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Los ocultistas adelantados no ven nada «sobrenatural» ni increíble en estos «milagros» de Jesús. Por el contrario, saben que son el resultado de la aplicación de ciertas leyes naturales, perfectamente establecidas, que aunque ignoradas de la generalidad de las gentes las conocen y aplican eventualmente los ocultistas adelantados del mundo entero. Los escépticos e incrédulos podrán mofarse de estas cosas y los cristianos tibios querrán que se les expliquen o justifiquen tan maravillosos hechos; pero el ocultista avanzado no necesita «explicaciones» ni justificación, pues tiene más fe que el devoto vulgar, porque conoce la existencia y el uso de estos ocultos poderes latentes en el hombre. Ningún fenómeno ni efecto físico es sobrenatural, porque las leyes de la naturaleza actúan plenamente en el mundo físico y no es posible contravenidas; pero en dichas leyes hay ciertas fases y principios tan poco conocidos de la generalidad de las gentes que al manifestarse parece como si trascendieran las leyes de la naturaleza y se produjera lo que se llama un «milagro». La tradición oculta nos enseña que Jesús estaba muy versado en el conocimiento y aplicación de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y que cuantos prodigios operó durante su ministerio entre los judíos, fueron juegos infantiles en comparación de los que hubiera podido realizar si lo considerara necesario. En efecto, se cree que nada dicen los evangelistas ni demás autores del Nuevo Testamento acerca de los más admirables milagros de Jesús, porque siempre recomendaba a sus discípulos que no dieran mucha importancia a tales fenómenos. Los milagros referidos en los evangelios fueron los de mayor dominio público. Las verdaderas maravillas eran demasiado sagradas para entregadas a los comentarios del vulgo.

Cuando el Maestro y sus discípulos llegaron a Caná, en donde anteriormente había operado su primer milagro, la conversión del agua en vino, realizó una de las más admirables manifestaciones de su oculto poder. Un conspicuo ciudadano de Capemaum, ciudad distante de allí unos veinticinco kilómetros, vino a Jesús en súplica de que curase a su hijo en casa moribundo, Y que se apresurara a ir a Capemaum antes de que muriese. Jesús miró con amable sonrisa al suplicante, diciéndole que se volviese a su casa porque su hijo ya estaba bueno y sano. Los circunstantes quedaron asombrados de la respuesta, y los incrédulos sonrieron maliciosamente previendo el fracaso del joven Maestro cuando se recibiese la noticia de la muerte del enfermo. Los que de entre sus discípulos no estaban muy firmes en la fe y eran de apocado ánimo, se descorazonaron al pensar en la posibilidad del fracaso. Pero Jesús prosiguió tranquilamente su instructiva labor con aire de seguridad y sin ulterior observación. Era la hora séptima cuando Jesús dijo que estaba sano y salvo el enfermo.

El padre apresuróse a regresar a su casa para ver si el Maestro había o no acertado. Transcurrieron en Caná dos días sin noticias de Capernaum. Los que se habían mofado cuando el festín de bodas reiteraron sus chacotas y el dicterio de «charlatán» volvió a pasar de labio en labio. Pero entonces vinieron noticias de Capemaum, diciendo que al llegar el padre a su casa lo había recibido gozosamente la familia con gritos de júbilo, porque a la hora séptima había remitido la fiebre y quedado el enfermo fuera de peligro.

Sin embargo, el milagro no era mayor que el realizado por los ocultistas en toda época ni que las análogas curaciones efectuadas por los terapeutas hipnóticos Y sugerentes de nuestros días.

Fue sencillamente la aplicación de las fuerzas sutiles de la naturaleza puestas en actividad por la concentración mental. Fue un ejemplo de lo que hay día se llama «tratamiento telepático». Al decir esto no intentamos en modo alguno menoscabar el mérito de la operación realizada por Jesús, sino tan sólo representar al lector que el mismo poder poseen otros hombres y no es «sobrenatural», sino la pura actuación de leyes naturales.

Por entonces ocurrió en la vida de Jesús un suceso con nueva manifestación de su poder, que relatan los evangelios, pero del cual da más pormenores la tradición oculta. Llegó Jesús a su familiar ciudad de Nazaret la víspera de un sábado y después del nocturno descanso asistió en la mañana del día siguiente al servicio religioso de la sinagoga de la localidad y ocupó el mismo asiento en que acostumbraba a acomodarse cuando de niño iba con José, y por supuesto que acudirían a su memoria los familiares recuerdos de su niñez. Mucha fue su sorpresa al oír que le llamaban para dirigir el servicio, pues conviene advertir que Jesús era por nacimiento y educación rabino o sacerdote regular, y por tanto tenía derecho a dirigir el servicio religioso. Sin duda sus convecinos deseaban escuchar sus exhortaciones. Ocupó Jesús la presidencia de la sinagoga y procedió a leer el servicio regular de la acostumbrada manera prescrita por los hábitos y leyes de la Iglesia. Sucediéronse ordenadamente las oraciones, los himnos y las lecturas. Llegada la hora del sermón, tomó Jesús el libro sagrado y escogió por tema el pasaje de Isaías que dice: «El espíritu del Señor está en mí porque me ha ungido para predicar la buena nueva, etc.» En seguida comenzó a explayarse sobre el tema: pero en vez de las usuales y esperadas frases áridamente vulgares, quisquillosas y de puro tecnicismo teológico, predicó de un modo a que no estaban acostumbrados los nazarenos. Su primera frase fue: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante nosotros». El auditorio quedó profundamente impresionado por estas palabras.

Prosiguió Jesús refiriéndose al concepto que tenía de su ministerio y de su mensaje, y prescindiendo de toda precedente y rancia autoridad, proclamó valientemente que había venido a establecer un nuevo concepto de la Verdad, que subvertiría el sistema sacerdotal de formulismo y falta de espiritualidad, y que desdeñando fórmulas y ceremonias penetraría el espíritu de las sagradas enseñanzas. Reprendió después severamente la deficiencia de adelanto espiritual del pueblo judío, su materialismo y afán de goces corporales y su apartamiento de los supremos ideales de la raza. Predicó la mística doctrina y exhortó les a que se ocuparan en los problemas de conducta en la vida diaria. Expuso las enseñanzas de la Cábala en forma sencillamente inteligible y práctica, recomendó qué aspiraran a llegar a las cumbres de la espiritualidad y abandonaran los bajos deseos a que estaban apegados. Enumeró las malas costumbres y prejuicios de las gentes y censuró los mezquinos formulismos y supersticiones culturales. Exhortóles a que desecharan las ilusiones de la vida material y siguieran a la Luz del Espíritu doquiera los condujere. Estas y otras muchas cosas les dijo.

Entonces se alborotó la congregación, y desde los bancos llovieron sobre él las interrupciones, dicterios y contradictorias negaciones, mofándose algunos de que presumiera ser el portador del Mensaje. Otros le decían que obrase algún milagro en prueba de sus afirmaciones, a los que se negó resueltamente por considerar impropio y contrario a las costumbres ocultistas ceder a semejantes demandas. Entonces vociferaron llamándole charlatán e impostor y le echaron en cara la humildad de su nacimiento y la artesana condición de su padre, sin creer que tal hombre tuviese derecho a pretender la posesión de tan extraordinarios poderes y privilegios. Jesús respondió con la famosa frase: «Nadie es profeta en su tierra».

Sin atemorizarse por la hostilidad de sus convecinos, arremetió enérgicamente contra sus prejuicios y estrechez de miras, contra su mojigatería y supersticiones, y rasgando el velo hipócrita con que encubrían su falsa piedad, mostró les sus desnudas almas en toda su horrible impureza moral. Los abrumó de ardientes invectivas y cáusticas acusaciones, sin perdonar merecido dicterio.