Adelante caminaba el Maestro sin apenas fijarse en el desolador espectáculo del paisaje, que ya sólo mostraba sombríos riscos, tenebrosos despeñaderos y desnudas rocas, sin otro alivio de su aridez que los esporádicos mechones de fibrosas hierbas silvestres y fantásticos cardos erizados de protectoras espinas que los defienden de sus enemigos.
Al fin el caminante llegó a la cumbre de una alta colina, desde donde contempló el escenario que ante su vista se desplegaba, capaz de oprimir el corazón de un hombre vulgar. Tras sí dejaba el país por donde había pasado, que aunque sombrío y árido era un paraíso en comparación del que tenía delante. A su alrededor estaban las cuevas y madrigueras de los forajidos que habían buscado allí la dudosa seguridad contra las leyes humanas; y en la lejanía columbraba el escenario del ministerio de Juan el Bautista, donde imaginativamente veía a las muchedumbres discutiendo sobre la verdad del extraño Maestro anunciado por aquella Voz, pero que había rápidamente desaparecido de la escena huyendo del gentío que forzosamente le hubiese adorado como a Maestro y obedeciendo sus menores mandatos.
Por las noches dormiría en alguna escarpa de la colina o al borde de un profundo precipicio. Pero estas cosas no le conturbaban, y a cada nueva aurora, se adelantaba ayuno hacia el corazón del desierto, guiado por el Espíritu, al lugar donde había de sostener la acerba lucha espiritual que por intuición conocía que le aguardaba.
Las palabras de la Voz le acosaban, aunque no del todo las comprendía porque aún no había movilizado las íntimas reservas de su mente espiritual. ¿Qué significaban aquellas palabras: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia»? Y todavía no llegaba la respuesta al clamor de su alma, que en vano buscaba la explicita solución de aquel enigma. Y siguió caminando hasta que al fin escaló la escarpada falda de la desnuda montaña de Quarantana, allende la cual presentía que iba a comenzar su lucha. No encontraría nada con que sustentarse y habría de entablar la batalla sin el material alimento que ordinariamente necesita el hombre para mantener su vida y reparar sus fuerzas. Y aún no había recibido la respuesta al clamor de su alma. Las peñas que hallaban sus pies, el cielo azul que sobre su cabeza se extendía y los altos picos de Moab y Gilead, que se erguían en lontananza, no daban respuesta alguna al ardoroso e insistente anhelo de escrutar el enigma de la Voz. La respuesta había de llegar de su interior, de sí mismo únicamente. y en el corazón del desierto había de permanecer sin alimento, sin abrigo y sin humana compañía hasta que llegase la respuesta. Por la misma experiencia que el Maestro han de pasar los discípulos cuando alcancen el punto de evolución en que únicamente es posible recibir la respuesta. Han de experimentar el pavoroso sentimiento de «soledad», de hambre espiritual, de espantoso alejamiento de todo cuanto tiene el mundo en estima, antes de que brote la respuesta del interior, del Santo de los Santos del Espíritu.
Para comprender la índole de la lucha espiritual que aguardaba a Jesús en el desierto, la lucha que había de ponerlo frente a frente de su propia alma, es necesario considerar la anhelosa expectación de los Judíos por el Mesías. Las tradiciones mesiánicas habían arraigado hondamente en la mentalidad del pueblo judío, y sólo necesitaban la chispa de una vigorosa personalidad para entusiasmar fervorosamente a Israel y destruir con su fuego las influencias extranjeras que habían amortiguado el espíritu nacional. En el corazón de todo judío digno de este nombre estaba grabada la idea de que el Mesías nacería de la estirpe de David y vendría a ocupar el legítimo puesto como Rey de los judíos. Oprimido estaba Israel por sus conquistadores y sujeto a un yugo extranjero; mas cuando el Mesías viniese a librar a Israel, todos los judíos se levantarían unánimes para expulsar a los invasores Y conquistadores extranjeros, Y sacudir el yugo de Roma, Israel a ocupar su sitio entre las naciones de la tierra.
Jesús conocía muy bien esta esperanza nacional, porque desde niño se la habían infundido en su ánimo. Había meditado frecuentemente sobre ella durante su peregrinación y permanencia en países extraños. Sin embargo, las ocultas tradiciones no le señalaron como Mesías hasta que regresó a su patria después de los años de estudio y servicio en las naciones extranjeras. Creía que la idea de ser el tan esperado Mesías la había insinuado algún instructor esenio, durante la temporada que con ellos estuvo antes de presentarse ante Juan el Bautista. Se le dijo que los maravillosos sucesos que habían acompañado a su nacimiento le destinaban a desempeñar importantísima parte en la historia del mundo. Así pues ¿no era razonable creer que dicho papel había de ser el de Mesías venido para sentarse en el trono de David, su padre, y realzar a Israel de su oscura posición a la de refulgente estrella en el firmamento de las naciones? ¿Por qué no había de ser él quien condujese al pueblo escogido a su propio lugar?
Jesús empezó a meditar en estas cosas… No tenía en absoluto ambiciones personales, pues se inclinaba por natural impulso a la vida de un asceta ocultista; pero la idea de redimir y regenerar a Israel era capaz de inflamar la sangre de todo judío, aunque careciese de ambiciones personales.
Siempre había creído Jesús de uno u otro modo que era diferente de los demás hombres y que le esperaba una magna obra, aunque no comprendía cuál fuese su propia naturaleza ni la índole de la obra que había de realizar. Así no es extraño que las manifestaciones de los esenios le moviesen a reflexionar detenida, mente sobre la idea que le expusieron. Además, el maravilloso suceso de la paloma y la Voz cuando le bautizó Juan, parecía con, firmar la idea de los esenios. ¿Era él verdaderamente el tan esperado libertador de Israel? Seguramente debía averiguado y arrancar la respuesta de lo más recóndito de su alma. Por esto buscó refugio en el desierto, con el intuitivo presentimiento de que en la soledad y la desolación pelearía su batalla y recibiría la respuesta.
Comprendía que estaba en una importantísima fase de la obra de su vida y le era preciso formularse allí mismo y una vez por todas, la pregunta: «¿Quién soy?» Así es que se apartó de las admiradoras y adorantes multitudes de los partidarios de Juan, en busca de la soledad de los áridos parajes del desierto, en donde presentía colocarse frente a frente de su propia alma y recibiría la respuesta.
En el más recóndito paraje del corazón del desierto luchó Jesús espiritualmente consigo mismo durante muchos días sin alimento ni abrigo. Terrible fue la lucha, como digna de tan grande alma. Primeramente hubo de combatir y dominar las insistentes necesidades del cuerpo. Refiérese que el punto culminante de la lucha física llegó un día en que la mente instintiva que preside las funciones fisiológicas le exigió desesperadamente el sustento del cuerpo con todas las fuerzas de su naturaleza, y sugirióle la idea de que si mediante ocultos poderes era capaz de convertir en pan las piedras, que las convirtiese y corriera para satisfacer el hambre, cosa severamente condenada por los verdaderos místicos y ocultistas.
La voz del Tentador le gritaba: «Di que estas piedras se conviertan en pan». Pero Jesús resistió la tentación, aunque sabía que por el poder de su concentrado pensamiento no tenía más que forjar la imagen mental de la piedra como si fuese pan y después querer que se materializara el pan. El milagroso poder con que ulteriormente convirtió el agua en vino y más tarde empleó en multiplicar los panes y los peces, lo capacitaba en aquel momento para satisfacer las ansias de su cuerpo y quebrantar el ayuno.