– La paradoja de Wittgenstein sobre las reglas finitas -dije yo.
– Exactamente. Frank había redescubierto en la práctica, en un experimento real, lo que Wittgenstein ya había demostrado teóricamente hace décadas: la imposibilidad de establecer una regla unívoca y ordenamientos "naturales". La serie 2, 4, 8, puede ser continuada con el número 16, pero también con el 10, o con el 2007: siempre puede encontrarse una justificación, una regla, que permita añadir cualquier número como el cuarto caso. Cualquier número, a continuación. Esto es algo que no le causaría mucha gracia saber al inspector Petersen y casi enloqueció a Frank. Tenía en ese momento más de sesenta años, pero me pidió las referencias y tuvo el valor de entrar, como si fuera otra vez un estudiante, en esa caverna abandonada que son los trabajos de Wittgenstein. Y usted sabe cómo es el descenso a la oscuridad de Wittgenstein. En un momento se sintió al borde del abismo. Se daba cuenta de que no podía confiar ni siquiera en la regla de multiplicar por dos. Pero emergió con una idea, bastante parecida a lo que yo mismo estaba pensando. Frank se mantuvo aferrado con una fe casi fanática a una última tabla en el naufragio: las estadísticas de sus experimentos. Consideraba que los de Wittgenstein eran de algún modo resultados teóricos, de un mundo platónico, pero que la forma en que las personas concretas pensaban era algo diferente. Después de todo, sólo una pequeñísima proporción imaginaba esas respuestas atípicas. Conjeturó entonces que si bien en principio todas las respuestas eran equiprobables, había quizás algo inscripto de algún modo en la psiquis humana, o en los juegos de aprobación-reprobación durante el aprendizaje de símbolos, que guiaba a la gran mayoría al mismo sitio, a la respuesta que se presentaba a la razón de los hombres como más simple, más nítida, o más grata. Pensó en definitiva, en la misma dirección que yo, que operaba alguna clase de principio estético a priori que sólo dejaba filtrar para la elección final unas pocas posibilidades. Se propuso entonces dar una definición abstracta de lo que llamaba el razonamiento normal. Pero tomó un camino verdaderamente extraño. Empezó a visitar hospitales psiquiátricos y a probar sus tests con pacientes lobotomizados. Recogió ejemplos de palabras sueltas y símbolos escritos por sonámbulos, participó en sesiones de hipnotismo. Sobre todo, estudió el tipo de símbolos que intentan transmitir los enfermos en estado casi vegetativo, con daños cerebrales. Lo que buscaba en el fondo era algo que por definición es casi imposible: estudiar lo que queda de razón cuando la razón no está allí vigilando. El creía que podía detectar tal vez un tipo de movimiento o agitación residual que correspondería a un surco inscripto orgánicamente, o a un camino rutinario marcado por el aprendizaje. Pero supongo que ya había una inclinación morbosa que tenía que ver con lo que estaba planeando. Le habían detectado poco tiempo atrás un cáncer de una variedad muy agresiva, que ataca primero las piernas, aquí lo llaman el cáncer del leñador, los médicos sólo pueden ir talando los miembros uno por uno. Vine a verlo después de la primera amputación. Parecía de buen humor, dentro de lo que podía esperarse. Me mostró un libro que le había regalado su médico, con fotografías de cráneos destruidos parcialmente por accidentes, intentos de suicidio, no escribió un solo símbolo lógico, ni un solo número. Lo único que Frankie escribe, infinitamente, es el nombre de una mujer.
CAPITULO 10
– Salgamos un momento a la galería; quiero fumar un cigarrillo -dijo Seldom. Había arrancado la hoja que acababa de escribir Frank y la arrojó al cesto después de echarle un vistazo. Salimos de la sala en silencio y caminamos por el pasillo desierto hasta encontrar una ventana abierta. Vimos avanzar lentamente hacia nosotros a un enfermero que empujaba una camilla. Cuando pasó a nuestro lado pude ver que la sábana cubría la cara y amortajaba completamente el cuerpo. Sólo uno de los brazos había quedado al descubierto; una tarjeta que colgaba de la muñeca indicaba el nombre. Alcancé a ver una cifra debajo, que correspondía quizá a la hora de la muerte. El enfermero maniobró para girar la camilla y la introdujo limpiamente, con la destreza de un maestro pizzero, por una puerta angosta de vidrio.
– ¿Es la morgue? -pregunté.
– No -dijo Seldom-. Cada piso tiene una sala como ésta. Cuando alguno de los pacientes muere, desalojan inmediatamente el cuerpo de la sala para liberar la cama lo antes posible. El médico en jefe del piso viene hasta aquí a corroborar la muerte, escriben algo así como un acta en una planilla y recién entonces lo trasladan a la morgue general del hospital, que está en uno de los subsuelos. -Seldom señaló con la cabeza en dirección a la sala de Frank-. Yo voy a quedarme un rato más allí, a hacerle compañía a Frankie. Es un buen lugar para pensar, quiero decir, tan bueno como cualquier otro. Pero estoy seguro de que usted querrá visitar la sala de Rayos -me dijo con una sonrisa, y cuando vio mi sorpresa sus ojos chispearon y su sonrisa se acentuó un poco más-. Después de todo Oxford es sólo un pequeño pueblo. Felicitaciones: Lorna es una gran chica. La conocí durante mi convalecencia, me pasó buena parte de sus novelas policiales. ¿Ya vio su biblioteca? -y alzó las cejas con una admiración algo extrañada-. Nunca conocí a nadie con tanta pasión por los crímenes. Tiene que ir al último piso -me dijo-: por los ascensores de aquí a la derecha.
El ascensor subió con un pesado gemido neumático. Atravesé un laberinto de pabellones siguiendo las flechas que indicaban Rayos, hasta que me encontré en una sala de espera en la que sólo había un hombre sentado, con la mirada algo extraviada y un libro abandonado sobre las rodillas. Detrás de un cubículo de vidrio vi a Lorna en su uniforme, inclinada sobre una camilla, como si estuviera explicando pacientemente el procedimiento a un niño. Me acerqué un poco más al vidrio, sin decidirme a interrumpirla. Lorna acomodaba un osito Teddy junto a la almohada. Pude ver que se trataba en realidad de una chiquita muy pálida de unos siete años, con los ojos asustados pero valerosamente atentos y rulos largos en tirabuzón. Lorna dijo algo más y la niña abrazó fuertemente al osito Teddy. Di dos golpes suaves en el vidrio; Lorna miró en mi dirección, rió sorprendida y dio una pequeña exclamación que no alcanzó a atravesar el vidrio. Me señaló la puerta a un costado y le hizo el ademán a la chiquita, con una raqueta imaginaria, de que yo era su compañero de tenis. Abrió por un instante la puerta, me dio un beso rápido y me pidió que la esperara un momento.
Retrocedí a la sala de espera. El hombre había vuelto a su libro. Noté que tenía la barba algo crecida y los ojos enrojecidos, como si no hubiera dormido en mucho tiempo. Descifré con alguna sorpresa el título: De los pitagóricos a Jesús. El hombre bajó el libro de pronto y me encontré con su mirada.
– Perdón -dije-, me llamó la atención el título. ¿Es usted matemático?