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– Aquí es donde debo dejarte, ¿no es cierto? -me dijo, con una sonrisa encantadora pero inapelable.

Bajé del auto pero antes de que volviera a arrancar golpeé en un súbito impulso la ventanilla del lado de Seldom.

– Tiene que decirme -le dije en castellano, en voz baja pero con un tono apremiante-, aunque sea una pista, dígame algo más de la solución de la serie.

Seldom me miró asombrado, pero mi representación había sido convincente y pareció apiadarse de mí.

– ¿Qué somos usted y yo, qué somos los matemáticos? -me dijo, y se sonrió con una extraña melancolía, como si volviera a él un recuerdo que creía perdido-. Somos, como dijo un poeta de su país, los arduos alumnos de Pitágoras.

CAPÍTULO 17

Me quedé de pie al costado de la avenida, mirando cómo se alejaba el auto en la oscuridad. Tenía en mi bolsillo, junto con la llave de mi cuarto, la llave de la puerta lateral del Instituto, y también la tarjeta magnética que me permitía entrar fuera de hora a la biblioteca. Decidí que era demasiado temprano para ir a dormir, y caminé hacia el Instituto bajo las luces amarillas. Las calles estaban desoladas; sólo a la altura de Observatory Street vi algún movimiento detrás del ventanal de un restaurant Tandoori: dos empleados daban vuelta las sillas sobre las mesas, y una mujer envuelta en un saree corría las cortinas para cerrar. St. Giles también estaba desierta, pero había luces en algunas oficinas del Instituto y un par de autos en el estacionamiento. Sabía que algunos matemáticos trabajaban sólo de noche, y otros debían volver para vigilar cada tanto la corrida de un programa lento. Subí a la biblioteca; las luces estaban encendidas y cuando entré escuché los pasos amortiguados de alguien que recorría silenciosamente los anaqueles. Fui a la sección de historia de la matemática, y seguí con un dedo los títulos en los lomos. Un libro sobresalía un poco de los demás, como si alguien lo hubiera consultado recientemente y no hubiera sido lo bastante cuidadoso al volverlo a su lugar. Los libros estaban muy apretados entre sí y tuve que usar las dos manos para sacarlo. La ilustración de la tapa era una pirámide de diez puntos envuelta en llamas. El título -La hermandad de los pitagóricos- quedaba por muy poco fuera del alcance del fuego. Vistos de cerca, los puntos eran en realidad pequeñas cabezas tonsuradas, como si fueran monjes enfocados desde arriba. Las llamas aludían quizá entonces no a un vago simbolismo sobre las pasiones inflamadas que podía guardar la geometría, sino más concretamente al pavoroso incendio que había acabado con la secta.

Fui hasta uno de los escritorios de la biblioteca y lo abrí bajo la lámpara. No tuve que pasar más de dos o tres páginas. Allí estaba. Allí había estado todo el tiempo, en su simplicidad abrumadora. Las nociones más antiguas y elementales de la matemática, no separadas del todo todavía de sus vestiduras místicas. La representación de los números en la doctrina pitagórica como principios arquetípicos de las potencias divinas. El círculo era el Uno, la unidad en su perfección, la mónada, el principio de todo, encerrado y completo en su propia línea. El Dos era el símbolo de la multiplicidad, de todas las oposiciones y dualidades, de los engendramientos. Se formaba con la intersección de dos círculos y la figura oval, como una almendra, encerrada en el centro, era llamada Vesica Piséis, la vejiga del pez. El Tres, la tríada, era la unión entre dos extremos, la posibilidad de dar orden y armonía a las diferencias. Era el espíritu que abraza lo mortal con lo inmortal en un todo. Pero también, el Uno era el punto, el Dos era la recta que unía dos puntos, el Tres era el triángulo y era al mismo tiempo el plano. Uno, dos, tres, aquello era todo, la serie no era más que la sucesión de los números naturales. Di vuelta la página para estudiar el símbolo que representaba al número Cuatro. Era el Tetraktys, la pirámide de diez puntos que había visto en la tapa, el emblema y la figura sagrada de la secta. Los diez puntos eran la suma de uno, más dos, más tres, más cuatro. Representaban a la materia y a los cuatro elementos. Los pitagóricos creían que toda la matemática estaba cifrada en aquel símbolo, que era a la vez el espacio tridimensional y la música de las esferas celestes, que llevaba en germen los números combinatorios del azar y los números de la multiplicación de la vida que redescubrirla siglos más tarde Fibonacci. Escuché otra vez los pasos, mucho más cercanos. Alcé los ojos y vi con alguna sorpresa a Podorov, mi compañero ruso de oficina. Había rodeado el último de los anaqueles y al verme en el escritorio se acercó con una sonrisa intrigada. Era curioso lo diferente que se lo veía allí, como si estuviera en su elemento, y pensé que quizá se sintiera el dueño de la biblioteca durante la noche. Cuando llegó a mi escritorio vi que tenía en la mano un cigarrillo que golpeó suavemente sobre el vidrio antes de encenderlo.

– Sí -dijo-, vengo a esta hora para poder fumar en paz.

Me miró con una sonrisa hospitalaria y a la vez algo irónica mientras daba vuelta la tapa del libro para leer el título. Tenía la barba crecida y los ojos duros y brillantes.

– Ah, La hermandad de los pitagóricos… ¿tiene seguramente algo que ver con los símbolos que dibujaba en el pizarrón de la oficina? El círculo, el pez… si mal no recuerdo son los primeros números simbólicos de la secta, ¿no es cierto? -pareció hacer un pequeño esfuerzo mental y recitó como si pusiera a prueba con orgullo su memoria-. El tercero es el triángulo, el cuarto es el Tetraktys.

Lo miré, asombrado. Recién entonces me daba cuenta de que aquel hombre que me había visto estudiar en el pizarrón los dos símbolos no había pensado nunca que podría tratarse de otra cosa que de algún curioso problema matemático. Aquel hombre, que evidentemente no sabía nada de los crímenes, a la vez, todo el tiempo, con sólo levantarse de su silla, hubiera podido dibujar para mí la continuación de la serie.

– ¿Es un problema que le propuso Arthur Seldom? -me preguntó-. Fue a él a quien escuché hablar por primera vez de estos símbolos, durante una conferencia sobre el último teorema de Fermat. Usted sabe, por supuesto, que el teorema de Fermat no es más que una generalización del problema de las ternas pitagóricas, el secreto mejor guardado de la secta.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté-. No ahora seguramente.

– No, no, fue hace muchos anos -dijo-. Tantos años que, por lo que pude ver, Seldom ya no se acuerda de mí. Por supuesto, él ya era el gran Seldom y yo apenas un oscuro estudiante de doctorado de la pequeña ciudad rusa donde se organizaba el congreso. Le llevé mis trabajos sobre el teorema de Fermat, era lo único en lo que yo pensaba en aquel tiempo, y le rogué que me pusiera en contacto con el grupo de Teoría de Números de Cambridge, pero aparentemente todos estaban demasiado ocupados para leerlos. En realidad todos no -dijo-: un alumno de Seldom los leyó, corrigió mi inglés defectuoso, y los publicó con su nombre. Recibió la medalla Fields por la contribución más importante de la década a la resolución del problema. Ahora Wiles está por dar el último paso gracias a esos resultados. Cuando le escribí a Seldom sólo me respondió que mi trabajo tenía un error y que su alumno lo había corregido -rió secamente y sopló con fuerza una bocanada de humo hacia arriba-. El único error -dijo- es que yo no era inglés.