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LECCIÓN IV. EL COMIENZO DEL MISTERIO

Al regresar Jesús a su país natal después de haber viajado durante algunos años por India, Persia y Egipto, creen los ocultistas que pasó al menos un año en las diversas logias y criptas de los esenios. Ya vimos en la primera lección qué era la Fraternidad de los esenios. Mientras Jesús estudiaba en las cámaras esenias, llamóle la atención la obra de Juan el Bautista, y vio en ella favorable coyuntura para dar principio a la grande obra que se sentía llamado a cumplir en su nación. Soñaba en convertir a los judíos al concepto que él tenía de la Verdad y de la Vida, y determinó hacer de esta obra la magna empresa de su vida.

Difícil es vencer y desarraigar el sentimiento nacionalista, y Jesús consideraba que al fin y al cabo estaba en su patria, entre sus paisanos, por lo que se reafirmaban los lazos de sangre y de raza. Desechó por tanto su primer propósito de vagabundear por el mundo y resolvió plantar en Israel el estandarte de la Verdad, para que de la capital del pueblo escogido se difundiera por el mundo entero la Luz del Espíritu. Hizo esta elección el hombre Jesús, el judío Jesús; y aunque desde un alto y amplio punto de vista no tenía raza ni país ni patria determinada, su naturaleza humana era demasiado robusta, y al ceder a ella sembró las semillas de su ruina final.

Si hubiera pasado por Judea como un misionero transeúnte, según habían hecho otros antes que él, hubiese evitado las iras gubernamentales, pues aunque se concitara la hostilidad y el odio de los sacerdotes, no diera motivo a que le acusaran de pretender la corona de Israel como rey de los Judíos y Mesías que había de ocupar el trono de David, su antepasado. Pero nada nos permite ceder a especulaciones de esta índole, porque ¿quién sabe la parte que el destino o el hado toma en el plan del universo?; ¿quién sabe en dónde termina el libre albedrío y empieza el destino a mover las piezas en el tablero para que el magno juego de la vida universal se cumpla de conformidad con el plan de Dios?

Mientras Jesús estaba con los esenios, según hemos dicho, oyó por primera vez hablar de Juan, de cuyo ministerio decidió aprovecharse como de favorable apoyo para emprender su magna obra. Comunicó a los monjes esenios su determinación de marcharse a donde estaba Juan, a quien de ello avisaron los monjes. Dice la tradición que Juan ignoraba el nombre del que iría a vede, pues sólo le dijeron que un insigne Maestro de extrañas tierras se le uniría más adelante y que debía preparar a las gentes para su venida.

Juan cumplió al pie de la letra estas instrucciones de sus superiores en la Fraternidad esenia, según vimos en nuestra primera lección con referencia al Nuevo Testamento. Exhortó a las gentes al arrepentimiento y a la rectitud de conducta, a que se bautizaran de conformidad con el rito esenio, y sobre todo a que se preparasen para la venida del Maestro. Les decía con vigorosa voz: «Arrepentíos porque se acerca el reino de los cielos». «Arrepentíos porque viene el Maestro».

Cuando las gentes que en tomo de Juan se reunían le preguntaban si era el Maestro, respondía: «No soy el que buscáis. El que viene tras mí, más poderoso es que yo, y de cuyos zapatos no soy digno de desatar la correa. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con el fuego del Espíritu Santo que está en él». Continuamente los exhortaba a que se preparasen para la venida del Señor. Juan era un verdadero místico que se dedicaba enteramente a la obra por vocación emprendida y se ufanaba de ser el precursor del Maestra, de cuya venida le había informado la Fraternidad.

Según dijimos en la primera lección, un día presentó se ante Juan un hombre de juvenil virilidad, de aspecto digno y tranquilo, que lo miraba con los expresivos ojos del verdadero místico. El forastero solicitó de Juan el bautismo; pero al conocer Juan por los signos y símbolos de la Fraternidad la categoría del forastero, no quiso que recibiese de sus manos el bautismo, porque le era superior en grado oculto. Pero Jesús, que tal era el forastero, le replicó diciendo que no reparase en ello, pues convenía que lo bautizase. Así es que Jesús entró en el agua para recibir de nuevo el místico rito y demostrar a las gentes que había ido allí como uno de los tantos. Entonces ocurrió aquel extraño y conocido suceso en que una paloma, como si del cielo bajara, se posó sobre la cabeza de Jesús, y oyóse una suave voz, cual susurró del viento entre los árboles, que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». Entonces, Jesús, amedrentado por el extraño mensaje del Más Allá, apartóse de la multitud y se fue al desierto, como si necesitara un retiro donde meditar los sucesos del día y considerar la obra que a la sazón veía confusamente desplegarse ante él.

A los vulgares lectores del Nuevo Testamento, poco o nada les emociona la estancia de Jesús en el desierto, porque la consideran como mero incidente de los comienzos de su ministerio; pero los místicos y ocultistas saben por las enseñanzas de su Orden que Jesús fue sometido en el desierto a varias pruebas ocultas con objeto de vigorizar su poder y atestiguar su resistencia. Según saben los miembros de grados superiores de cualquier orden oculta, el grado conocido con el nombre de la «Prueba del Desierto» se funda en la mística experiencia de Jesús y simboliza las pruebas a que fue sometido. Consideremos este suceso de tantísima significación e importancia para los verdaderos ocultistas.

El desierto a donde Jesús dirigió sus pasos estaba muy lejos del río Jordán en donde recibió el bautismo. Dejando tras sí las fértiles riberas y los campos de cultivo, acercóse al desolado desierto que aun los naturales del país miraban con supersticioso horror. Era uno de los más áridos y fantásticos parajes de aquella fantástica y árida porción del país, llamado por los judíos «la mansión del horror», «el desolado lugar del terror» y «la espantosa región», con otros nombres sugerentes del supersticioso temor que infundió en sus corazones. El misterio de los lugares solitarios planeaba sobre aquel paraje y únicamente los hombres de esforzado corazón se aventuraban en su recinto. Aunque de la índole de los desiertos, abundaba aquel lugar en desnudas y repulsivas colinas, riscos, camellones y despeñaderos. Quien haya visto alguno de los desolados parajes del continente americano, o haya leído las descripciones del Valle de la Muerte o de tierras alcalinas, podrán tener idea de la naturaleza del desierto hacia donde se dirigía el Maestro.

Según adelantaba en su camino, iba poco a poco desapareciendo toda normal vegetación, hasta que sólo quedaron las macilentas malezas peculiares de tan desolados lugares, las formas de vida vegetativa que en su lucha por la existencia habían logrado persistir en tan adversas condiciones para mostrar a los naturalistas la superación de las ordinarias leyes, por ellos conocidas, de la vida vegetal.

Poco a poco iba desapareciendo la prolífica vida animal de las tierras bajas, hasta no dejar otro rastro de ella que los buitres cernidos sobre la cabeza y los eventuales reptiles bajo los pies del caminante cobijado por el grave silencio de cuanto le rodeaba, tanto más grave a medida que adelantaba el paso. Hubo un momento de interrupción en la terrible escena al atravesar el último lugar habitado en el camino del corazón del desierto. Era la aldea de Egendi, donde estaban los calizos depósitos de agua que abastecían a las tierras bajas del país. Los pocos habitantes de aquel remoto puesto avanzado de la primitiva civilización, miraban con pavorosa extrañeza al solitario viajero que pasaba sin dirigirles ni una mirada, como si con la vista horadase las áridas colinas que a lo lejos se divisaban y encubrían los recónditos repuestos no hollados por el hombre, pues hasta los más animosos no osaban penetrar allí, atemorizados por los fantásticos relatos que representaban aquel lugar como escenario de las diabólicas orgías de las siniestras y malignas entidades a que san Pablo llama las potestades del aire.