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Desafiando la tempestad que sobre él se cernía, salió Jesús impávidamente de Bethesda. Estaba sumido en un mar de contrapuestas voces y opiniones. Por una parte, el sanado enfermo y sus amigos defendían con entusiastas argumentos la legitimidad de la curación; pero contra estos pocos se oponían los mojigatos del lugar, que acusaban al quebrantador del sábado y pedían su castigo. ¿Habían de ser de tal modo conculcadas las antiguas leyes de Moisés por aquel presuntuoso nazareno, cuyas ideas religiosas tan tristemente faltas estaban de ortodoxia? ¡Seguramente no! ¡Era necesario castigar al osado! De nuevo Jesús se vio en riesgo de que lo maltrataran de obra o lo condenasen a muerte, por la animadversión de la mojigatería de los ortodoxos.

Fue siempre Jesús enemigo del estúpido formulismo y de la fanática ignorancia relativa al verdadero concepto de la santificación de las fiestas, desconocido por las gentes de pocos alcances. En la precitada ocasión, como en tantas otras, y más señaladamente cuando sus hambrientos discípulos arrancaron unas cuantas espigas para mitigar el hambre, se opuso Jesús a la estricta e inflexible ley de la observancia del sábado.

Su idea era que «el sábado fue hecho para el hombre y no fue hecho el hombre para el sábado». Nada tenía el Maestro de puritano, y en vista de ésta su actitud respecto del asunto, es sorprendente la que algunos toman en nuestro tiempo en oposición a sus enseñanzas teóricas y prácticas, a pesar de llamarse cristianos.

Rechazado una vez más por la ignorancia y mojigatería de las gentes, volvióse a Galilea, el país de sus retiro y descanso y escenario de gran parte de su mejor actividad. Abundaban en Galilea sus adictos y admiradores y no corría tanto riesgo de que lo con, turbaran y persiguieran como en las inmediaciones de Jerusalén. Numerosas gentes esperaban allí su ministerio y por millares se contaban los conversos. La población contenía muchas personas curadas por su poder y su nombre era familiar.

Entonces inicio una nueva etapa de su obra. Había decidido compartir su ministerio con sus doce más adelantados discípulos, pues ya no le era posible dirigir personalmente toda la extensión de la obra. Como acostumbraba en las ocasiones críticas, buscó la soledad para entregarse a la meditación y el fortalecimiento espiritual antes de investir a sus doce apóstoles con la alta autoridad de su misión.

Pasó la noche en una de las colinas cercanas a Capernaum, de la que bajó a la mañana siguiente, fatigado de cuerpo por falta de descanso, pero fortalecido de alma y espíritu.

Entonces reunió a los doce a su alrededor, y en apartada congregación les comunicó algunas profundas verdades y secretos, con determinadas instrucciones relativas a la curación y exhortándoles a mantenerse inquebrantablemente fieles a su persona y su obra.

Los relatos evangélicos dicen muy poca cosa referente a las instrucciones que dio Jesús a los doce apóstoles para su futura misión; y así, no tiene quien los lee idea del admirable desenvolvimiento mental y espiritual manifestado por los apóstoles, durante su transición de humildes pescadores u otros oficios análogos, a suma mente desarrollados instructores de adelantadas verdades espirituales. Especialmente al ocultista le parece asombrosa tan repentina mudanza, porque sabe cuán arduas pus ha de hollar el neófito antes de ser iniciado y los altos grados por que ha de pasar el iniciado antes de alcanzar el de Maestro. Así es que el ocultista comprende la poderosa labor efectuada por Jesús para aducir y desenvolver las naturalezas espirituales de los apóstoles hasta que fueran dignos de que los eligieran por representantes e instructores. Las tradiciones ocultas enseñan que Jesús siguió un sistemático curso e instrucción de sus escogidos discípulos, conduciéndolos rápidamente grado tras grado de mística disciplina y conocimiento oculto hasta que por fin fueron capaces de que aquél les impusiera las manos en la ocasión aludida en los precedentes párrafos.

Conviene advertir que Jesús transmitió a los apóstoles el dominio de las ocultas fuerzas de la naturaleza que los capacitaba para obrar curaciones milagrosas similares a las de su Maestro, y no cabe suponer ni por asomo, que un Maestro ocultista de tan alto grado como Jesús facultase a los apóstoles para el ejercicio de tan formidable poder sin darles de antemano las instrucciones necesarias respecto al mejor modo de emplearlo. Semejante facultad no se les podía otorgar sin que comprendieran las verdades fundamentales de la naturaleza, únicamente asequible a los iniciados en las básicas verdades de la ciencia y de las fundamenta, les leyes de la vida.

La tradición nos enseña que Jesús inició a los doce apóstoles en los sucesivos grados de las fraternidades ocultas de las que era Maestro, condensando al efecto en un sencillo y práctico sistema didáctico, gran copia de información oculta y místico saber, que comunicó plenamente a quienes había elegido para ser sus principales colaboradores y que le sucedieran después de su muerte, ya según presentía no lejana.

Todo esto ha de comprender muy bien el estudiante del cristianismo místico, si quiere escrutar los secretos de la primitiva Iglesia cristiana después de la muerte de Cristo.

El admirable avance de la nueva religión no podía provenir del mero impulso de los creyentes en el Maestro. Generalmente sucede que, al morir el jefe de una numerosa organización, se desintegra la masa o disminuye su poder, a menos que antes de morir haya «infundido su espíritu» en algunos discípulos escogidos.

Tal hizo Jesús, aunque sólo podía infundir su espíritu en quienes plenamente hubiesen comprendido los fundamentales verdades y principios de sus enseñanzas.

Había una doctrina esotérica para las multitudes y una doctrina esotérica para los Doce. Muchos pasajes de los evangelios así lo demuestran, y bien lo sabían los primeros Padres de la Iglesia.

En la ocasión a que hemos aludido explicó Jesús a los Doce las verdades básicas, y desde entonces los trató más bien como Maestros que como discípulos. De esta final instrucción derivó el Sermón de la Montaña, el más admirable y completo discurso de Jesús, pronunciado casi inmediatamente después de la elección de los doce apóstoles y dirigido más bien a ellos que a la multitud congregada para escucharle.

Comprendía Jesús que los doce apóstoles podrían interpretar aquel sermón en virtud de las esotéricas enseñanzas que les había comunicado, y así fue que prescindiendo del vulgo de los oyentes, dilucidó en aquel sermón las enseñanzas internas en provecho de los elegidos.

Únicamente es posible interpretar el Sermón de la Montaña con la clave interna que abre las puertas de la mente a la comprensión de las enigmáticas sentencias y místico significado de muchos de sus preceptos, según veremos en la lección correspondiente.

Pocos días después del Sermón de la Montaña, salió el Maestro de Capernaum y fue de poblado en poblado visitando como de costumbre los diversos centros de enseñanza.

En el camino realizó Jesús una obra de oculto poder, demostrativa de que era uno de los superiores adeptos de las fraternidades ocultas, porque nadie más hubiera sido capaz de semejante manifestación, pues aun los más encumbrados Maestros orientales rehusaron seguramente emprender la labor que Jesús acometió.

Iba la compañía pausadamente por su camino, cuando cerca de una aldea vieron que venía en su misma dirección un fúnebre cortejo precedido por Un grupo de mujeres que entonaban tristes endechas según costumbre galilea. Seguía el cortejo lentamente su camino. La etiqueta del país exigía que cuantos transeúntes encontraran un entierro a su paso se unieran al acompañamiento y en consecuencia, todos los que iban con Jesús asumieron una actitud de condolencia y muchos tomaron voz en los fúnebres cantos de la comitiva.