– ¿Diría usted que conocía previamente a Mrs. Eagleton, o que la eligió casi al azar?
– No creo que haya sido totalmente al azar. Me llamó la atención lo que dijo usted después… que Mrs. Eagleton estaba enferma de cáncer. Tal vez sabía eso de ella: que de todas maneras moriría pronto. Esto parece corresponderse con la idea de un desafío sobre todo intelectual, como si hubiera buscado hacer el menor daño posible. Incluso la manera que eligió para matarla podría considerarse, si ella no hubiera despertado, bastante piadosa. Tal vez lo que sí sabía -se me ocurrió- es que usted conocía a Mrs. Eagleton y que esto lo forzaría a involucrarse.
– Es posible -dijo Seldom-; y también comparto que es alguien que quiso matar de la manera más leve posible. Precisamente, eso era lo que me preguntaba mientras escuchábamos al forense: cómo hubieran sido las cosas si todo le hubiera salido bien y la nariz de Mrs. Eagleton no hubiera sangrado.
– Solamente usted habría sabido, por el mensaje, que no se trataba de una muerte natural.
– Exactamente -dijo Seldom-; la policía hubiera quedado en principio afuera. Yo creo que esa era su intención: un desafío privado.
– Sí; pero en ese caso… -dije yo, dubitativo- no me queda claro cuándo escribió el mensaje para usted, si antes o después de matarla.
– Posiblemente el mensaje lo tenía escrito antes de matarla -dijo Seldom-; y aun cuando una parte del plan salió mal, decidió seguir adelante y dejarlo de todos modos en mi casillero.
– ¿Qué cree que hará a partir de ahora?
– ¿Ahora que la policía sabe? No sé. Supongo que tratará de ser más cuidadoso la próxima vez.
– O sea, ¿otro crimen que nadie vea como un crimen?
– Sí, eso es -dijo Seldom, casi para sí-: exactamente. Crímenes que nadie vea como crímenes. Creo que ahora lo empiezo a ver: crímenes imperceptibles.
Quedamos en silencio por un momento. Seldom parecía haberse encerrado en sus pensamientos. Habíamos llegado casi a la altura del Parque Universitario. En la vereda de enfrente se estacionó una gran limusina delante de un restaurante. Vi salir una novia que arrastraba la cola de su vestido y se llevaba una mano a la cabeza para mantener en equilibrio un gracioso tocado de flores. Hubo una pequeña algarabía de gente y flashes de fotografías a su alrededor. Noté que Seldom no parecía haber registrado la escena: caminaba con los ojos fijos y estaba absorto, enteramente vuelto dentro de sí. A pesar de esto, me decidí a interrumpirlo, para preguntarle sobre el punto que me había intrigado más.
– Sobre lo que le dijo usted al inspector, respecto del círculo y la serie lógica: ¿no cree que debe haber una conexión entre ese símbolo y la elección de la víctima o bien, quizá, con la forma que eligió para matarla?
– Sí, seguramente -dijo Seldom algo distraído, como si ya hubiera revisado aquello mucho antes-. Pero el problema es, como le dije a Petersen, que ni siquiera estamos seguros de que sea efectivamente un círculo y no, por decir algo, la serpiente de los gnósticos que se muerde la cola, o la letra O mayúscula de la palabra "omertá". Esa es la dificultad cuando usted conoce sólo el primer término de una serie: establecer el contexto en que debe ser leído el símbolo. Quiero decir, si debe considerarse desde el punto de vista puramente gráfico, digamos, en el plano sintáctico, sólo como una figura, o bien en el plano semántico, por alguna de sus posibles atribuciones de significado. Hay una serie bastante conocida que yo doy como primer ejemplo al principio de mi libro para explicar esta ambigüedad… déjeme ver… -dijo y buscó en sus bolsillos hasta encontrar una lapicera y una libretita de notas. Arrancó una hoja que apoyó en la libreta y sin dejar de caminar dibujó con cuidado tres figuras y me extendió el papel para que las mirara. Habíamos llegado a Magdalen Street y pude estudiar las figuras sin dificultad bajo la luz amarilla y difusa de las lámparas. La primera era indudablemente una M mayúscula, la segunda parecía un corazón sobre tina línea; la tercera era el número ocho.
– ¿Cuál diría usted que es la cuarta figura? -me preguntó Seldom.
– Eme, corazón, ocho… -dije, tratando de darle a aquello algún sentido. Seldom esperó, algo divertido, a que yo pensara todavía durante un par de minutos.
– Estoy seguro de que podrá resolverlo apenas lo piense un poco esta noche en su casa -me dijo-. Lo que yo quería mostrarle simplemente es que estamos en este momento como si nos hubieran dado sólo el primer símbolo -dijo y tapó con su mano sobre el papel el corazón y el ocho-. Si usted hubiera visto únicamente esta figura, esta letra M, ¿qué estaría inclinado a pensar?
– Que se trata de una serie de letras, o el principio de una palabra que empieza con M.
– Exactamente -dijo Seldom-. Le hubiera dado a este símbolo el significado no sólo de letra en general, sino de una letra bien precisa y determinada, la M mayúscula. Sin embargo apenas ve usted el segundo símbolo de la serie, las cosas cambian, ¿no es cierto? Ya sabe, por ejemplo, que no puede esperar una palabra. Este símbolo es, por otro lado, bastante heterogéneo con respecto al primero, es de otro orden, hace pensar, por ejemplo, en las barajas francesas. En cualquier caso, tiene el efecto de cuestionar hasta cierto punto el significado inicial que le habíamos atribuido al primer símbolo. Todavía podemos pensar que es una letra, pero ya no parece tan importante que sea exactamente una eme. Y cuando hacemos entrar en juego al tercer símbolo, otra vez el primer impulso es reorganizar todo de acuerdo a lo conocido: si lo interpretamos como el número ocho, tendemos a pensar en una serie que empieza con una letra, sigue con un corazón, sigue con un número. Pero fíjese que estamos razonando todo el tiempo sobre significados que asignamos -casi automáticamente- a lo que son en principio, solamente dibujos, líneas sobre el papel. Esta es la pequeña malicia de la serie: que resulta difícil despegar a estas tres figuras de su interpretación más obvia e inmediata. Ahora bien, si usted consigue ver por un momento los símbolos desnudos, sólo como figuras, encontrará la constante que destruye todos los significados anteriores y le dará la clave de la continuación.
Pasamos por la ventana iluminada de The Eagle and Child. Adentro la gente se agolpaba contra la barra y, como en una película muda, reían en silencio mientras alzaban jarros de cerveza. Cruzamos y doblamos a la izquierda bordeando un monumento. Vi aparecer delante de nosotros la pared redonda del teatro.
– Lo que usted quiere decir es que, en nuestro caso, para determinar el contexto necesitaríamos por lo menos un término más…
– Sí -dijo Seldom-; con el primer término estamos todavía completamente a oscuras; no podemos ni siquiera resolver sobre esa primera bifurcación: si debemos considerar al símbolo como un trazo sobre el papel, o intentar atribuirle algún significado. Desgraciadamente no nos queda más que esperar.
Había subido mientras me hablaba las escalinatas del teatro y yo lo seguí adentro del hall, sin decidirme a dejarlo ir. La entrada estaba desierta, pero era fácil guiarse por el rastro de la música, que tenía la alegría ligera de una danza. Subimos tratando de no hacer ruido una de las escaleras y caminamos por un corredor alfombrado. Seldom entreabrió una de las puertas laterales, que tenía un revestimiento mullido de rombos, y nos asomamos a un palco desde donde se veía la pequeña orquesta en el centro del escenario. Estaban ensayando lo que parecía una czarda de Liszt. La música nos llegaba ahora clara y potente. Beth estaba inclinada hacia adelante en su silla, con el cuerpo tenso, y el arco subía y bajaba con furia sobre el violoncelo; escuché el desencadenamiento vertiginoso de las notas, como látigos sobre caballos, y en el contraste entre la ligereza y alegría de la música y el esfuerzo de los ejecutantes recordé lo que me había dicho unos días atrás. Su cara estaba transfigurada por la concentración en seguir la partitura. Los dedos se movían velocísimos sobre el diapasón y aun así había algo distante en su mirada, como si solamente una parte de ella estuviera allí. Retrocedimos con Seldom al pasillo. Su expresión se había vuelto otra vez grave y reservada. Me di cuenta de que estaba nervioso: había empezado a armar mecánicamente otro cigarrillo que no podría encender ahí. Murmuré unas palabras para despedirme y Seldom me estrechó la mano con fuerza y volvió a agradecerme que lo hubiera acompañado.