– Pero esto no es casualidad, supongo -lo interrumpí. Estaba tratando de relacionar los resultados que yo había expuesto en el seminario con lo que escuchaba ahora y encontrar el lugar que les correspondía en la gran figura que Seldom trazaba para mí.
– No, por supuesto. Mi hipótesis es que tiene que ver con la estética que se propagó de época en época y que fue esencialmente invariable. No hay un condicionamiento kantiano, pero sí una estética de simplicidad y elegancia que guía también la formulación de conjeturas; los matemáticos consideran que la belleza de un teorema requiere de ciertas divinas proporciones entre la simplicidad de los axiomas en el punto de partida, y la simplicidad de la tesis en el punto de llegada. Lo dificultoso, lo engorroso, se reservó siempre para el camino entre ambos, la demostración. Y bien, en tanto esa estética se mantenga no hay razón para que aparezcan "naturalmente" enunciados indecidibles.
El mozo había regresado con una jarra de café y aún después de que las dos tazas estuvieron llenas Seldom quedó en silencio por un instante, como si no estuviera muy seguro de hasta dónde lo había seguido, o lo avergonzara un poco haber hablado tanto.
– Lo que a mí me llamó sobre todo la atención -le dije-, los resultados que expuse yo en Buenos Aires, fueron en realidad los corolarios que usted publicó un poco más tarde sobre los sistemas filosóficos.
– Eso fue en el fondo mucho más fácil -dijo Seldom-. Es la extensión más o menos obvia del teorema de incompletitud de Gödeclass="underline" cualquier sistema filosófico que parte de primeros principios tendrá un alcance necesariamente limitado. Créame, fue mucho más sencillo perforar a todos los sistemas filosóficos que a esta única matriz de pensamiento a la que se aferraron desde siempre los matemáticos. Simplemente porque cualquier sistema filosófico se propone demasiado; todo es en el fondo una cuestión de balance: dime cuánto quieres saber y te diré con cuánta certeza podrás afirmarlo. Pero en fin, cuando todo estuvo terminado y miré otra vez hacia atrás después de treinta años, me pareció que al fin y al cabo aquella primera idea que me había sugerido la frase de Marx no estaba tan descaminada. Había quedado, como dirían los alemanes, a la vez suprimida y recogida dentro del teorema. Sí; el gato no analiza simplemente al ratón: lo analiza para comérselo. Pero también: el gato no analiza como futura comida a todos los animales, sólo le gustan los ratones. Del mismo modo, el razonamiento histórico matemático está guiado por un criterio, pero ese criterio es en el fondo una estética. Esto me resultaba una sustitución interesante e inesperada respecto de la necesidad y los a priori kantianos. Una condición menos rígida y quizá más elusiva, pero que tenía igualmente, como había mostrado mi teorema, la consistencia suficiente como para poder, todavía, decir algo y dividir aguas. Ya ve -dijo, como si se disculpara-: no es tan fácil liberarse de esa estética: a los matemáticos siempre nos gusta tener la sensación de que podemos decir algo con sentido. Como sea, me dediqué desde entonces a estudiar, en otros ámbitos, lo que llamo para mí la estética de los razonamientos. Empecé, como siempre, con lo que me pareció el modelo más sencillo o, por lo menos, más cercano: la lógica de las investigaciones criminales. La analogía con el teorema de Gödel me parecía verdaderamente llamativa. En todo crimen hay indudablemente una noción de verdad, una única explicación verdadera entre todas las posibles; por otro lado, hay también indicios materiales, hechos que son incontrastables o están, al menos, como diría Descartes, más allá de toda duda razonable: éstos serían los axiomas. Pero entonces ya estamos en terreno conocido. ¿Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de siempre de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos, y tratar de demostrarlas? Empecé a leer sistemáticamente historias de crímenes reales, revisé los informes de los fiscales a los jueces, estudié la forma de valorar las evidencias y de vertebrar una sentencia o absolución en las cortes judiciales. Volví a leer, como en mi adolescencia, cientos de novelas policiales. Empecé a encontrar de a poco una multitud de pequeñas diferencias interesantes, la estética propia de la investigación criminal. Y también errores, quiero decir, errores teóricos de la criminalística, quizá mucho más interesantes.
– ¿Errores? ¿Qué clase de errores? -El primero, el más evidente, es la sobrevaloración de la evidencia física. Pensemos solamente en lo que está ocurriendo ahora, con esta investigación. Recuerda usted que Petersen envió a un oficial a recuperar la nota que vi yo. Aquí aparece otra vez esa grieta típica e insalvable entre lo que es verdadero y lo que es demostrable. Porque yo vi la nota, pero esa es la parte de verdad a la que ellos no pueden acceder. Mi testimonio no sirve de mucho para sus protocolos, no tiene la misma fuerza que el pedacito de papel. Y bien, este oficial, Wilkie, hizo lo más concienzudamente posible su trabajo. Interrogó a Brent y le preguntó varias veces todos los detalles. Brent recordaba perfectamente el papel doblado en dos en el fondo de mi cesto, pero por supuesto, no se había interesado en lo más mínimo en leerlo. Recordó también que yo había ido a preguntarle si había alguna manera de recuperar ese papel, y le repitió lo que me dijo a mí: había volcado el cesto en una de las bolsas casi llenas, que sacó poco después al patio. Cuando Wilkie llegó a Merton College el camión de la basura hacía ya casi media hora que había pasado. Petersen intentó todavía algo más y envió un patrullero para que lo interceptaran en su recorrido. Pero al parecer el camión tiene un sistema continuo de compactación y en definitiva la última esperanza de recobrar la nota quedó literalmente hecha papilla. Ayer me llamaron para que diera la descripción de la letra al dibujante, y pude notar que Petersen estaba mortificado. Se supone que es el mejor inspector que tuvimos en muchos años, yo pude tener acceso a las anotaciones completas de varios de sus casos. Es minucioso, exhaustivo, implacable. Pero todavía es un inspector, quiero decir, está formado de acuerdo con los protocolos: pueden anticiparse sus operaciones mentales. Desafortunadamente se guían por el principio de la navaja de Ockham: en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis simples a las más complicadas. Este es el segundo error. No sólo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente, y preparó con algún cuidado su crimen, dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada. Pero en la lógica mezquina de la economía de hipótesis prevalece el otro razonamiento: ¿por qué suponer algo que consideran extraño y fuera de lo común, como un asesino con motivaciones intelectuales, si tienen a mano explicaciones quizás más inmediatas? Casi pude sentir físicamente cómo Petersen retrocedía y reexaminaba sus hipótesis. Creo que hubiera empezado a sospechar también de mí, si no fuera porque ya había verificado que di clases de consulta a mis alumnos de doctorado de una a tres esa tarde. Supongo que también habrán corroborado la declaración de usted.