Fuera de sí la encolerizada congregación, fingieron indignarse justamente los hipócritas y formalistas que se habían visto con tanto desprecio tratados por un presuntuoso joven de ínfima clase de su virtuosa población. Lamentaban haberle otorgado el lisonjero honor de presidir la sinagoga como muestra de consideración a un joven paisano que regresaba de una excursión misionera por el país y el extranjero, y que tan groseramente acababa de corresponder a la cortesía, demostrando con ello la poca estimación en que los tenía. Semejante conducta no era posible que la resistieran fuerzas humanas. Así es que descargó sobre él la tempestad. Todos los circundantes se levantaron de sus asientos y abalanzándose Contra Jesús lo echaron de la tarima y lo sacaron a empellones de la sinagoga, empujándolo después por las calles hasta los suburbios de la población. Jesús no se resistió Contra el atropello, pues consideraba indigno luchar con aquella gente; pero al fin se vio precisado a defenderse, porque la manifiesta intención de las turbas era arrojarlo a un precipicio abierto en una colina, allende los límites de la población. Esperó pacientemente a que lo empujaran hasta el mismo borde del precipicio, y cuando ya no faltaba más que un empellón para dar con él en el fondo del abismo, utilizó en defensa propia sus ocultos poderes. No quiso dejar tendidos sin vida a sus pies a quienes lo maltrataban ni nadie recibió golpe ni herida de sus manos, sino que volviéndose de pronto y con firme dominio de sí mismo les lanzó una sola mirada. ¡Pero qué mirada!
En ella se concentraba la poderosa Voluntad vigorizada por el oculto conocimiento y la mística disciplina. Era la mirada del Maestro ocultista cuyo poder no es capaz de resistir el hombre ordinario. Las turbas, ante la influencia de tan formidable energía retrocedieron presas de vil miedo y profundo terror. Se les erizaron los cabellos, se les desencajaron los ojos, flaquearon sus rodillas y con gritos de espanto emprendieron desordenada huida dejando paso libre al hombre misterioso que transcurría con aquella pavorosa mirada que parecía horadar el velo de la mortalidad y percibir cosas inefables y ocultas a la penetración humana. Sin detenerse a contemplar los lugares de su juventud, salió el Maestro de Nazaret, olvidando para siempre que había sido su residencia familiar. Verdaderamente no recibe el profeta honor en su patria. Quienes debieran haber sido sus más firmes mantenedores fueron los primeros en violentamente despreciarlo. El atentado de Nazaret fue la profecía del Calvario y Jesús no lo ignoraba. Pero había entrado en el Sendero y no retrocedía.
Dejando atrás a Nazaret, establecióse en Capemaum, que fue como si dijéramos su centro de operaciones o cuartel general durante el resto de su ministerio hasta su muerte. La tradición enseña que la madre y algunos hermanos de Jesús fueron también a vivir a Capemaum; y asimismo refiere la tradición que tanto los hermanos y hermanas que se quedaron en Nazaret, como los que se trasladaron a Capemaum, estaban penosamente enojados con él por su conducta en la sinagoga, que les había parecido irrespetuosa, y por ello le miraban como un excéntrico pariente cuyas andanzas habían perturbado a la familia. Se le conceptuaba hasta cierto punto como el «hijo malo» y «pariente aborrecible», excepto por su madre, que le amaba entrañablemente por ser el primogénito. La madre y algunos hermanos de Jesús se avecindaron en Capernaum, pero no quisieron recibirle en su casa, porque era un expulso y vagabundo. Refiriéndose una vez a esto, dijo que mientras las aves tenían su nido y los brutos su madriguera, el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar su cabeza. Así vagabundeó por su propia patria lo mismo que hiciera por naciones extranjeras, como un asceta que se sustentaba de las limosnas de las gentes que le querían y escuchaban sus palabras. Vivió al estilo de los ascetas indostánicos que aún hoy día visten el amarillo sayal y empuñan el cuenco del mendicante sin moneda ni vales en su bolsa. Los ascetas judíos, que tal era Jesús, tienen hoy sus análogos en los mendicantes de India y Persia.
Pero conviene advertir que en la época de Jesús era rarísimo espectáculo el de un rabino que, renunciando a los emolumentos de su categoría sacerdotal, viviese ascéticamente o como misérrimo mendicante. Era tal proceder de todo punto contrario a las costumbres domésticas y ahorrativas de la raza, imitado de los esenios o de lejanísimos países; pero lo veían con malos ojos las autoridades y el pueblo, quienes preferían las sinagogas y el Templo con sus zalameros y bien nutridos sacerdotes de pomposas vestiduras y atractivas ceremonias.
Establecida en Capernaum su base de operaciones, dio Jesús a los discípulos algún tanto de organización, confiriendo a varios de ellos cierta autoridad y ordenándoles el cumplimiento de determinados deberes de su ministerio. Por algún motivo eligió sus lugartenientes de entre los pescadores que habían ejercido este oficio en aguas de Capernaum. Los pescadores de peces se convirtieron en pescadores de hombres. Muy popular fue Jesús entre el gremio de pescadores, y las tradiciones, así como el Nuevo Testamento, refieren que a veces, cuando los pobres pescadores no habían pescado nada en todo el día, les mandaba que tendieran sus redes en determinado punto y con gozosa sorpresa las sacaban rebosantes de peces.
Numerosas pruebas de su bondad dio Jesús por doquiera fue, de modo que los pobres y humildes le miraban y hablaban como amigo del pueblo; pero esta popularidad le concitó la animadversión de las autoridades que achacaban sus buenas obras a móviles egoístas, entre ellos el de subvertir en su favor las masas para con su apoyo proclamarse Mesías. Así, cada obra de compasión y misericordia de Jesús, era nuevo incentivo del receloso odio que habían sentido siempre hacia él las autoridades civiles y eclesiásticas.
Su deseo de aliviar el sufrimiento de los pobres y desvalidos le dio mucho prestigio entre ellos, al paso que lo desdeñaban las llamadas clases superiores. Jesús decía que la plebe era la sal de la tierra, y en cambio la plebe lo miraba como su campeón y consejero.
Especialmente en los enfermos empleaba sus ocultos poderes e hizo maravillosas curaciones de las que sólo unas cuantas habla el Nuevo Testamento; pero la tradición oculta refiere que las curaciones eran diarias y que por doquiera iba dejaba tras sí numerosas gentes sanadas de toda clase de enfermedades y que centenares de enfermos acudían a que los curase. Dice el evangelio que a muchos curó por el sencillo procedimiento de imposición de manos, el preferido de los terapeutas ocultistas.
Dícese que estando en Capernaum le llamó la atención un loco que de repente se puso a gritar: «Sé que eres el único Hijo de Dios». Jesús le dirigió algunas palabras de autoridad y le curó de su trastorno por métodos que emplean cuantos ocultistas conocen la índole de los trastornos síquicos. Los cristianos vulgares de hoy día no creen en la posesión demoníaca, pero Jesús compartía la creencia en la obsesión, según la entienden los metapsíquicos, si juzgamos por las palabras que empleó para curar la dolencia de aquel perturbado. Aconsejamos al lector que consulte los evangelios en consonancia con estas lecciones, a fin de estudiar el asunto con arreglo a las normas consuetudinarias pero iluminadas por la interpretación mística del cristianismo.
La fama terapéutica de Jesús no tardó en abrumar sus energías físicas, pues diariamente realizaba una labor capaz de una docena de hombres y su naturaleza se rebelaba contra el exceso de trabajo a que la sometía. Las calles de Capernaum se llenaron de gentes anhelosas de curación, como si toda la ciudad estuviese enferma. Al fin notó que su obra como terapeuta sobrepujaba a la de instructor, y después de un período de meditación, dejó de escuchar los clamores de los pacientes que en Capernaum le solicitaban y reanudó su peregrinación como instructor, de modo que de allí en adelante sólo curaba incidentalmente y dedicaba la mayor parte del tiempo en predicar la Verdad a quienes estaban dispuestos a escucharla. Muy penoso fue para un corazón tan tierno como el de Jesús desatender el enjambre de enfermos acudidos a Capernaum, pero necesario le era hacerlo así, porque de lo contrario se hubiera limitado a ser un terapeuta ocultista de enfermedades del cuerpo en vez de Mensajero de la Verdad cuya obra había de encender en muchos lugares la Llama del Espíritu que sería la verdadera Luz del Mundo mucho después de pulverizados los cuerpos físicos de los vivientes entonces.