– Mrs. Eagleton debería estar en la casa-me dijo-, ¿no es cierto?
– Yo hubiera creído que sí -dije-: allí está su silla a motor. A menos que la hayan venido a buscar en auto…
Seldom volvió a tocar el timbre, se acercó a escuchar contra la puerta, y caminó hasta la ventana que daba a la galería, esforzándose por mirar hacia adentro.
– ¿Sabe si hay otra entrada por atrás? -Y me dijo en inglés:- Tengo miedo de que le haya pasado algo.
Vi, por la expresión de su cara, que estaba verdaderamente alarmado, como si supiera algo que no lo dejaba pensar sino en una sola dirección.
– Si a usted le parece -le dije-, podemos probar la puerta: creo que no la cierran durante el día.
Seldom apoyó la mano en el picaporte y la puerta se abrió serenamente. Entramos en silencio; nuestros pasos hicieron crujir las tablas de madera del piso. Se oía adentro, como un latido amortiguado, el vaivén sigiloso de un reloj de péndulo. Avanzamos a la sala y nos detuvimos junto a la mesa en el centro. Le hice un gesto a Seldom para señalarle la chaise longe junto a la ventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estaba tendida allí, y parecía dormir profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las almohadas estaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera deslizado durante el sueño. La orla blanca del pelo estaba cuidadosamente protegida con una redecilla y los lentes habían quedado sobre una mesita, junto al tablero de scrabble. Parecía haber estado jugando sola, porque los dos atriles con letras estaban de su lado. Seldom se acercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro, la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado. Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos y espantados y dos huellas paralelas de sangre que le corrían desde la altura de la nariz por la barbilla hasta unirse en el cuello. Di involuntariamente un paso hacia atrás y reprimí un grito. Seldom, que había sostenido la cabeza con un brazo, reacomodó como pudo el cuerpo y murmuró consternado algo que no alcancé a escuchar. Recogió la almohada y al alzarla de la alfombra vimos aparecer una gran mancha roja ya casi seca en el centro. Quedó por un instante con el brazo colgado a un costado, sosteniendo la almohada, sumido en una honda reflexión, como si explorara las ramificaciones de un cálculo complejo. Parecía profundamente perturbado. Fui yo el que se decidió a sugerir que debíamos llamar a la policía.
CAPITULO 3
– Me pidieron que esperásemos fuera de la casa -dijo Seldom lacónicamente después de colgar.
Salimos al pequeño porche de la entrada, sin tocar nada a nuestro paso. Seldom apoyó la espalda contra la baranda de la escalera y armó un cigarrillo en silencio. Las manos se detenían cada tanto en un pliegue del papel o repetían interminablemente un movimiento, como si se correspondieran con las detenciones y vacilaciones de una cadena de pensamientos que debía verificar con cuidado. El abrumamiento de unos minutos atrás parecía reemplazado ahora por un esforzado intento de dar sentido o racionalidad a algo incomprensible. Vimos aparecer dos patrulleros, que se estacionaron en silencio junto a la casa. Un hombre alto y canoso, de traje azul oscuro y mirada penetrante, se acercó a nosotros, nos estrechó rápidamente la mano y nos preguntó los nombres. Tenía unos pómulos filosos, que la edad solo parecía ir vaciando y aguzando más, y un aire tranquilo pero resuelto de autoridad, como si estuviera acostumbrado a adueñarse allí donde llegara de la escena.
– Yo soy el inspector Petersen -dijo y señaló a un hombre de guardapolvo verde que nos hizo al pasar una leve inclinación de cabeza-; él es nuestro médico forense. Entren por favor un momento con nosotros: tendremos que hacerles dos o tres preguntas.
El médico se colocó unos guantes de látex y se inclinó sobre la chaise longue; vimos a la distancia que revisaba cuidadosamente durante unos minutos el cuerpo de Mrs. Eagleton y tomaba algunas muestras de sangre y piel que pasaba a uno de sus ayudantes. Un fotógrafo disparó el flash un par de veces sobre la cara sin vida.
– Bien -dijo el médico y nos hizo una seña para que nos acercáramos-: ¿en qué posición exactamente la encontraron?
– La cara miraba contra el respaldo -dijo Seldom-; el cuerpo estaba de perfil… un poco más… Las piernas estiradas, el brazo derecho flexionado. Sí, creo que estaba así. -Me miró para que yo confirmara la posición.
– Y aquella almohada estaba en el suelo -agregué yo.
Petersen recogió la almohada y le hizo notar al forense la mancha de sangre en el centro.
– ¿Recuerdan dónde?
– Sobre la alfombra, a la altura de la cabecera, parecía que se le hubiera caído mientras dormía.
El fotógrafo tomó dos o tres fotos más.
– Yo diría -dijo el forense dirigiéndose a Petersen- que la intención era asfixiarla, sin dejar rastros, mientras dormía. La persona que hizo esto retiró con cuidado la almohada bajo la cabeza, sin deshacer la redecilla, o bien, encontró la almohada caída en el suelo. Pero mientras la apretaba sobre la cara, la anciana se despertó, y tal vez intentó resistirse. Aquí nuestro hombre se asustó más de lo debido, hundió entonces el dorso de la mano o quizá incluso apoyó una rodilla para hacer más fuerza y aplastó sin darse cuenta la nariz por debajo de la almohada. La sangre es simplemente eso: un poco de sangre de la nariz; las venitas a esa edad son muy frágiles. Cuando retiró la almohada se encontró con la cara ensangrentada. Posiblemente volvió a asustarse y la dejó caer sobre la alfombra sin intentar recomponer nada. Tal vez decidió que ya daba lo mismo y se fue lo más rápido posible. Yo diría que es una persona que mata por primera vez, probablemente diestra -extendió los dos brazos sobre la cara de Mrs. Eagleton para hacer una demostración-: la posición final de la almohada sobre la alfombra corresponde a este giro, que sería el más natural para una persona que la hubiera sostenido con la mano derecha.
– ¿Hombre o mujer? -preguntó Petersen.
– Eso es interesante -dijo el forense-. Podría ser un hombre fuerte que la lastimó al aumentar simplemente la presión de los metacarpianos, o bien una mujer que se sintió débil y descargó sobre ella todo el peso de su cuerpo.
– ¿Hora de la muerte?
– Entre las dos y las tres de la tarde. -El forense se dirigió a nosotros.- ¿A qué hora llegaron ustedes?
Seldom me consultó rápidamente con la mirada.
– Eran las cuatro y media -y dijo después, dirigiéndose a Petersen-: yo diría que más probablemente la mataron a las tres.
El inspector lo miró con un destello de interés.
– ¿Sí? ¿Cómo lo sabe?
– Nosotros dos no llegamos juntos -dijo Seldom-. La razón por la que yo vine hasta aquí es una nota, un mensaje bastante extraño que encontré en mi casillero en Merton College. Desgraciadamente no le presté al principio mucha atención, aunque supongo que ya era tarde de todos modos.
– ¿Qué decía el mensaje?
– El primero de la serie -dijo Seldom-. Solamente eso. En grandes letras mayúsculas. Debajo estaba la dirección de Mrs. Eagleton y la hora, como si fuera una cita: las 3 pm.
– ¿Puedo verlo? ¿Lo trajo con usted? – Seldom negó con la cabeza.
– Cuando lo recogí de mi casillero eran casi las tres y cinco y yo estaba llegando tarde a mi seminario. Lo leí mientras iba camino a mi oficina y pensé, francamente, que era otro mensaje de un perturbado mental. Publiqué hace un tiempo un libro sobre series lógicas y tuve la mala idea de incluir un capítulo sobre crímenes en serie. Desde entonces recibo todo tipo de cartas con confesiones de crímenes… en fin, lo tiré en el cesto apenas entré en la oficina.