Desempaqué las pocas cosas que había llevado, apilé algunos libros y unas copias de mi tesis sobre el escritorio, y usé un par de cajones para guardar la ropa. Salí después a dar un paseo por la ciudad. Ubiqué de inmediato, donde empezaba St. Giles, el Instituto de Matemática: era el único edificio cuadrado y horrible. Vi los escalones de la entrada, con la puerta giratoria de vidrio, y decidí que aquel primer día podía pasar de largo. Compré un sandwich y tuve un picnic solitario y algo tardío a la orilla del Támesis, mirando el entrenamiento del equipo de regatas. Entré y salí de algunas librerías, me detuve a contemplar las gárgolas en las cornisas de un teatro, deambulé a la cola de un grupo de turistas por las galerías de uno de los colleges y caminé después largamente atravesando el inmenso Parque Universitario. En un sector resguardado por árboles una máquina cortaba al ras el césped en grandes rectángulos, y un hombre pintaba con cal las líneas de una cancha de tenis. Me quedé a mirar con nostalgia el pequeño espectáculo y cuando hicieron un descanso pregunté cuándo pondrían las redes. Había abandonado el tenis en mi segundo año de universidad y, aunque no había llevado mis raquetas, me prometí comprar una y encontrar un compañero para volver a jugar.
De regreso, entré en un supermercado para hacer una pequeña provisión y me demoré un poco más para encontrar una licorería, donde elegí casi al azar una botella de vino para la cena. Cuando llegué a Cunliffe Close eran poco más de las seis, pero ya había oscurecido casi por completo y las ventanas en todas las casas estaban iluminadas. Me sorprendió que nadie usara cortinas; me pregunté si esto se debería a una confianza quizá excesiva en el espíritu de discreción inglés, que no se rebajaría a espiar la vida ajena, o bien a la seguridad también inglesa de que no harían nada en su vida privada que pudiera ser interesante espiar. No había tampoco rejas en ningún lado; daba la impresión de que muchas de las puertas estarían sin llave.
Me duché, me afeité, elegí la camisa que se había arrugado menos dentro del bolso y a las seis y media subí puntualmente la escalerita y toqué el timbre con mi botella. La cena transcurrió con esa cordialidad sonriente, educada, algo anodina, a la que habría de acostumbrarme con el tiempo. Beth se había arreglado un poco, aunque sin consentir en pintarse. Tenía ahora una blusa negra de seda y el pelo, que lo había peinado todo hacia un costado, le caía seductoramente de un solo lado del cuello. En todo caso, nada de esto era para mí: pronto me enteré de que tocaba el violoncelo en la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre, el teatro semicircular con gárgolas en los frisos que había visto en mi paseo. Esa noche tendrían un ensayo general, y cierto afortunado Michael pasaría en media hora a buscarla. Hubo un brevísimo instante de incomodidad cuando pregunté, dándolo casi por sentado, si era su novio; las dos se miraron entre sí y por toda respuesta Mrs. Eagleton me preguntó si quería más ensalada de papas. Durante el resto de la cena Beth estuvo algo ausente y distraída y finalmente me encontré hablando casi a solas con Mrs. Eagleton. Cuando tocaron el timbre y después de que Beth se hubo ido, mi anfitriona se animó notablemente, como si un invisible hilo de tensión se hubiera aflojado. Se sirvió por sí misma una segunda copa de vino y durante un largo rato escuché las peripecias de una vida verdaderamente asombrosa. Había sido una de las tantas mujeres que durante la guerra participaron con inocencia en un concurso nacional de crucigramas, para enterarse de que el premio era el reclutamiento y la confinación de todas en un pueblito totalmente aislado, con la misión de ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos a descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma. Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton. Me contó una cantidad de anécdotas de la guerra y también todas las circunstancias del famoso envenenamiento de Turing. Desde que se había establecido en Oxford, me dijo, había abandonado los crucigramas por el scrabble, que jugaba siempre que podía con un grupo de amigas. Hizo rodar con entusiasmo su silla hasta una mesita baja en el living y me pidió que la siguiera, sin preocuparme por levantar los platos: de aquello se encargaría Beth cuando regresara. Vi con aprensión que sacaba de un cajón un tablero y que lo abría sobre la mesita. No pude decir que no. Y así pasé el resto de mi primera noche: tratando de formar palabras en inglés delante de aquella anciana casi histórica que cada dos o tres jugadas reía como una niña, alzaba a la vez todas sus fichas y me asestaba las siete letras de otro scrabble.
CAPITULO 2
En los días que siguieron me presenté en el Instituto de Matemática, donde me dieron un escritorio en la oficina de visitors, una cuenta de e-mail y una tarjeta magnética para entrar fuera de hora en la biblioteca. Sólo tenía un compañero de cuarto, un ruso de apellido Podorov, con el que apenas cambiábamos saludos. Caminaba encorvado de un lado a otro, se inclinaba de tanto en tanto sobre su escritorio para garabatear una fórmula en un gran cuaderno de tapas duras que hacía recordar a un libro de salmos, y salía cada media hora a fumar en el pequeño patio de baldosas al que daba nuestra ventana.
En el principio de la semana siguiente tuve mi primer encuentro con Emily Bronson: era una mujer diminuta, con el pelo muy lacio y totalmente blanco, sujeto sobre las orejas con sapitos, como el de una colegiala. Llegaba al Instituto en una bicicleta demasiado grande para ella, con una canasta en el manubrio donde asomaban sus libros y la bolsa del almuerzo. Tenía un aspecto monjil, algo tímido, pero descubrí con el tiempo que podía sacar a relucir a veces un humor agudo y acerado. A pesar de su modestia creo que le agradó que mi tesis de licenciatura llevara como título Los espacios de Bronson. En nuestro primer encuentro me dejó las separatas de sus dos últimos papers para que empezara a estudiarlos y una serie de folletos y mapas sobre lugares para visitar en Oxford, antes -me dijo- de que empezara el nuevo semestre y me quedara menos tiempo libre. Me preguntó si había algo en particular que yo pudiera extrañar de mi vida en Buenos Aires y cuando insinué que me gustaría volver a jugar al tenis me aseguró, con una sonrisa acostumbrada a pedidos mucho más excéntricos, que eso seria algo fácil de arreglar.
Dos días después encontré en mi casillero una esquela con una invitación para jugar dobles en el club de Marston Ferry Road. Las canchas eran de ladrillo y estaban a pocos minutos de caminata de Cunliffe Close. El grupo lo constituían John, un fotógrafo norteamericano con largos brazos y buen juego de red; Sammy, un biólogo canadiense casi albino, animoso e infatigable, y Lorna, una enfermera irlandesa del Radcliffe Hospital, de pelo rojizo llameante y ojos verdes luminosos y seductores.
A la felicidad de volver a pisar el polvo de ladrillo se agregó la segunda felicidad inesperada de encontrar del otro lado, en el peloteo inicial, a una chica que no sólo era hermosa parte por parte, sino que tenía golpes de fondo seguros y elegantes y devolvía a ras de la red todos mis tiros. Jugamos tres sets, cambiando parejas, hicimos con Lorna un dúo sonriente y temible y durante la semana siguiente conté los días para volver a entrar en la cancha y luego los gavies para la rotación que la dejaría otra vez de mi lado.