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Y todo esto por «¡la gloria de Dios!» ¡Qué sarcasmo! Considere mas al pensar en ello, cuáles serían los sentimientos que tan horrible espectáculo despertaría en el místico ánimo de Jesús. ¡Cuán lastimada quedaría su alma por la profanación del rito sagrado! ¿Y qué hubiese pensado si supiera que siglos después los ministros de una religión amparada con su nombre persistirían en la misma falsa idea de la sangre sacrificial y la vocería en himnos, diciendo: «Una fuente llena con la sangre fluyente de las venas de Emmanuel que lava la culpa de los pecadores?»

¡Ay de la prostitución de las sagradas verdades y enseñanzas!

No es maravilla que un pueblo saturado de la abominable idea de un Dios que se goza en ver fluir ríos de sangre, inmolara después al más excelso hombre de su raza, que venía a enseñarles las supremas verdades místicas y ocultas. Sus mantenedores han persistido en el transcurso de los siglos hasta nuestros días, insistentes en la idea del sacrificio truculento y la muerte expiatoria, indigna de todo pueblo menos de los adoradores de alguna maligna divinidad en las selvas del África tenebrosa.

Disgustado y afligido por tan bárbaro espectáculo, se apartó el niño Jesús de sus padres y se internó por las recónditas cámaras del templo, en donde los doctores de la ley y de la Cábala aleccionaban a sus estudiantes. Entre ellos se sentó Jesús para escuchar las enseñanzas y discusiones de los doctores, yendo de uno a otro grupo para escuchar, examinar y pensar. Comparó las enseñanzas y sometió las diversas ideas a la piedra de toque de la verdad, según él la concebía en su mente. Las horas le pasaban sin sentir al niño que por vez primera se hallaba en un tan propicio ambiente. Las conversaciones con los viajeros de las caravanas resultaban insignificantes en comparación de las de los insignes instructores ocultistas de Israel. Porque conviene advertir que los doctores de aquel tiempo acostumbraban enseñar de este modo a los adictos a su compañía; y como Jerusalén era el centro de la cultura y erudición de Israel, allí residían los principales doctores. Por lo tanto, se hallaba entonces Jesús en la originaria fuente de la secreta doctrina hebrea y en presencia de sus más altos exponentes.

El tercer día de la Pascua empezó a disgregarse la enorme masa de dos millones de personas que habían subido en peregrinación a la ciudad santa. Los de escasos recursos se marchaban una vez terminadas las obligatorias ceremonias de los primeros días; y José y María eran de los que preparaban la vuelta a su lejano hogar. Se reunieron con los amigos y vecinos y ya estaban todos a punto de emprender la marcha, cuando los padres echaron de menos a su hijo. Sobresaltáronse por ello, pero los amigos les dijeron que habían visto al muchacho salir horas antes por el mismo camino en compañía de algunos parientes y vecinos. Tranquilizados José y María se separaron del grupo con intento de adelantarse en el camino por ver si alcanzaban a su hijo antes de caer la noche; pero amargo fue su desconsuelo cuando llegados a la primera estación de la ruta de las caravanas, que era la aldea de Beroth, ya anochecía y el muchacho no estaba con los parientes y vecinos. Muy poco durmieron aquella noche, y al rayar el alba se separaron de los compañeros y emprendieron la vuelta a Jerusalén en busca del muchacho, a quien creían perdido entre la turbamulta de peregrinos en la gran capital.

Todas las madres y todos los padres compartieron los sentimientos de José y María en su frenética vuelta a la ciudad para buscar al muchacho, y preguntaron por doquiera sin que en parte alguna encontraran sus huellas. Llegó la noche sin un rayo de esperanza y al día siguiente fueron igualmente inútiles sus pesquisas y lo mismo al otro día. Durante tres días los amantes padres revolvieron la ciudad buscando a su querido hijo, pero ni una palabra de aliento recibieron. Seguramente había desaparecido el muchacho entre la multitud que llenaba las tortuosas calles, y José y María se increpaban por su falta de cuidado y precaución. Nadie sino quien sea padre o madre puede imaginar cuál fue su angustia y temor.

Recorrieron varias veces los atrios del Templo, pero no vieron ni oyeron a su hijo. Los ensangrentados altares, las ostentosas vestiduras de los sacerdotes, los cantos y lecturas les parecían una burla a ellos inferida. Deseaban volver a su humilde lugar con el muchacho a su lado, y rogaban el favor de Jehová en súplica de que les satisficiese aquel deseo, pero no obtenían respuesta.

Por fin, al tercer día ocurrió un extraño suceso. Los fatigados padres, con el corazón transido de dolor, entraron una vez más en el Templo y recorrieron uno de los atrios menos frecuentados, en donde echaron de ver un grupo de gente como si algo extraordinario sucediese.

Casi instintivamente se acercaron al grupo, y en el profundo silencio de los circunstantes oyeron una voz infantil que hablaba con tono de autoridad y en diapasón adecuado a un numeroso auditorio. ¡Era la voz de su hijo Jesús!

José y María se abrieron anhelosamente paso por entre el grupo hasta colocarse en primera fila, y ¡oh maravilla de las maravillas!, vieron a su hijo en el centro de los más famosos doctores de la ley en todo Israel. Con estáticos ojos, como si contemplaran cosas no de este mundo, el niño Jesús asumía una posición y actitud de autoridad, y a su alrededor se agrupaban las más preclaras mentalidades de la época, y el país, escuchándole con respetuosa atención, mientras que a mayor distancia se agolpaba en ancho ruedo el vulgo de las gentes.

Al considerar que de la raza judía era característico rasgo la reverencia por los ancianos y la sumisión de los jóvenes, se comprende mucho mejor el insólito espectáculo que se ofreció a la vista de José y María. Cosa inaudita era que un muchacho apenas salido de la infancia se atreviese a hablar francamente ante los ancianos doctores de Israel, y parecía milagro que presumiera de argüir, disputar y enseñar en semejante asamblea. ¡Y milagro era!

El muchacho hablaba con el aire y tono de un Maestro. Rebatía los más sutiles argumentos y objeciones de los ancianos con la fuerza de su agudo entendimiento y espiritual intuición. Rechazaba con despectiva frase los sofismas y restituía el tema a su punto vital.

Engrosaba el grupo de oyentes, y era cada vez mayor el respeto con que los ancianos le escuchaban.

Para todos era evidente que un Maestro se había levantado en Israel con el aspecto de un niño de trece años. El tono, el gesto y el discurso denotaban al MAESTRO. El místico había encontrado su primer auditorio, compuesto de los más doctos pensadores del país. ¡Estaba comprobada la intuición de los Magos!

En una momentánea pausa del discurso, se oyó un agudísimo grito de mujer, el de su madre. Los circunstantes miraron con aire de reproche a María, que no había podido reprimir su emoción. Pero Jesús dirigió a sus padres una melancólica pero afectuosa mirada de confianza, al propio tiempo que les indicaba que permanecieran allí hasta que él terminara su discurso. Y los padres obedecieron la recién despertada voluntad de su hijo.

Terminada la enseñanza, bajó el muchacho de su asiento con la apostura de un anciano doctor y reunióse con sus padres, que lo substrajeron tan rápidamente como les fue posible a la admiración de los circunstantes. Entonces su madre le reprendió por la desazón que les había causado al buscado. El muchacho la escuchó tranquila y pacientemente hasta que hubo concluido, y entonces les preguntó con el recientemente adquirido aire de autoridad: «¿Por qué me buscabais?» Ellos le respondieron que por lo mucho que le amaban, y él repuso: «¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?» Y sus padres, sin entender estas palabras, comprendían no obstante que algún misterio había envuelto a su hijo, y con él salieron silenciosamente del Templo.