Выбрать главу

Pero Jesús adelantóse hasta la presidencia del duelo, de un modo muy chocante para los estrictos observadores de las fórmulas y costumbres familiares. Colocóse frente al féretro y mandó a los portantes que se detuvieran y lo dejaran en el suelo. Un murmullo de indignación circuló por las filas del acompañamiento y algunos se adelantaron con intento de rechazar al presuntuoso forastero que osaba mancillar la dignidad del funeral en su camino. Pero les contuvo algo que vieron en el rostro de Jesús, y un extraño sentimiento conmovió a los circunstantes porque muchos de ellos reconocieron a Jesús y quienes habían presenciado algunos de sus prodigios propagaron la voz de que algo admirable iba a ocurrir, y así fue que todos se agruparon en torno del Maestro y el ataúd.

El difunto era un joven hijo de una viuda, que en desolada actitud y desesperados ademanes permanecía junto al cadáver como si quisiera protegerlo contra la profanación que recelaba de aquel forastero. Sin embargo, Jesús le echó una mirada de transcendental amor, y con voz vibrante de ternura le dijo: «Madre, no llores; cese tu aflicción». Sorprendida ya la par excitada, la madre miró con ojos suplicantes a quien así le había hablado, y su amor e instinto de madre notó en los ojos de él nueva expresión y el corazón de ella latió con mayor esperanza de algo, sin saber qué fuese. ¿Qué quería decir el Nazareno? Su hijo estaba muerto y ni el mismo Dios había jamás perturbado el profundo sueño del cuerpo que el alma abandonó. Pero, ¿qué significaban aquellas palabras? ¿Qué los latidos de su agitado corazón?

Entonces, con autoritario ademán, apartó el Maestro a las gentes del ataúd hasta que quedaron él, la madre y el cadáver en el despejado espacio del centro. Comenzó a la sazón una insólita y admirable escena. Con los ojos fijos en el rostro del cadáver y en actitud que indicaba un supremo esfuerzo de su voluntad, hizo el Maestro algo que denotaba la acción de las fuerzas superiores sujetas a su mandato. Los apóstoles, ya instruidos por él en ocultismo, reconocieron la índole de la manifestación y palideció su rostro, porque echaron de ver que no sólo derramaba su fuerza vital en el cadáver para saturarlo de prana, sino que también trataba de llevar a cabo una de las más difíciles operaciones ocultas, cual era la de atraer del plano astral el alma del difunto e infundida de nuevo en el cuerpo vigorizado con vital energía. Comprendieron los apóstoles que el Maestro, por su supremo esfuerzo de su voluntad, estaba revertiendo el proceso de la muerte. Y con exacta apreciación de la verdadera naturaleza del prodigio que ante ellos se operaba, se estremecían todos sus cuerpos y se les entrecortaba el aliento.

Entonces exclamaron los circunstantes: «¿Qué le dice este hombre al cadáver? ¡Levántate, joven! ¡Abre los ojos! ¡Respira desahogadamente! ¡Levántate! ¿Se atreverá este forastero a desafiar los decretos del propio Dios?»

Pero el cadáver abrió los ojos y miró asombrado en su derredor. Aún no se había oscurecido del todo su brillo. El pecho se agitaba pesadamente con entrecortada respiración, como si de nuevo luchara por la vida. Después levantó los brazos, movió las piernas y púsose en pie derecho, balbuceando ininteligibles palabras, hasta que, vuelto completamente en sí, se arrojó al cuello de su madre sollozando de placer. El muerto vivía. El cadáver había vuelto a la vida.

La gente retrocedió poseída de pavoroso terror a la vista del espectáculo y la fúnebre comitiva se dispersó en todas direcciones, hasta quedar solos la madre y el hijo llorando de alegría y olvidados del Maestro y sus discípulos en su intenso desborde de amor.

Jesús y los suyos siguieron adelante en su camino, pero la fama del milagro cundió de ciudad en ciudad, hasta llegar a Jerusalén. Las gentes se admiraban o dudaban, según el temperamento de cada quien, mientras que las autoridades políticas y eclesiásticas se preguntaron de nuevo unas a otras si aquel hombre no era un peligroso enemigo del orden social.

En una de sus andanzas, invitó a Jesús a que se aposentara en su casa un conspicuo vecino de la ciudad en que predicaba. Era de la clase de los fariseos, caracterizado por su extremada devoción y apego a las fórmulas y ceremonias y una mojigata insistencia sobre la observancia de la letra de la ley. Eran los fariseos el ultra ortodoxo núcleo de un ortodoxo pueblo, y andaban tan erguidos que se doblaban por lo tiesos, y daban gracias a Dios por no ser como los demás hombres. Eran los pietistas miembros de la iglesia y de la sociedad, y su nombre es aún hoy día sinónimo de «fingida piedad».

No se sabe con qué motivo invitó aquel fariseo al Maestro para que comiese en su casa. Probablemente le movió a ello la curiosidad, combinada con el deseo de sonsacar de su huésped afirmaciones de que después pudiera valerse contra él.

De todos modos, Jesús aceptó la invitación y notó que el dueño de la casa no le hizo objeto de ciertas ceremonias acostumbradas entre los judíos al recibir a un huésped de la misma categoría. No le ungieron la cabeza con el aceite ceremonial, como era costumbre en casa de su posición cuando se quería tratar a un huésped como si fuera de la familia. Claramente se advertía que lo miraban con curiosidad, como una «rareza» más bien que como a un amigo, y que por pura curiosidad lo habían invitado. Pero Jesús nada dijo ni se dio por entendido de la omisión. La comida transcurrió sin incidente notable, y reclinados después cómodamente los comensales a estilo oriental, discutieron sobre diversos temas, cuando una mujer irrumpió presurosa en la sala del banquete.

De su traje se colegía que era una de las tantas mujeres livianas que hormigueaban por las ciudades orientales. Iba vistosamente ataviada, con la cabellera flotante sobre los hombros, al estilo de las mujeres de su condición en aquella tierra. Fijó la mujer los ojos en el Maestro y dirigióse pausadamente hacia él, no sin enojo del dueño de la casa que temía una escena, porque probablemente el Maestro reprendería a la mujer por haberse atrevido a acercarse a él, quien era un instructor espiritual.

Pero la mujer se adelantó en sus pasos hacia el Maestro, hasta que postrada ante él y con la cabeza apoyada en sus pies, prorrumpió en amarguísimo llanto. Había escuchado algún tiempo antes la predicación del Maestro, y las semillas de sus enseñanzas habían arraigado y entonces florecido en su corazón, por lo que venía a manifestar su adhesión y rendir una ofrenda al reverenciado Maestro. Estaba allí en presencia de él, en prueba de regeneración espiritual y de su propósito de comenzar una nueva vida. Sus lágrimas habían bañado los pies del Maestro, y los secó con su abundosa cabellera, besándose los después en señal de fidelidad y adoración.

Prendíale del cuello una cadenilla de la que colgaba una cajita llena de perfumado aceite de esencia de rosas, que ella estimaba en mucho como todas las mujeres de su clase. Rompió el sello de la cajita y derramó el óleo perfumado sobre las manos y los pies del Maestro, quien lejos de rechazar la ofrenda, la aceptó a pesar de su procedencia. El dueño de la casa tuvo entonces pensamientos no muy halagüeños para la cordura de su huésped, y apenas podía disimular la burlona sonrisa que pugnaba por aparecer en sus labios.

Jesús se volvió hacia el fariseo y le dijo, sonriente: «Simón, estás pensando y diciéndote mentalmente: "Este si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que a él se llega y no la rechaza y aparta de sí?"» El fariseo quedó penosamente confuso porque el Maestro había leído palabra por palabra en su pensamiento según el método telepático de los ocultistas. Después, con amable ironía, llamó Jesús la atención del fariseo sobre la circunstancia de que aquella mujer le había prestado el servicio que él como dueño de casa no cuidó de prestar. ¿No le había bañado y ungido los pies, como el dueño de la casa hubiera hecho si lo considerara digno de este honor? ¿No había ella estampado en sus pies el beso que la etiqueta requería que el dueño estampara en la mejilla del visitante de su casa? En cuanto a la índole de la mujer, la había reconocido y perdonado, diciendo que mucho se le perdonó por haber amado mucho. Y volviéndose a la mujer, le dijo: «Ve en paz, porque perdonados te son tus pecados». Y marchóse la mujer con el rostro transfigurado y firmemente resuelta en su corazón a mudar de vida, porque el Maestro la había perdonado y bendecido.