidós años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le hacía parecer menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético. Sus dedos, blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados de sortijas. En su chaleco pendían varias cadenas de oro. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él.

—Siéntese, Luisa Ivanovna —dijo después a la gruesa, colorada y ricamente ataviada señora, que permanecía en pie, como si no se atreviera a sentarse, aunque tenía una silla a su lado.

—Ich danke [17] —respondió Luisa lvanovna en voz baja.

Se sentó con un frufrú de sedas. Su vestido, azul pálido guarnecido de blancos encajes, se hinchó en torno de ella como un globo y llenó casi la mitad de la pieza, a la vez que un exquisito perfume se esparcía por la habitación. Pero ella parecía avergonzada de ocupar tanto espacio y oler tan bien. Sonreía con una expresión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad.

Al fin la dama enlutada se levantó, terminado el asunto que la había llevado allí.

En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. La dama lujosamente ataviada se apresuró a levantarse apenas le vio, y empezó a saludarle con un ardor extraordinario, y aunque él no le prestó la menor atención, ella no osó volver a sentarse en su presencia. Este personaje era el ayudante del comisario de policía. Ostentaba unos grandes bigotes rojizos que sobresalían horizontalmente por los dos lados de su cara. Sus facciones, extremadamente finas, sólo expresaban cierto descaro.

Miró a Raskolnikof al soslayo e incluso con una especie de indignación. Su aspecto era por demás miserable, pero su actitud no tenía nada de modesta.

Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella mirada, que el funcionario se sintió ofendido.

—¿Qué haces aquí tú? —exclamó éste, asombrado sin duda de que semejante desharrapado no bajara los ojos ante su mirada fulgurante.

—He venido porque me han llamado —repuso Raskolnikof—. He recibido una citación.

—Es ese estudiante al que se reclama el pago de una deuda —se apresuró a decir el secretario, levantando la cabeza de sus papeles—. Aquí está —y presentó un cuaderno a Raskolnikof, señalándole lo que debía leer.

«¿Una deuda...? ¿Qué deuda? —pensó Raskolnikof—. El caso es que ya estoy seguro de que no se me llama por... aquello.»

Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible, un bienestar inefable.

—Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? —le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido en aumento—. Le han citado a las nueve y media, y son ya más de las once.

—No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora —repuso Raskolnikof en voz no menos alta. Se había apoderado de él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer—. ¡Bastante he hecho con venir enfermo y con fiebre!

—¡No grite, no grite!

—Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono.

Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de su asiento.

—¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.

—¡También usted está en la comisaría! —replicó Raskolnikof—, y, no contento con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros.

Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.

El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pareció dudar un momento.

—¡Eso no le incumbe a usted! —respondió al fin con afectados gritos—. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!

Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.