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– Ustedes se habrán preguntado -dijo-, ¿por qué una copa tan grande si finalmente tomé apenas un sorbo? Hay aquí todavía agua suficiente como para que nade un pez. -Extrajo un pañuelo rojo de seda y frotó lentamente el vidrio.- Y quizá -dijo-, si limpiamos bien el vidrio e imaginamos piedritas de colores, quizá, como en la jaula de Prévert, podamos atrapar un pez. -Retiró el pañuelo y vimos que efectivamente ahora nadaba un Carassius rojo contra las paredes de vidrio y que había en el fondo unas piedritas de colores.

– Los magos, ustedes saben, fuimos perseguidos ferozmente en varias épocas, desde aquel primer incendio que acabó con nuestros antepasados más antiguos, los magos pitagóricos. Sí, la matemática y la magia tienen una raíz común, y custodiaron durante mucho tiempo el mismo secreto. Entre todas las persecuciones, quizá la más despiadada fue la que se inició después del duelo entre Pedro y Simón Magus, cuando la magia fue prohibida oficialmente por los cristianos. Temían que alguien más pudiera multiplicar los panes y los peces. Fue entonces que los magos concibieron la que es hasta hoy su estrategia de supervivencia: escribieron manuales con los trucos más obvios para que se divulgaran entre la gente, incorporaron en sus representaciones cajas absurdas y espejos. Convencieron de a poco a todos de que detrás de cada acto hay un truco, se transformaron en magos de salón, se mimetizaron con los prestidigitadores y de este modo pudieron seguir en secreto, en las narices de sus perseguidores, su propia multiplicación de panes y de peces. Sí, el truco más persistente y sutil fue convencer a todos de que la magia no existe. Yo mismo usé recién este pañuelo, aunque para los magos verdaderos, el pañuelo no encubre el truco, el pañuelo encubre un secreto mucho más antiguo. Por eso recuerden -dijo, con una sonrisa mefistofélica-, sigan recordando siempre: la magia no existe. -Hizo castañetear los dedos y otro pez rojo saltó en el agua.- La magia no existe -volvió a castañetear y un tercer pez saltó en la copa. Cubrió la pecera con el pañuelo y cuando lo retiró de la punta ya no había ni copa ni piedras ni peces.- La magia… no existe.

CAPITULO 22

Estábamos en The Eagle and Child y Seldom y Lorna se burlaban de cuánto demoraba yo en terminar mi primera cerveza.

– No puede beberse más lento… o quizá sí, quizá pueda beberse más lento -dijo Lorna impostando la voz ronca y gruesa del mago.

Habíamos estado después de la función unos minutos en el camerino de Lavand pero Seldom no había conseguido convencerlo de que viniera con nosotros. "Ah sí, el joven escéptico", dijo distraído cuando Seldom me presentó, y luego, cuando se enteró de que era argentino, me dijo en un castellano que no parecía haber usado en mucho tiempo: "La magia está bien protegida gracias a los escépticos". Estaba muy cansado, nos había dicho retornando al inglés; cada vez hacía sus espectáculos más cortos, pero no conseguía engañar a sus huesos. Tenemos que hablar antes de que me vaya, por supuesto, le había dicho desde la puerta a Seldom, y espero que encuentres algo sobre lo que me preguntaste en el libro que te dejé.

– ¿Qué le habías preguntado al mago? ¿De qué libro te hablaba? -preguntó Lorna con una confiada curiosidad. La cerveza parecía provocar en ella un extraño efecto de camaradería recobrada, que había notado ya en la sonrisa con que había chocado su jarro con Seldom, y me tuve que volver a preguntar hasta dónde habría llegado la amistad entre los dos.

– Tiene que ver con la muerte del músico -dijo Seldom-. Una idea que consideré por un momento, cuando recordé la forma en que murió Mrs. Crafford.

– Ah, sí -dijo Lorna con estusiasmo-, el caso del telépata.

– Fue uno de los casos más famosos que investigó Petersen -dijo Seldom, dirigiéndose a mí-: la muerte de Mrs. Crafford, una anciana muy rica que dirigía el círculo espiritista local. Fue en la época en que se estaban jugando aquí las eliminatorias del campeonato mundial de ajedrez. Había llegado a Oxford un telépata hindú bastante famoso y los esposos Crafford organizaron una velada privada en su mansión para ensayar un experimento de telepatía a distancia. La casa de los Crafford está en Summertown, cerca de donde vive usted. El telépata estaría en Folly Bridge, en el otro extremo de la ciudad. La distancia supuestamente iba a marcar alguna clase de récord ridículo. La señora Crafford se había prestado de buena gana para ser la primera voluntaria. El telépata hindú le colocó con muchas ceremonias una especie de casquete en la cabeza, la dejó sentada en el centro del salón y salió de la mansión rumbo al puente. A la hora señalada se apagaron las luces. El casquete era fosforescente y brillaba en la oscuridad, la gente del público alcanzaba a ver la cara de Mrs. Crafford en un nimbo espectral. Pasaron treinta segundos y se escuchó de pronto un grito horrible seguido de un largo chirrido como hacen los huevos al freír. Cuando Mr. Crafford volvió a encender las luces encontraron que la anciana estaba muerta en la silla, con el cráneo totalmente quemado, como si hubiera recibido la descarga fulminante de un rayo. El pobre hindú fue puesto preventivamente en prisión, hasta que logró explicar que el casquete era totalmente inofensivo, un pedazo de tela con pintura fluorescente ideado sólo para un efecto escénico. El hombre estaba tan perplejo como todos: había hecho su número de telepatía a distancia en muchos países y en todas las condiciones atmosféricas y aquel día era particularmente despejado y radiante. Las sospechas de Petersen se dirigieron por supuesto de inmediato a Mr. Crafford. Se sabía que tenía un affaire con una mujer mucho más joven, pero parecía haber muy poco más para inculparlo. Era difícil imaginar incluso cómo lo habría hecho. Petersen levantó su acusación contra él a partir de un único elemento: Mrs. Crafford usaba ese día la que llamaba su "peluca de gala", que tenía por dentro una redecilla de alambre. Todos habían visto cómo el esposo se había acercado a su mujer para darle un beso afectuoso antes de que se apagaran las luces. Petersen sostenía que en ese momento le había conectado un cable para electrocutarla, un cable que había hecho desaparecer luego mientras simulaba asistirla. No era imposible, pero como se probó luego en el proceso, era bastante complicado. El abogado de Crafford tenía en cambio una explicación alternativa simple y, a su manera, brillante: si usted mira el mapa de la ciudad, justo a mitad de camino entre Folly Bridge y Summertown está The Playhouse, donde se disputaba el campeonato de ajedrez. En el momento de la muerte había casi cien ajedrecistas furiosamente concentrados en sus tableros. La defensa sostenía que la energía mental liberada por el telépata se había potenciado bruscamente al atravesar el teatro con la suma de energías de los tableros y se había desencadenado como una tromba en Summertown… en fin; eso explicaría por qué lo que en principio era apenas una onda cerebral inofensiva acabara fulminando a Mrs. Crafford con la fuerza de un rayo. El juicio a Crafford dividió a Oxford en dos bandos. La defensa llamó al estrado a un ejército de mentalistas y supuestos estudiosos de lo paranormal que, como era de esperarse, respaldaron la teoría con toda clase de explicaciones ridículas, en la jerga seudo-científica habitual. Lo curioso es que cuanto más disparatadas eran las teorías, más dispuesto parecía el jurado -y toda la ciudad- a creerlas. Yo recién empezaba en aquel tiempo mis estudios sobre la estética de los razonamientos y estaba fascinado por la fuerza de convicción que podía generar una idea atractiva. Uno podría decir, es cierto, que el jurado estaba compuesto por gente no necesariamente entrenada en el pensamiento científico, gente más acostumbrada a confiar en horóscopos o en el tarot que a desconfiar de parapsicólogos y telépatas. Pero lo interesante es que toda la ciudad abrazaba la idea y quería creer en ella, no por un acceso de irracionalismo sino con razones pretendidamente científicas. Era de algún modo una batalla dentro de lo racional y la teoría de los ajedrecistas era simplemente más seductora, más nítida, más pregnante, como dirían los pintores, que la teoría del cable bajo la peluca. Pero entonces, cuando ya todo parecía inclinarse a favor de Crafford, se publicó en el Oxford Times la carta de una lectora, una tal Lorna Craig, una chica bastante fanática de las novelas policiales -dijo Seldom, apuntando con su jarro en dirección de Lorna; los dos se sonrieron como si compartieran un viejo chiste-. La carta simplemente comentaba que en uno de los cuentos de un viejo número de la revista Ellery Queen se imaginaba una muerte igual, por telepatía a distancia, con la única diferencia de que la onda cerebral atravesaba un estadio de fútbol durante un tiro penal en vez de un salón de ajedrecistas. Lo gracioso es que en la historia se daba por cierta y como solución del enigma la tesis de la tormenta cerebral que sostenía la defensa, pero -voluble naturaleza humana- apenas la gente se enteró de que Crafford podía haber copiado la idea, todos se pusieron en su contra. El abogado demostró hasta donde pudo que Crafford no era precisamente un gran lector y que difícilmente podía haber conocido la historia, pero todo fue inútil. La idea, en su repetición, había perdido algo de su aura, y ahora sonaba a todos claramente como algo absurdo, que solamente se le podía ocurrir a un escritor. El jurado, un jurado de hombres falibles, como diría Kant, lo condenó a cadena perpetua aunque no pudieron encontrar otras pruebas en su contra. Digámoslo así: la única pieza de evidencia real que se presentó en todo el juicio fue un cuento fantástico que el pobre Crafford no había leído.