– Pero callarse, negarse a revelar el símbolo, ¿no es, por omisión, una forma de acción, que también podría tener consecuencias incalculables?
– Puede ser, pero por ahora prefiero correr ese riesgo. No tengo tanto ánimo como usted para jugar al detective. Y si la matemática es democrática, la continuación está a la vista de todos: usted, el propio Petersen, tienen los mismos elementos para encontrarla.
– No, no -protesté-: lo que yo quise decir es que hay en la matemática un momento democrático, cuando se expone línea por línea una demostración. Cualquiera puede seguir el camino una vez que se ha marcado. Pero hay por supuesto un momento de iluminación anterior: lo que usted llamó el salto de caballo… sólo unos pocos, sólo a veces uno en siglos, consigue ver por primera vez el paso correcto en la oscuridad.
– Buen intento -dijo Seldom-, "uno en siglos" suena realmente dramático. De todos modos la continuación en la que estoy pensando es muy simple, no requiere en verdad ningún conocimiento matemático. Lo que parece mucho más difícil es establecer la relación entre los símbolos y los crímenes. Quizá no sea mala idea tener elementos de un perfil psiquiátrico. Bien -dijo, consultando su reloj-, yo debería volver al Instituto.
Le dije que yo caminaría todavía un poco más por el parque y me extendió la tarjeta que le había dado Petersen.
– Aquí tiene la dirección del departamento de Policía, está frente a la tienda de Alice in Wonderland, podríamos encontrarnos allí a las seis, sí le parece.
Seguí caminando por el sendero y me detuve en un ángulo bajo la sombra de los árboles a contemplar el enigma indescifrable de un partido de criquet. Me pareció durante unos minutos que estaba mirando sólo los preparativos anteriores al juego, o una serie de intentos fallidos por comenzar. Escuché en algún momento aplausos entusiastas de unas mujeres con grandes sombreros, que tomaban ponche sentadas en una esquina del campo. Evidentemente me había perdido una gran jugada, quizás incluso el juego había llegado a su climax en ese momento delante de mis ojos, sin que yo hubiera sido capaz de ver más que esa exasperante inmovilidad. Crucé un pequeño puente, donde el parque perdía algo de su prolijidad, y caminé a lo largo del río, por unos pastizales amarillentos. Cada tanto me cruzaban pequeños botes con parejas que practicaban punting. Había una idea que estaba allí cerca, como el zumbido de un insecto que no se ve, una intuición a punto de expresarse, y por un momento sentí que si estuviera en el lugar adecuado quizá podría reconocer un borde que me permitiera atraparla. Como me ocurría en la matemática, no sabía si debía persistir y esforzarme por conjurarla, o bien olvidarlo todo, darle la espalda deliberadamente y esperar a que se dejara ver por sí misma. Algo en la calma del paisaje, en el sereno chapoteo del agua que desplazaban los remos, en las sonrisas corteses de los estudiantes que pasaban a bordo de los botes, parecía diluir toda acechanza. No sería allí en todo caso, me daba cuenta, donde se me revelaría una clave sobre muertes y asesinos.
Volví por un atajo entre los árboles a mi oficina. Mi compañero ruso había salido a almorzar y decidí llamar a Lorna. Su voz me llegó con una vibración excitada y alegre. Sí, tenía novedades, pero antes quería saber las mías. No, Seldom sólo le había dicho que había aparecido un mensaje extraño pegado sobre un vidrio. Tuve que contarle cómo había encontrado el papel, describirle el símbolo y luego reproducir hasta donde recordaba la conversación con Petersen. Lorna me hizo varias preguntas más antes de decidirse a contarme su parte. No habían trasladado el cadáver a la morgue policial, sino que el forense de la policía había preferido hacer la autopsia allí mismo, con uno de los médicos del hospital. Ella había logrado que el médico le contara algo durante el almuerzo. ¿Eso había sido difícil?, pregunté yo con una punzada de celos. Lorna rió. Bueno, varias veces antes él la había invitado a sentarse a su lado, y esta vez había aceptado.
– Estaban los dos bastante desconcertados -dijo Lorna-. Lo que fuera que le inyectaron no dejó ningún rastro. No encontraron absolutamente nada, me dijo que él también hubiera podido firmar inadvertidamente un certificado de muerte natural. Ahora bien, queda todavía una explicación: hay una sustancia bastante reciente, que se extrae de un hongo, la Amanita muscaria, para la que no se pudieron encontrar todavía reactivos que la detecten. Fue presentada el año pasado en un congreso cerrado de medicina en Boston. Lo curioso, lo más interesante, es que esa droga es como un secreto entre los forenses, parece que se juramentaron para que no se difundiera ni siquiera el nombre. ¿No indicaría eso que habría que buscar al asesino entre los médicos forenses?
– O entre las enfermeras que almuerzan con ellos -dije-; y además: las secretarias de actas del congreso, los químicos y biólogos que identificaron la sustancia y posiblemente también la policía… supongo que a ellos les habrán contado.
– Igualmente -dijo Lorna algo ofendida- la búsqueda se reduce muchísimo: no es algo que esté en cualquier botiquín.
– Sí, eso es cierto -dije en un tono conciliador-. ¿Cenamos juntos esta noche?
– Voy a salir muy tarde esta noche, pero podría ser mañana. ¿Seis y media en The Eagle and Child?
Recordé la cita con Petersen.
– ¿Puede ser a las ocho? Todavía no me acostumbro a cenar tan temprano.
Lorna rió.
– Okey-okey, hagamos por una vez el horario gaucho.
CAPITULO 13
Una mujer policía muy delgada y enjuta, que casi desaparecía bajo su uniforme, nos condujo por una escalera hasta la oficina de Petersen. Entramos en una sala amplia, con las paredes de un color salmón subido, que conservaba la orgullosa austeridad inglesa de posguerra, sin condescender a ningún lujo. Había algunos altos archivos de metal y un escritorio de madera sorprendentemente modesto. Una ventana de medio punto dejaba ver un recodo del Támesis, y en la tarde indolente del verano los estudiantes tumbados en la orilla para recibir el último sol y el agua inmóvil y dorada, hacían recordar los cuadros de Roderick O'Conor que había visto en Londres, en la galería Barbican. Dentro de su despacho, echado hacia atrás en su sillón, Petersen parecía más sereno, como si desapareciera un elemento de su actitud vigilante, o tal vez fuera simplemente que había dejado de considerarnos sospechosos y quería mostrarnos que también podía reemplazar, si se lo proponía, su máscara de policía por la máscara general británica de la politeness. Se levantó para acercarnos unas sillas severas de respaldo alto, con el tapizado algo descosido y brilloso de roces. Pude espiar, mientras volvía a su lugar detrás del escritorio, la imagen en un portarretratos de plata que reposaba en un ángulo: se lo veía muy joven, de perfil, ayudando a montar a una pequeña niña a caballo. Hubiera esperado ver, por lo que me había contado Seldom, alguna documentación, recortes de diarios, quizá fotos sobre las paredes de los casos que había resuelto y, en aquel despacho perfectamente anónimo, era difícil saber si Petersen era ejemplarmente modesto, o más bien la clase de persona que prefiere no dejar saber nada de sí para averiguarlo todo de los otros. Extrajo del interior de su saco un par de lentes que refregó con un pedazo de franela mientras echaba una mirada a unas hojas sueltas sobre su escritorio.