Mientras Jesús recorría silenciosamente los atrios y dependencias del Templo, se indignó a la vista de un espectáculo que más que otro alguno denotaba la degradación del Templo a causa de lo corrompido del sacerdocio. En las escalinatas y en los atrios exteriores se agrupaban los chamarileros, cambiadores y mercaderes que hacían astutos negocios a costa de los forasteros llegados a la fiesta. Los banqueros o cambiadores de moneda daban la del país a cambio abusivo de las extranjeras. Los chamarileros prestaban dinero usurario sobre las cosas que los peregrinos necesitaban empeñar para adquirir el cordero del sacrificio, o las compraban a precios irrisorios. Los mercaderes tenían rebaños de ovejas y corderos, y jaulas de palomas en el sagrado recinto del Templo, para venderlos a los peregrinos que deseaban ofrecer sacrificio. Enseña la tradición que los corruptos sacerdotes cobraban un canon por la concesión de puestos de venta a aquella horda de traficantes en el recinto del Templo. Esta mala costumbre había ido cundiendo de año en año hasta arraigar profundamente, aunque era contraria a las antiguas prácticas.
Le pareció a Jesús que las horribles escenas de los ritos sacrificales se enfocaban en aquella final exhibición de codicia, materialismo Y falta de espiritualidad. Resultaba aquello evidentísima blasfema y sacrilegio, y estremecióse el alma de Jesús de repugnancia e indignación ante tan profanador espectáculo. Se le crisparon los dedos, y empuñando un manojo de nudosas cuerdas que sin duda había empleado algún pastor para acuciar al rebaño, arremetió contra la horda de mercaderes y traficantes sobre cuyos hombros y espaldas descargaba repetidamente los zurriagazos, exclamando con autoritaria voz: «Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones». El manso y amable nazareno fue entonces el riguroso purificador de la prostitución del Templo.
Chamarileros, cambiantes y mercaderes escaparon presurosos, echando a rodar mesas y monedas. No se atrevieron a volver, por que Jesús había suscitado la indignación del pueblo que clamaba por la antigua práctica que protegía al Templo contra semejante invasión. Pero los mercaderes acudieron en queja a los príncipes de los sacerdotes, lamentando amargamente aquella anulación de sus «privilegios» y «franquicias» por las que habían pagado tan crecido impuesto. Se vieron obligados los príncipes de los sacerdotes a devolver el importe de los exigidos derechos de concesión depuestos, por lo que se enojaron muchísimo y juraron vengarse del Maestro que había osado echar a perder su sistema de exacción.
Este vengativo odio fue creciendo a cada momento y ocasionó en gran parte las intrigas y maquinaciones que dos años después dieron por resultado la espantosa escena del Calvario.
Empleó Jesús los meses siguientes en recorrer diversas comarcas del país, por donde extendió su obra con ganancias de nuevos discípulos.
No asumió Jesús por entonces la actitud de un gran predicador, sino más bien la de un modesto instructor que se limitaba a enseñar a los pocos que se le unían en cada lugar por donde pasaba. Observaba muy pocas ceremonias, la principal el bautismo, que según dijimos era un rito esenio de oculto y místico significado. El relato evangélico del ministerio de Jesús en aquel tiempo denota cómo iba actuando la levadura en la masa mental de los judíos.
Por entonces afligióse amargamente Jesús al recibir la noticia de lo sucedido a su primo y precursor Juan el Bautista, quien se había atrevido a llevar sus predicaciones y censuras al seno de una corte corrompida y había atraído sobre su cabeza las naturales consecuencias de su temeridad. Herodes había encerrado a Juan en una mazmorra y corrían rumores de que le aguardaba más aciaga suerte, como no tardó en sobrevenir. Con el horror de un verdadero místico, rechazó en absoluto la vil oferta de libertad y vida que le hicieron si quebrantaba sus ascéticos votos y cedía a los pasionales deseos de una princesa real. Sufrió su destino como quien conoce la Verdad, y la cabeza ofrecida en la regia bandeja no expresaba en su rostro ni la más leve expresión de temor ni pesar. Juan había vencido aun en su misma muerte.
Retiróse otra vez Jesús al desierto al enterarse de la muerte de Juan. Añadíase a su tristeza el convencimiento de que le aguardaba nueva tarea que emprender, porque la muerte de Juan requería combinar la obra del Bautista con la del propio ministerio de Jesús. Los discípulos de ambos instructores habían de fusionarse en una sola corporación dirigida por el mismo Maestro, con el auxilio de los más valiosos y capaces discípulos. La trágica muerte de Juan tuvo poquísima influencia en el futuro ministerio del Maestro, quien por ello buscó el sosiego y la inspiración del desierto para considerar los planes y pormenores de su nueva obra. Desde que salió del desierto despojóse de aquel manto de reserva y retraimiento que hasta entonces lo caracterizara Y presentóse impávidamente ante el pueblo como ardoroso predicador de las multitudes Y desapasionado orador público. Ya no más círculos de pocos oyentes. El mundo había de ser desde entonces su tribuna y la humanidad su auditorio.
Al regresar de Samaria y Judea, puso de nuevo en Galilea el escenario de su principal actuación. El nuevo espíritu que infundía en sus predicaciones atrajo la atención pública y enorme gentío acudía a escucharle. Hablaba con un nuevo aire de autoridad, muy diferente de su primer suave tono como instructor de unos pocos. De sus labios salían parábolas, alegorías y otras hermosas figuras orientales de dicción, por lo que muchas personas cultas acudían a escuchar al joven y elocuente predicador. Parecía penetrar por intuición en la mente de los que le escuchaban, y sus exhortaciones les conmovían el corazón como un personal llamamiento a la justicia y a la rectitud de pensamiento y de conducta. De entonces en adelante tomó su ministerio el carácter de activa propaganda en vez de la acostumbradamente tranquila misión del místico.
Entonces comenzó aquella notable serie de prodigios que evidentemente realizó Jesús para llamar la atención pública y al propio tiempo hacer benéficas obras. No se conducía así Jesús por vanagloria personal ni deseo de excitar el interés apasionado de las gentes, pues semejante conducta era incompatible con su carácter, sino que sabía muy bien que nada como los prodigios sería capaz de despertar el curioso interés de una raza oriental, Y una vez despertado lo aprovecharía para excitar a su vez en las gentes un verdadero y fervoroso interés espiritual que excedería en mucho a la demanda de milagros. Al adaptar esta norma de conducta, seguía Jesús el ejemplo de los yoguis de la India, con cuya actuación se había familiarizado durante su permanencia en aquella tierra.