Pero por aquella acción se concitó Jesús el odio del fariseo y sus amigos. Se había atrevido a reprenderle en su propia casa, y por añadidura se había arrogado la sacra facultad de perdonar los pecados, que era privativa del sumo sacerdote del Templo en la práctica de ciertas ceremonias y sacrificios en el lugar santísimo. Había desafiado los valiosos derechos y funciones sacerdotales en la propia casa de un fariseo, de uno de los más acérrimos defensores del formulismo y de la autoridad.
Este incidente demostró no sólo la amplitud de ideas de Jesús y su universal amor, sino también su valentía en desafiar al odia, do formulismo aun en la misma casa de sus obstinados defensores, y su actitud respecto a la mujer, que el pueblo judío tenía en muy poca estimación. No se la juzgaba digna de asistir a las sinagogas y era depresivo para un hombre mencionar a sus parientes femeninos en una reunión, pues consideraban a la mujer en todos respectos muy inferior al hombre y la trataban como cosa casi inmunda en sus más sagradas funciones naturales.
Sobre todo con las mujeres caídas tenía Jesús muy compasiva consideración, pues comprendía la seducción de que habían sido víctimas y lo aflictivo de su situación en la sociedad. Lamentaba la «doble norma de virtud» que consentía los devaneos del hombre sin menoscabo del respeto social, mientras que a la mujer que incurría en el mismo desliz se la vilipendiaba y trataba como un desecho social. Siempre estaba Jesús dispuesto a levantar su voz en defensa de las infelices extraviadas, movido por el sentimiento de injusticia con que los hombres las trataban. Así lo demostró cuando, insidiosamente invitado a que juzgase a la mujer adúltera, exclamó: «Quien de vosotros esté limpio de pecado, que arroje la primera piedra.» No fue extraño que la despreciada mujer le besara los pies y le ungiera con su preciosísimo óleo. Era amigo de todas las de su desdichada condición.
LECCIÓN VII. EL PRINCIPIO DEL FIN
Por los mismos cauces seguía el ministerio de Jesús. De un lado para otro del país, predicaba y enseñaba por ciudades y aldeas, y se le adherían nuevos prosélitos en la continuación de su obra. Se adaptaba al auditorio, dando a cada cual lo que necesitaba sin cometer el error de hablar de modo que no le comprendieran los oyentes. Daba a las masas las enseñanzas generales que requerían, pero reservaba las enseñanzas internas para el círculo esotérico de los discípulos capacitados para recibida. Mostraba en ello un profundo conocimiento de los hombres y la estricta conformidad con las costumbres de los místicos, que nunca cometían la torpeza de enseñar las sublimes matemáticas del conocimiento oculto a los estudiantes que estaban aprendiendo las cuatro reglas de la aritmética vulgar. Recomendó a sus apóstoles que no olvidaran jamás este punto de la enseñanza, y les llegó a decir con mucho énfasis que no echaran nunca perlas a los cerdos.
Una noche cruzaba en barco el lago de Genezaret en compañía de los discípulos que habían sido pescadores, y fatigado de la ruda labor del día se envolvió en sus ropas y quedó profundamente dormido. A poco le despertó una conmoción ocurrida entre los tripulantes y pasajeros, pues había sobrevenido tormenta y el barco se balanceaba a punto de zozobrar, con grave temor de los pescadores que lo gobernaban. Se habían desgarrado las velas, derribando gran parte del mástil, y el barco no obedecía al timón porque se había estropeado la rueda. Los tripulantes, presas de terror y pánico, acudieron a Jesús en súplica de que los salvara del naufragio, diciendo: «¡Maestro, Maestro, sálvanos, que perecemos!»
Levantóse el Maestro, y valido de su oculto poder mandó a los vientos que se calmaran y a las olas que se apaciguasen. Siguió la costumbre de los ocultistas orientales de dar sus órdenes de palabra, no porque las palabras tuviesen alguna virtud por sí mismas, sino porque servían de vehículo a su concentrado pensamiento y enfocada voluntad que empleaba en aquella manifestación de su poder. Conocedores los ocultistas de ese procedimiento, se ríen al leer en los evangelios el cándido relato del suceso, en el que se describe a Jesús como si reprendiese a los desencadenados vientos y calmara con sólo su palabra a las alborotadas olas. Los pescadores testigos de la ocurrencia, cuyo relato difundieron entre las gentes, no comprendían la índole de la manifestación oculta, creídos de que hablaba a los vientos y a las olas como si fuesen entidades personales.
Nada sabían del proceso mental subyacente en las palabras, e ingenuamente se figuraban que Jesús reprendía a los vientos y exhortaba a las olas. Todo ocultista sabe que en el trato con las cosas resulta mucho más fácil el procedimiento si las consideramos como si tuvieran inteligente y positiva existencia.
Obedientes al pensamiento y voluntad del Maestro, abatieron los vientos su furia y cesaron de agitarse las aguas. Poco a poco fue recobrando el barco el equilibrio, la tripulación respiró desahogadamente, recompuso el timón y enderezó el mástil. Mientras trabajaban, se decían maravillados unos a otros: «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y las aguas le obedecen?» Jesús, mirándolos tristemente, exhaló aquel grito del místico que conoce el poder latente en el hombre sobre las condiciones materiales, en espera del ejercicio de la Voluntad, sólo posible en correspondencia a una profunda fe. Así, les respondió diciendo: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?» Al místico le parece extraño que las gentes lean los relatos evangélicos del citado suceso y otros similares, sin ver en ellos otra cosa que una nueva enumeración de milagros obrados por sobrenatural poder. Pero quien conozca las verdades fundamentales, advertirá que, por incompletos que sean los relatos evangélicos de la taumaturgia de Jesús, están llenos de adelantadas enseñanzas ocultas, tan explícitamente expuestas, que parece como si cualquiera pudiese reconocerlas. Pero todavía está en vigor la vieja rutina, y cada cual entiende en lo que es capaz de entender; cada cual ha de aportar algo al relato evangélico, antes de que pueda entresacar algo de él, porque al que tiene le será dado.
Siempre la misma mística verdad manifestada en todo tiempo y lugar. Es una fundamental ley de la mente.
La travesía del lago estuvo acompañada de otra manifestación de oculto poder que los clérigos suelen dejar sin comentario o se esfuerzan penosamente en «explicar» el significado del relato. La moderna tendencia materialista ha invadido hasta las mismas iglesias, de modo que los eclesiásticos procuran evitar la acusación de que creen en «espíritus» y análogos fenómenos del mundo astral.
Cuando los navegantes llegaron a la tierra de los garenos, en la opuesta orilla del lago, desembarcaron todos, y Jesús y sus discípulos se dirigieron hacia las poblaciones costeñas. Al pasar por los acantilados de la costa, vieron dos extrañas figuras que los iban siguiendo y farfulleaban entre sí. Eran dos enajenados que, acercándose a la compañía, le suplicó uno de ellos al Maestro, de extra_ vagante manera, que librara a los dos de los demonios que los poseían, y gritaba:
«¡Oh, Maestro, Hijo del Dios vivo! Ten misericordia de nosotros y echa de nosotros las cosas inmundas que tenemos.»
Nada dicen los evangelios respecto a la causa de esta demoníaca obsesión, y los exégetas prefieren prescindir de comentarios o achacarlas a la monomanía de los enajenados, a pesar de la explícita afirmación del relato evangélico y su consiguiente declaración. Pero las tradiciones ocultas refieren que aquellos hombres eran víctimas de obsesión, producida por dos entidades evocadas por necromántico conjuro del plano astral, y que habían tomado posesión de los cuerpos físicos de quienes las habían evocado, y no querían volverse a su propio plano, con lo que determinaban que a los poseso s los tomasen por locos y hubiesen de refugiarse en las cuevas de los acantilados, en donde también sepultaban a los difuntos. No intentamos entrar aquí en pormenores sobre este asunto, sino explicar el oculto significado de este milagro de Jesús, que claramente comprenden todos los ocultistas.