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Únicamente el adelantado ocultista que conoce la tentación de emplear sus poderes en personal provecho, puede comprender la naturaleza de la lucha que Jesús hubo de librar y de la que salió victorioso. Como oculto Maestro que era, desplegó todas sus fuerzas internas para vencer al Tentador. Pero todavía otra tentación mayor iba a ponerlo en extrema prueba. Acometióle la idea del mesianismo y del reinado sobre los judíos, a que ya hemos aludido. ¿Era el Mesías? Y si lo era, ¿cuál había de ser la norma de su vida y acciones? ¿Estaba destinado a despojarse de las ropas y el bordón del asceta e investirse la regia púrpura Y empuñar el cetro? ¿Había de abandonar las funciones de guía e instructor espiritual y ser el rey y gobernante de Israel? Estas preguntas dirigía a su alma en demanda de respuesta.

Y las tradiciones místicas nos informan que su espíritu respondió mostrándole dos imágenes mentales con la seguridad de que podría escoger a su albedrío una de ambas y realizarla. La primera imagen le representaba fiel a sus instintos espirituales y leal a su misión, pero que lo convertiría en el «Hombre de las Aflicciones». Se vio continuando en la tarea de sembrar las semillas de la Verdad, que siglos después germinarían, florecerían y fructificarían para nutrir al mundo, pero de que momento atraerían sobre su cabeza el odio y la persecución de las terrenas potestades. Vio las sucesivas etapas que iban acercándose al final, hasta que se vio coronado de espinas y muerto como un criminal en la cruz entre dos facinerosos de la peor calaña. Todo esto vio y su esforzado corazón afligióse morbosamente al pensar en el ignominioso fin de todo aquello, en el aparente fracaso de su terrena misión. Pero refiérese que algunas de las poderosas entidades que moran en los planos superiores de existencia le rodearon y le dieron con sus palabras aliento y esperanza para decidirse. Se halló literalmente en medio de la hueste celestial que le inspiraron con su presencia.

Después de que esta imagen mental y la hueste de protectores invisibles desaparecieron, la segunda imagen comenzó a dibujarse ante la visión del solitario morador del desierto. Se vio bajan, do de la montaña y anunciándose como el Mesías, el rey de los judíos, venido a conducir a su pueblo predilecto a la victoria y a la liberación. Se vio aclamado como el Prometido de Israel, y la multitud se agrupaba bajo sus banderas. Se vio al frente de un conquistador ejército que marchaba hacia Jerusalén. Se vio empleando sus formidables poderes ocultos para leer el pensamiento del enemigo y conocer así sus intenciones y movimientos y los medios de vencerle. Se vio armado y sustentado milagrosamente a sus batalladoras huestes. Se vio despedazando al enemigo con sus fuerzas y poderes ocultos. Vio sacudido el yugo de Roma y sus falanges fugitivas que transponían las fronteras en terrible y vergonzosa derrota. Se vio escalando el trono de David, su abuelo. Se vio estableciendo un reino de tipo supremo, que haría de Israel la principal nación del mundo. Vio extendida la esfera de influencia de Israel en todas direcciones hasta Persia, Egipto, Grecia y aun hasta la un tiempo temida Roma, convertidas en naciones tributarias. Se vio en un día de festejada victoria, llevando atado en la trasera de su triunfal carroza al César romano como esclavo del rey de Israel. Vio su regia corte sobrepujando a la de Salomón y constituida en centro del mundo. Vio en Jerusalén la capital del mundo y él, Jesús de Nazaret, hijo de David, el rey, su gobernante, su héroe, su semidiós. La imagen representaba la apoteosis del éxito humano de él y de su amado pueblo judío. Vio después que el Templo era el centro del pensamiento religioso del mundo, y que la religión de los judíos, modificada de conformidad con sus adelantadas opiniones, sería la religión de todos los hombres, y él sería el favorito intérprete del Dios de Israel. Todos los sueños de los patriarcas hebreos se realizarían en su persona, el Mesías del Nuevo Israel, cuya capital sería Jerusalén, la reina del mundo.

Y todo esto por el mero ejercicio de sus ocultos poderes dirigidos por Su Voluntad. Refieren las tradiciones que, atraídas por el formidable poder de esta segunda representación imaginativa, le rodearon todas las potentes ondas mentales emitidas en las diversas épocas del mundo por los hombres ambiciosos de poderío. Estas ondas envolvieron la mente de Jesús como densa niebla con vibraciones casi irresistibles. También acudieron las huestes de almas desencarnadas de cuantos en la vida terrena habían ambicionado o ejercido el poder, y todos se esforzaban en infundir en su ánimo el deseo de poderío. Nunca en la historia de la humanidad se congregaron de tal modo las Potestades tenebrosas para asediar la mente de un mortal. ¿Hubiera sido extraño que aun tal hombre como Jesús sucumbiera?

Pero no sucumbió. Movilizando en su auxilio las fuerzas internas, arremetió contra las expugnantes hordas y con un esfuerzo de su voluntad desvaneció la imagen y ahuyentó a los tentadores sepultándolos en el olvido, al exclamar indignado: «No tentaras al Señor tu Dios».

Así fracasó la tentación del desierto y Jesús recibió la respuesta de su alma, y bajó de la montaña llevando a cuestas las persecuciones de los hombres, la visión de los tres años de trabajo y sufrimiento y de su muerte. Sabía perfectamente bien lo que le esperaba. ¿No había visto la primera imagen mental? Jesús había escogido su misión.

Bajó el Maestro de la montaña y abandonando el desierto volvióse a donde Juan estaba con sus discípulos. Allí descansó algún tiempo, se refrescó con el sustento corporal y concentró sus energías para su magna obra.

Los discípulos de Juan rodearon a Jesús creídos de que era el Mesías venido para conducidos a la victoria. Pero él les desengañó diciéndoles que no pretendía la corona real, y tranquila y sencillamente les preguntó: «¿Qué queréis de mí?» Muchos se marcharon avergonzados y volvieron a juntarse con la multitud; pero unas cuantas almas humildes se quedaron y después vinieron algunas más hasta formar un corto grupo de doctrinas, que fueron los primeros discípulos cristianos. Estaba el grupo compuesto principalmente de pescadores y hombres de oficio igualmente humilde. No había nadie de categoría y posición social. Sus discípulos eran de la «clase popular», la que siempre ha proporcionado los primeros fieles de toda gran religión.

Pasado algún tiempo, se marchó Jesús de aquel lugar seguido por sus discípulos, que aumentaban en cada punto donde se reunían. Algunos desertaban muy luego, pero otros sustituían a los descorazonados de poca fe. Fue creciendo el grupo constantemente hasta llamar la atención de las autoridades y el público. Jesús no cesaba de decir que no era el Mesías; pero se esparció la voz de que en realidad lo era, y las autoridades emprendieron entonces aquel sistema de espionaje y vigilancia que le siguió los pasos duran_ te tres años y que al fin terminó con su muerte en la cruz.

El sacerdocio judío alentaba las sospechas contra Jesús, pues odiaba al joven instructor cuya oposición a la tiranía y formalismo sacerdotal era notoria.

Llegaron un día los discípulos a un lugar de Galilea, donde Jesús les dio sus acostumbradas enseñanzas. Cerca del punto de reunión había una casa en que se hacían los preparativos de un festín de bodas. La ceremonia matrimonial ha tenido siempre suma importancia entre los judíos, sobre todo en lo referente a la dote que los padres de la novia le concedían. Los parientes lejanos y cercanos acudían a la fiesta, y como Jesús era pariente lejano de la novia lo invitaron al banquete.

Los invitados fueron acudiendo y cada cual dejaba sus sandalias en el patio y entraba en la casa descalzo, después de haberse lavado cuidadosamente los pies y tobillos según la costumbre todavía predominante en los países orientales. Acompañaron a Jesús algunos de sus fieles discípulos, y su madre y hermanos estaban también entre los parientes convidados a la comida de bodas.