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Tomé el Oxford Tube a Londres y pasé dos días caminando por la ciudad, bajo un sol suave y amable, como un turista agradablemente perdido. El sábado compré el Oxford Times, que anunciaba en un recuadro pequeño el funeral de Mrs. Eagleton y hacía una breve revisión de los hechos sin dar ningún otro detalle nuevo. El domingo toda referencia al caso había desaparecido. Elegí en Portobello Road, pensando en Lorna, un ejemplar algo polvoriento pero bien conservado de las memorias de Lucrecia Borgia, y tomé el último tren nocturno de regreso a Oxford. En la mañana del lunes salí todavía algo dormido hacia el Instituto. En la entrada de Cunliffe Close, tendido sobre el pavimento, vi un animal que un auto había atropellado seguramente por la noche. Tuve que pasar muy cerca de él. Era un animal que nunca había visto en mi vida y apenas pude reprimir una arcada. Parecía alguna variedad gigantesca de rata, con la cola larga y oscura que flotaba en la sangre. La cabeza había quedado totalmente aplastada, pero todavía sobresalía el hocico, con las fosas nasales muy abiertas, que hacían recordar las de un chancho. A la altura de lo que había sido el estómago, como de una bolsa destrozada, asomaba la protuberancia inconfundible de lo que debía ser una cría. Apuré el paso involuntariamente, tratando de huir de aquello que de todos modos ya había visto y del horror violento, casi inexplicable, que me había causado. Durante todo el camino luché por deshacerme de esa imagen. Subí, como si llegara a un refugio, los escalones del Instituto de Matemática. Cuando empujé la puerta giratoria me encontré con un papel pegado con cinta scotch contra el vidrio. Vi antes que nada el pez, en posición vertical, un dibujo esquemático en tinta negra, que parecía hecho a partir de dos paréntesis enfrentados. Arriba decía, con letras recortadas de diarios: El segundo de la serie. Radcliffe Hospital, 2.15 p.m.

CAPITULO 11

En la secretaría sólo estaba Kim, la asistente nueva. Logré con un gesto apremiante que se quitara los auriculares de su discman y la hice levantar de su silla para que viniera conmigo hasta la puerta de entrada. Me miró con extrañeza cuando le pregunté por el papel pegado contra el vidrio. Lo había visto al entrar, sí, pero no le había prestado ninguna atención: creyó que se trataba de alguna actividad benéfica para el Radcliffe, una serie de partidas de bridge, o una excursión de pesca. Pensaba decirle más tarde a la mujer de la limpieza que lo retirara de allí y lo pegara en la cartelera. Vimos salir a Kurt, el sereno, de su cuartito bajo la escalera, ya vestido para irse. Se aproximó a nosotros como si temiera algún problema. El papel estaba allí desde el domingo, lo había visto al llegar la noche anterior; no había querido arrancarlo porque supuso que alguien lo había autorizado antes de que él tomara su turno. Dije que iría a llamar a la policía y que alguien debía quedarse para cuidar que no se tocaran los vidrios de la puerta ni que se despegara ese papeclass="underline" podía estar vinculado con el crimen de Mrs. Eagleton. Subí en dos saltos a mi oficina y pedí en el departamento de policía que me pasaran urgentemente con Petersen o con Sacks. Me preguntaron mi nombre y el número desde donde llamaba y me dijeron que esperara en la línea hasta que alguien se comunicara conmigo. Al cabo de un par de minutos escuché del otro lado la voz del inspector Petersen. Me dejó hablar sin interrumpirme y sólo me pidió al final que repitiera lo que me había dicho el sereno. Me di cuenta de que también creía -como yo- que el crimen ya se había cometido. Me dijo que enviaría inmediatamente un patrullero y el equipo de huellas al Instituto y que él mismo iría al Radcliffe Hospital a verificar las muertes del domingo. De todas maneras quería hablar conmigo después y también, si fuera posible, con el profesor Seldom. Me preguntó si podría encontrarnos a los dos en el Instituto. Le dije que, hasta donde sabía, Seldom debía estar por llegar: había una conferencia de uno de sus estudiantes anunciada en el hall para las diez. El cartel quizá había sido puesto allí para que él lo viera al entrar, se me ocurrió decir. Sí, quizá, dijo Petersen, para que lo vea él y otros cien matemáticos más. Parecía de pronto molesto. Ya hablaremos más tarde, me dijo secamente.

Cuando bajé otra vez al hall vi a Seldom parado junto a la puerta giratoria. Estaba inclinado sobre el papel, como si no pudiera quitar los ojos del pequeño pez.

– ¿Usted cree lo mismo que yo? -me preguntó al verme-. Temo llamar al hospital y preguntar por Frank. Aunque la hora -me dijo, como si entreviera una esperanza- no parece tener sentido: yo fui ayer al hospital a las cuatro de la tarde y Frank estaba vivo.

– Podemos llamar a Lorna desde mi oficina -le dije-. Tenía un turno de guardia hasta hoy al mediodía, debe estar allá todavía, ella podría fácilmente averiguar.

Seldom asintió. Subimos y dejé que él hiciera la llamada. Después de atravesar una cadena de operadoras logró por fin que lo comunicaran con Lorna. Seldom le preguntó cautelosamente si podía bajar al segundo piso y comprobar si Frank estaba bien. Me di cuenta de que Lorna le hacía otras preguntas; aun sin distinguir las palabras, alcanzaba a oír del otro lado de la línea su tono intrigado. Seldom sólo le dijo que había aparecido un mensaje en el Instituto que lo había dejado algo preocupado. Era probable, sí, que el mensaje estuviera relacionado con el crimen de Mrs. Eagleton. Conversaron un momento más; Seldom le dijo que estaba en mi oficina y que podía llamarlo allí una vez que hubiera bajado.

Colgó y nos quedamos en silencio, esperando. Seldom armó un cigarrillo y fue a fumarlo de pie junto a la ventana. En un momento se dio vuelta, caminó hasta el pizarrón y como si estuviera todavía abstraído en sus pensamientos dibujó con lentitud los dos símbolos, primero el círculo, y a continuación el pez, que hizo con dos breves trazos curvos. Quedó inmovilizado, con la tiza en la mano y la cabeza baja, haciendo cada tanto pequeñas muescas de impotencia con la tiza en el borde del pizarrón.

Pasó casi media hora antes de que el teléfono sonara. Seldom escuchó a Lorna en silencio, con una expresión impenetrable. Asentía con monosílabos cada tanto. -Sí -dijo en un momento-: ésa es exactamente la hora que figura en el mensaje.

Cuando colgó se dio vuelta hacia mí y sus facciones se distendieron por un instante.

– No fue Frank -dijo-, sino el paciente que estaba en la cama a su lado. El inspector Petersen estuvo recién en la morgue del hospital para verificar los muertos del domingo: es un hombre muy viejo, de más de noventa años, lo habían reportado ayer a las dos y cuarto como fallecido por muerte natural. Aparentemente ni la enfermera ni el médico principal de la planta advirtieron un pequeño punto en el brazo, como la marca que deja una inyección. Le harán ahora la autopsia para ver de qué se trata. Pero ya ve, creo que teníamos razón. Un crimen al que nadie vio en principio como un crimen. Una muerte que fue considerada natural y un punto en el brazo, sólo un punto… Un punto imperceptible. Seguramente eligió alguna clase de sustancia que no deja rastros, apuesto a que no encontrarán nada en la autopsia. Una muerte a la que sólo ese punto diferencia de una muerte natural. Un punto, un punto -repitió Seldom en voz baja, como si pudiera poner en marcha a partir de allí una multitud de implicaciones todavía invisibles.

El teléfono volvió a sonar. Era Kim, desde la planta baja, que me avisaba que un inspector de la policía subía a mi oficina. Abrí la puerta; la figura alta y delgada de Petersen asomó por la boca de la escalera. Había subido solo y tenía en la cara una expresión indisimulable de contrariedad. Entró y mientras nos saludaba miró el pizarrón con las dos figuras que había dibujado Seldom. Se dejó caer en una de las sillas.