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– Bien -dijo Petersen-; puedo ordenar como primera aproximación que me envíen un listado de las compras de su libro con tarjetas de crédito en las librerías de la ciudad.

– No creo que eso lo ayude mucho -dijo Seldom-. Durante el lanzamiento mis editores consiguieron que se publicara como anticipo en el Oxford Times justamente el capítulo sobre los crímenes en serie. Muchos creyeron que se trataba de una nueva forma de novela policial. Fue por eso que se agotó tan pronto la primera edición del libro.

Petersen se incorporó, algo desalentado, y estudió por un momento las dos figuras en el pizarrón. -¿Cree que ahora puede decirme algo más sobre esto?

– El segundo símbolo de una serie da en general la pista sobre el modo en que debe leerse toda la sucesión: si como representación de objetos o hechos de algún posible mundo real, es decir, símbolos en el sentido más usual, o bien, sin ninguna connotación de significado, estrictamente en un plano sintáctico, como figuras de tipo geométrico. El segundo símbolo es aquí otra vez astuto, porque el pez está dibujado de una manera tan esquemática que admite las dos lecturas. La posición vertical es interesante. Podría tratarse de una serie de figuras con simetría respecto al eje vertical. Si debemos interpretarlo verdaderamente como un pez, hay por supuesto, muchas otras posibilidades.

– La pecera -dije yo, y cuando Petersen se dio vuelta hacia mí, algo sorprendido, Seldom asintió en silencio.

– Sí, eso pensé en un principio. Así es como llaman al piso donde estaba Clark en el Radcliffe -dijo-. Pero eso diría directamente que se trata de alguien dentro del hospital, no creo que haya elegido un símbolo que lo incrimine de una forma tan obvia. Además, en ese caso, ¿cómo se relacionaría el círculo con Mrs. Eagleton? -Seldom se paseó un instante con la cabeza baja.- Algo que también es interesante -dijo- y que está implícito de algún modo en los mensajes es que él suponga que los matemáticos pueden solucionarlo. Es decir, debe haber algo en los símbolos que se corresponda con la clase de problemas, o de intuiciones, que tienen que ver con el pensamiento de un matemático.

– ¿Podría usted arriesgar ya cuál sería el tercer símbolo? -preguntó Petersen.

– Tengo -dijo Seldom- una primera idea; pero veo varias otras posibilidades de continuación igualmente, digamos, razonables. Es por eso que en los tests se dan al menos tres símbolos antes de preguntar por el siguiente. Dos símbolos admiten todavía demasiadas ambigüedades. Preferiría tener algún tiempo para pensarlo un poco más. No quisiera equivocarme. Él es ahora el examinador y el modo de marcarnos un error sería otro asesinato.

– ¿Cree realmente que se detendrá sí damos con la solución? -preguntó Petersen con escepticismo.

Pero no había nada como la solución, pensé. Eso era lo que podía ser más desesperante. Entendí de pronto por qué Seldom había querido que conociera a Frank Kalman y la segunda dimensión del problema que lo preocupaba. Me pregunté cómo haría para explicarle a Petersen sobre las inteligencias saltarinas, sobre Wittgenstein, sobre las paradojas de las reglas finitarias y los desplazamientos de las campanas normales. Pero Seldom sólo necesitó una frase:

– Se detendrá -dijo lentamente- si es la solución en la que el está pensando.

CAPITULO 12

Petersen se levantó de su silla y dio una vuelta por el cuarto con las manos detrás de la espalda. Recogió el saco, que había estirado sobre el borde del escritorio, volvió por un momento a clavar los ojos en el pizarrón, y con el dorso de la mano borró el círculo.

– Recuerden: hasta donde nos sea posible vamos a mantener en secreto el primer símbolo, no quisiera tentar a un copycat. ¿Creen que los matemáticos allí abajo podrían adivinarlo, ahora que conocen el segundo?

– No, no creo -dijo Seldom-, pero además, no es tan claro que les interese lo suficiente para intentarlo. Para un matemático el único problema que cuenta suele ser el que tiene entre manos: puede hacer falta más que un par de asesinatos para desviarlos.

– ¿Es ése también su caso? -Petersen miraba ahora fijamente a Seldom; había un frío reproche en la pregunta.- Para ser honesto, estoy un poco… decepcionado -dijo, como si eligiera con cuidado sus palabras-. No esperaba por supuesto que me diera hoy mismo una respuesta definitiva, pero sí cuatro o cinco alternativas posibles, conjeturas que pudiéramos ir refínando o descartando, ¿no trabajan acaso también así los matemáticos? Pero quizá tampoco a usted le interesen lo suficiente un par de asesinatos.

– Tengo, ya le dije, una primera idea -dijo Seldom, sosteniendo con sus ojos pequeños y transparentes la mirada del inspector- y le prometo que me dedicaré a pensar en esto, enteramente. Sólo quiero estar seguro de no equivocarme.

– No quisiera que espere hasta la próxima muerte para cerciorarse -dijo Petersen, y luego, como si se viera obligado de mala gana a hacer las paces-. Pero si de verdad quiere colaborar, Je pediría que venga a mi oficina mañana, después de las seis: ya tendremos el perfil psiquiátrico, me gustaría leérselo, quizá le recuerde a alguien. Usted también puede venir -me dijo, mientras nos extendía rápidamente la mano.

Cuando Petersen salió se hizo un largo silencio. Seldom fue hacia la ventana y empezó a enrollar un cigarrillo.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije con cautela. Me daba cuenta de que posiblemente tampoco me dijera todo a mí, pero decidí que valía la pena hacer un intento-. Su idea, su conjetura, ¿es sobre el próximo símbolo o sobre el próximo crimen?

– Creo tener una idea sobre la continuación de la serie… sobre el próximo símbolo -dijo Seldom lentamente-, una idea que de todas maneras no me permite inferir nada sobre el próximo asesinato.

– Igualmente, ¿no cree que ya eso, el símbolo, podría ayudar muchísimo a Petersen? ¿Hay alguna otra razón por la que no quiso decírselo?

– Venga, bajemos al parque -me dijo-, quedan todavía unos minutos para la conferencia de mi alumno, quiero fumar un cigarrillo.

Aún había policías en la entrada, ocupados de las huellas sobre el vidrio, y debimos salir por una de las puertas traseras. Cruzamos en el camino a Podorov, que me hizo un saludo a medias y clavó la mirada en Seldom, como si esperara inútilmente a que lo reconociera. Bordeamos el laboratorio de Física y entramos al Parque Universitario por uno de los caminos de grava. Seldom fumaba en silencio, y creí por un momento que no volvería a hablar.

– ¿Por qué se hizo usted matemático? -me preguntó sorpresivamente.

– No sé -dije-. Quizá fue una equivocación, siempre creí que iba a seguir una carrera humanística. Supongo que lo que me atrajo es la clase de verdad que encierran los teoremas: atemporal, inmortal, suficiente en sí misma, y a la vez, absolutamente democrática. ¿Qué fue lo que lo decidió a usted?

– Que fuera inofensiva -dijo Seldom-. Que fuera un mundo que no se toca con la realidad. Sabe, me pasaron algunas cosas realmente atemorizantes cuando era muy chico, y luego a lo largo de mi vida, como señales… señales intermitentes, pero demasiado repetidas, y demasiado terribles como para no prestarles atención.

– ¿Señales? ¿De qué tipo?

– Digamos… la cadena de efectos que provocaba cualquier pequeña acción mía en el mundo real. Probablemente coincidencias, probablemente sólo coincidencias desgraciadas, pero que fueron lo suficientemente devastadoras como para inmovilizarme casi por completo. La última de estas señales fue el choque en el que murieron mis dos mejores amigos y mi mujer. Es difícil decirlo sin que suene absurdo, pero desde siempre, desde ya muy temprano en mi infancia, había notado que las conjeturas que hacía sobre el mundo real se cumplían, se cumplían siempre, pero por caminos extraños, de las maneras más horribles, como advertencias de que debía apartarme de ese mundo de todos. En la adolescencia estaba verdaderamente aterrado. Fue entonces cuando descubrí la matemática. Por primera vez me sentí en un territorio seguro. Por primera vez podía seguir una conjetura, tan encarnizadamente como quisiera, y al borrar el pizarrón, o tachar una página equivocada, regresar limpiamente a cero, sin consecuencias inesperadas. Hay una analogía teórica, sí, entre la matemática y la criminalística: como dijo Petersen, ambos hacemos conjeturas. Pero cuando usted plantea hipótesis sobre el mundo real introduce, sin poder evitarlo, un elemento de actividad irreversible que nunca deja de tener consecuencias. Cuando mira en una dirección deja de mirar en las demás, cuando persigue un camino posible, lo persigne en un tiempo real y luego puede ser tarde para intentar cualquier otro. Lo que más temo no es, como le dije a Petersen, equivocarme. Lo que más temo es lo que me ha pasado durante toda mi vida: que lo que pienso sea finalmente cierto, pero del modo más monstruoso.