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La presencia de Jesús despertó mucho interés y suscitó varios comentarios en los demás comensales. Para unos, era sencillamente un instructor religioso de paso, de los frecuentes en aquella tierra, mientras que para otros era un inspirado profeta que traía a los judíos un admirable mensaje, como ya lo había llevado a los persas, egipcios e indos. También había quienes lo consideraban mucho más aún, y los susurros de «es el Mesías», «el rey de Israel» circularon entre los presentes y motivaron interés, inquietud o disgusto, según las opiniones de cada quien. Pero sus ademanes, actitudes, expresiones y movimientos llamaban la atención de todos, y todos comprendían que era una prestigiosa individualidad. Los curiosos relatos acerca de sus peregrinaciones por tierras extrañas acrecentaban el interés que despertaba su presencia.

El presentimiento de que algo extraordinario iba a suceder se apoderaba del ánimo de los comensales, como suele suceder en semejantes casos. María miraba anhelosamente a su hijo, porque advertía en él una extraña mudanza más allá de su comprensión.

Hacia el final del banquete, corrió en voz baja por entre los más cercanos parientes la noticia de que estaba a punto de acabarse el vino, pues los comensales habían sido en mayor número del calculado.

Semejante contratiempo era para una familia lo mismo que una desgracia, y unos a otros se miraban anhelosamente.

Dice la tradición que María y otro pariente solicitaron en aquel trance el auxilio de Jesús. No aparece muy claro lo que de él se esperaba, pero es probable que instintivamente reconocieran todos su grandeza y le consideraran como el jefe natural de la familia, ya que era su más insigne miembro. De todos modos, lo cierto es que solicitaron su ayuda.

No sabemos qué argumentos emplearon ni qué razones adujeron, pero fuese lo que fuese lograron que accediese a la solicitación, aunque no sin advertirles que sus poderes no habían de emplearse en fruslerías como aquellas que no eran de su incumbencia. Sin embargo, el amor que a su madre profesaba y el deseo de recompensada de la devoción y fe que en él tenía, prevalecieron contra la natural repugnancia del místico a ser «milagrero» y exhibir sus ocultos poderes en un festín de bodas. Había aprendido Jesús de los Maestros de la lejana India, la tierra de los prodigios, el procedimiento sencillísimo de convertir el agua en vino, que fuera risible juego para el más humilde yogui indio. Así le pareció la cosa de poca importancia sin asomo de prostitución de los ocultos poderes, y cedió al requerimiento de auxilio.

Fue entonces Jesús al patio en donde había gran número de tinajas llenas de agua y clavando en ellas una tras otra su aguda y ardiente mirada y pasando rápidamente la mano sobre ellas, forjó la imagen mental que precede a semejantes manifestaciones del oculto poder, y usando de su voluntad según saben usada los ocultistas avanzados, materializó prontamente los elementos del vino en el agua de las tinajas, y he aquí realizado el milagro.

Un estremecimiento de excitación sobrecogió a la concurrencia y todos acudieron a gustar el vino elaborado por su oculto poder.

Al enterarse del caso, los sacerdotes fruncieron el ceño con disgusto y las autoridades dijeron despectivamente que Jesús era un charlatán, un descarado impostor, un tramposo y otros dicterios que siempre se lanzan después de un suceso de esta índole.

Jesús se marchó tristemente apenado. En la India hubiera pro_ movido tan sólo breves comentarios una tan sencilla operación ocultista, mientras que en su propio país lo consideraban unos como admirable prodigio y otros como una trampa de charlatán prestidigitador.

¿Qué clase de gente eran aquellas a las que había decidido comunicar el Mensaje de Vida?

Y suspirando profundamente, salió de la casa y volvióse a su campamento.

LECCIÓN V. LA FUNDACIÓN DELA OBRA

Muy incompleto es el relato de los evangelios sobre el primer año del ministerio de Jesús entre los judíos. Los teólogos le han llamado el año de la oscuridad, pero las tradiciones ocultas lo consideran importantísimo, porque entonces echó Jesús los cimientos de su futura obra.

Recorrió todo el país y estableció pequeños grupos de discípulos y centros interesantes. En ciudades, villas y aldeas dejó tras sí grupos de fieles estudiantes que mantuvieron viva la llama de la Verdad con la que muy luego encendieron las lámparas de cuantos quedaron atraídos por la luz. Siempre predicaba entre los humildes, creído de que la obra debía comenzar por los peldaños inferiores de la escala social. Pero al poco tiempo, algunos de los más entonados personajes asistieron a las reuniones movidos de pura curiosidad y con ganas de burlarse y reírse, pero hubo quienes, muy impresionados, se quedaron a orar. La levadura estaba bien mezclada con la masa del pueblo judío y comenzaba a actuar.

De nuevo llegó la festividad de Pascua cuando Jesús y sus discípulos estaban en el templo de Jerusalén. Muchos recuerdos le despertaba aquel lugar y en su imaginación veía las mismas escenas en que había tomado parte diecisiete años antes. Una vez más presenció la despiadada matanza de inocentes corderos y el derrame de la sangre sacrificial sobre los altares y las piedras de los atrios. Una vez más vio las necias mojigangas de las ceremonias sacerdotales, que le parecieron más lastimosas que nunca a su preclara mente. Su visión le había mostrado que lo inmolarían como a los corderos del sacrificio, y entonces fijó para en adelante en su mente la comparación que le representaba el Cordero inmolado en el altar de la humanidad.

Tan pura como era esta comparación en su mente, es deplorable que en posteriores siglos cayeran sus adeptos en el error, tan cruel como el de los hebreos, de creer que su muerte era un sacrificio exigido por una sanguinaria Deidad para aplacar su cólera encendida por el pecado del hombre.

El bárbaro concepto de un Dios iracundo cuya cólera contra su pueblo sólo podía apaciguarse por el derrame de la sangre de inocentes animales, se reproduce en el dogma teológico de que la ira de Dios por la desobediencia del hombre, sólo podía y pudo desvanecerse con la sangre de Jesús, el Maestro venido a proclamar el Mensaje de Verdad. Semejante concepto sólo cabe en mentes bárbaras y primitivas; y, sin embargo, se ha predicado y enseñado durante siglos enteros en nombre del mismo Jesús, y los dogmatizantes persiguieron, encarcelaron y quemaron a cuantos repugnaban creer que el supremo Creador del universo fuese un ser tan maligno, cruel y vengativo o que la Mente universal pudiera, con lisonjas y halagos, conceder su perdón a la vista de la muerte del Hombre de las Aflicciones. Parece increíble que semejantes absurdos hayan derivado de las puras enseñanzas de Jesús, y que por la incapacidad de los hombres para comprender y asimilarse la doctrina esotérica de Jesús haya adoptado y enseñado tales despropósitos la Iglesia fundada sobre el ministerio de Jesús. Pero poco a poco se va disipando esta mefítica nube de ignorancia y barbarie mental, de modo que hoy día los eclesiásticos de claro entendimiento ya no aceptan ni enseñan dicho dogma en su original crudeza, y lo pasan en silencio o le dan más atractiva interpretación.

Jesús no enseñó semejantes dislates. Muy elevado era su concepto de Dios porque había recibido las enseñanzas superiores de los místicos que le instruyeron en el misterio de la inmanencia de Dios que está en todas partes y en todas las cosas. Había trascendido el blasfemo concepto de Dios que lo representa como una salvaje, vengativa y rencorosa divinidad de tribu, sedienta de sangre, clamando siempre por sacrificios cruentos y abrasadas ofrendas y capaz de las más ruines pasiones humanas. Se dio Jesús cuenta de que tan estúpido concepto era el mismo de otros pueblos, cada uno de los cuales tenía sus peculiares dioses que lo protegían al par que odiaban a los dioses de los demás pueblos. Comprendió que tras estos bárbaros y primitivos conceptos de la divinidad se ocultaba el siempre tranquilo y sereno Ser, el Creador y Gobernador de innumerables universos de millones de mundos, que voltean en el espacio, y muy por encima de los mezquinos atributos otorgados por el hombre a los dioses de su invención. Comprendía Jesús que el dios de cada nación y aun el de cada individuo no era más que la amplificada idea de las características del respectivo individuo o nación, y sabía que no era excepción de esta regla el hebreo concepto de Dios. El dogma de un Dios exigente de sacrificios sangrientos es demasiado despreciable para que lo tome en consideración quienquiera haya apreciado la magnitud y grandiosidad de la idea de un inmanente Ser universal, pues justa será su indignada protesta contra la prostitución de las enseñanzas de Jesús, con la supersticiosa añadidura de tamaño absurdo. Los místicos cristianos no aceptaron jamás tales enseñanzas, aunque las autoridades eclesiásticas lograron impedir hasta hace algunos años que manifestaran abiertamente su protesta. Únicamente los místicos mantuvieron encendida la luz de la Verdad durante las tenebrosas épocas de la Iglesia cristiana. Pero apunta la aurora de un nuevo día y la misma Iglesia ve la luz y en los púlpitos empieza a resonar la verdad del cristianismo místico, de suerte que en el porvenir las enseñanzas del Maestro Jesús fluirán puras y claras y libres de los corruptores dogmas que durante siglos contaminaron la Fuente.