– ¡Luz! ¡Más luz! -ordenó, mientras se ponía de pie, rodeaba la mesa, y se acercaba con la mano todavía sobre la frente al borde del escenario para recorrernos con la mirada.
Una luz cruel de quirófano alumbró su figura encorvada. Recién entonces reparé con sorpresa en que era manco. El brazo derecho le faltaba limpiamente desde el hombro, como si nunca lo hubiera tenido. Su brazo izquierdo volvió a alzarse en un gesto imperioso.
– ¡Más luz! -repitió. Tenía una voz ronca, poderosa, sin ningún acento-. Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir; era un efecto de humo y penumbras… Aun si se ven mis arrugas. Mis siete pliegues de arrugas. Sí, soy muy viejo ¿no es cierto? Casi increíblemente viejo. Y sin embargo, tuve una vez ocho años. Tuve una vez ocho años, tenía dos manos, como todos ustedes, y quise aprender magia. No, no me enseñe trucos, le decía yo a mi maestro. Porque yo quería ser mago, no quería aprender trucos. Pero mi maestro, que era casi tan viejo como lo soy yo ahora, me dijo: el primer paso, el primer paso es saber los trucos. -Abrió los dedos de la mano y los extendió como un abanico frente a su cara.- Puedo decirles, porque ya no importa, que mis dedos eran ágiles, velocísimos. Tenía un don natural y muy pronto estaba recorriendo todo mi país, el pequeño prestidigitador, casi como un fenómeno de circo. Pero a los diez años tuve un accidente. O quizá no fue un accidente. Cuando me desperté estaba en una cama de hospital y sólo me quedaba esta mano izquierda. A mí, que quería ser mago, a mí, que era diestro. Pero allí estaba otra vez mi viejo maestro y mientras mis padres lloraban él sólo me dijo: este es el segundo paso, quizá, quizá seas mago algún día. Mi maestro murió, nunca nadie me dijo cuál era el tercer paso. Y desde entonces cada vez que me subo a un escenario, me pregunto si habrá llegado ese día. Tal vez sea algo que sólo ustedes pueden decir. Por eso siempre pido luz, y pido que pasen, que pasen y vean. Aquí, por aquí -hizo subir de a uno al escenario a la mitad de la primera fila para que se sentaran alrededor de él en las sillas vacías-. Más cerca, bien cerca, quiero que vigilen mi mano, que no se dejen sorprender, porque recuerden que hoy yo no quiero hacer trucos.
Extendió la mano desnuda sobre la mesa, sosteniendo entre el índice y el pulgar algo blanco y diminuto que no se alcanzaba a ver desde donde estábamos nosotros.
– Vengo de un país al que llamaban el granero del mundo. No te vayas hijo, me decía mi madre, aquí nunca te va a faltar un pedazo de pan. Me fui, me fui, pero siempre llevo conmigo esta miguita de pan. -Volvió a mostrarla y paseó la mano en derredor con los dos dedos apresando la esferita blanca, antes de dejarla cuidadosamente sobre la mesa. Apoyó la palma encima con un movimiento circular, como si se propusiera amasarla.- Extraños caminos los de las migas de pan, los borran los pájaros por la noche y ya no se puede regresar. Si volvieras, hijo, me decía mi madre, nunca te faltaría un pedazo de pan. Pero no podía regresar. ¡Extraños caminos los de las migas de pan! Caminos para ir pero no para regresar -la mano giraba hipnóticamente sobre la mesa-, por eso, yo no arrojé al camino todas las migas de pan. Y adonde vaya, siempre llevo conmigo… -alzó la mano y vimos que ahora tenía un pequeño pancito perfectamente torneado, con los conos de las puntas sobresaliendo de la palma-: un pedazo de pan.
Giró a un costado y extendió la mano al primero en el semicírculo.
– Sin miedo: pruébelo -la mano, como la aguja de un reloj, se movió a la segunda silla y volvió a abrirse dejando ver otra vez una punta redondeada e intacta-. Puede ser un pedazo más grande. Adelante, pruébelo. -Giró y giró otra vez hasta que todos sacaron su pedazo de pan.
– Sí -dijo pensativo al terminar; mostró la palma y allí estaba siempre intacto el pequeño pan. Extendió los dedos, los largos dedos, como si pudiera comprimirlo desde los extremos, y cerró lentamente el puño. Cuando abrió la mano sólo quedaba la esferita que volvió a mostrar entre el índice y el pulgar-: no hay que tirar al camino todas las migas de pan.
Se puso de pie para recibir los primeros aplausos y despidió desde el borde del escenario a los doce que habían ocupado las sillas. En el segundo grupo que subió estábamos Lorna y yo. Sentado detrás de él, a un costado, podía verlo ahora de perfil, la nariz ganchuda, el bigote muy negro, como si estuviera embebido en tintura, el pelo lacio y canoso que se resistía a desaparecer. Y sobre todo la mano, grande y huesuda, con las manchas de vejez en el dorso. La deslizó por debajo de la gran copa de agua y bebió un sorbo antes de continuar.
– Me gusta llamar a este número Lentificación -dijo. Había sacado del bolsillo un mazo de cartas que barajaba fantásticamente con su única mano-. Los trucos no se repiten, me decía mi maestro. Pero yo no quería hacer trucos, yo quería hacer magia. ¿Puede repetirse un acto de magia? Solamente seis cartas -dijo, y separó del mazo de a una seis cartas-: tres rojas y tres negras. Rojo y negro, el negro de la noche, el rojo de la vida ¿Quién puede gobernar los colores? ¿Quién podría dictarles un orden? -Arrojó las cartas de a una boca arriba sobre la mesa, con un movimiento del pulgar-: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. -Las cartas habían quedado formando una hilera con los colores intercalados.- Y ahora, vigilen mi mano: quiero hacerlo muy lento -la mano avanzó para recoger las cartas tal como habían quedado-. ¿Quién podría dictarles un orden? -volvió a decir y las arrojó sobre la mesa con el mismo movimiento del pulgar-: Rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más lento -dijo entonces, recogiendo las cartas- o quizá… quizá sí, quizá pueda hacerse más lento. -Volvió a arrojar las cartas con los colores intercalados dejándolas caer despaciosamente-: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. -Giró la cabeza hacia nosotros, para que no nos perdiéramos el movimiento e hizo avanzar la mano con una lentitud de cangrejo, cuidándose de tocar sólo la primera carta con la punta de los dedos. Las recogió con infinita delicadeza y cuando las arrojó sobre la mesa, los colores habían vuelto a juntarse-: Rojo rojo rojo, negro negro negro.
– Pero este joven -dijo, clavando sus ojos repentinamente en mí- es todavía escéptico: quizá ha leído algún manual de magia y cree que el truco está en el modo en que recojo las cartas, o en un efecto de glide. Sí, lo haría así… yo también lo hacía así cuando tenía dos manos. Pero ahora tengo sólo una. Y quizá un día no tenga ninguna. -Volvió a arrojar las cartas de a una sobre la mesa-: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro -sus ojos volvieron a mirarme, imperativos-.Júntelas. Y ahora, sin que yo las toque, délas vuelta de a una -Obedecí, y las cartas a medida que las descubría parecían plegarse a su voluntad-. Rojo rojo rojo, negro negro negro.
Cuando volvimos a nuestros lugares, mientras todavía sonaban los aplausos, creí entender por qué Seldom había insistido en que debía ver la representación. Cada uno de los números que siguieron fueron como estos, extraordinariamente simples, y a la vez extraordinariamente limpios, como si el viejo mago hubiera accedido a una instancia áurea en la que ya no precisaba ninguna de sus manos. Parecía además divertirlo secretamente ir quebrando una por una las reglas del oficio. Había repetido trucos, había sentado durante toda la función gente a sus espaldas, había revelado técnicas con las que otros magos en la historia habían intentado lo mismo que él. En un momento me di vuelta y vi que Seldom estaba totalmente entregado al encantador, admirado y feliz, como un niño que no se cansa de ver el mismo prodigio una y otra vez. Recordé la seriedad con que me había dicho que prefería la hipótesis del fantasma en la tercera muerte, y me pregunté si sería realmente posible que creyera en cosas así. En todo caso, era difícil no rendirse al mago: el arte de cada número era esa desnudez esencial que no parecía permitir otra explicación que no fuera la única imposible. No hubo intervalo y pronto, o lo que me pareció demasiado pronto, anunció su último número.