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Jesús conocía en todo y por todo la naturaleza de la perturbación y rechazó a las dos entidades astrales por medio de su oculto poder. A los pocos momentos se oyó un grito exhalado en una cercana loma, y apareció una numerosa piara de cerdos que atropelladamente se precipitaron en el mar. El relato evangélico es muy explícito sobre el particular, pues dice que los demonios se trasladaron de los hombres a los cerdos, y espantados estos animales se precipitaron en el agua. Jesús habló clara y positivamente de demonios, llamándolos «espíritus inmundos» y mandándoles que «salieran de los dos hombres»; pero todo ocultista adelantado sabe que los cerdos sirvieron de instrumento intermediario para transportar a las entidades astrales a su peculiar plano de vida. Sin embargo, no es posible dar más explicaciones en un libro de pública lectura. Los enajenados recobraron su normal condición, y los anales ocultos dicen que el Maestro les instruyó respecto de las malas artes que habían seguido hasta entonces y les mandó que desistiesen de sus nefandas prácticas, que tan funestas consecuencias les habían acarreado.

Los teólogos cristianos, con pocas excepciones, desdeñan las frecuentes alusiones del Nuevo Testamento a los «demonios» y «diablos», diciendo que los evangelistas (a quienes por otra parte consideran inspirados) debieron ser crédulos y supersticiosos en cuanto «a la absurda demonología de su época».

No hacen caso de que el mismo Jesús habló repetidamente de dichas entidades y les mandó que salieran del cuerpo de los individuos a quienes habían obsesionado. ¿Se atreverán las iglesias a sostener que también Jesús era un crédulo e ignorante palurdo que compartía las supersticiones populares? Por lo visto, así parece. Debemos exceptuar de esta crítica a la Iglesia Católica, cuyas autoridades han reconocido la verdadera situación de estas cosas y prevenido a sus fieles contra las tenebrosas prácticas de necromancia o evocación de entidades astrales.

La ciencia oculta enseña a quienes la estudian, que hay varios planos de vida, cada uno con sus habitantes. Enseña que en el plano astral hay entidades des encarnadas que no se han de transportar a nuestro plano físico. Y precave a todos contra las negras artes, tan comunes en los tiempos antiguos y medievales, de invocar y evocar a tan indeseables moradores del plano astral. Es deplorable que algunos de los modernos investigadores psíquicos desdeñan tan claras advertencias y se exponen por su insensato capricho a graves consecuencias. Exhortamos al lector a que no ceda al afán de presenciar fenómenos astrales. Un escritor ha comparado el psiquismo con una máquina cuyos engranajes arriesgan arrebatar a quien se acerque. ¡Apartaos de las ruedas!

Este milagro de Jesús suscitó viva agitación, y le acusaron de ir por el país llenando de malignos espíritus los ganados de los campesinos y ocasionando su ruina. Los sacerdotes excitaban estos morbosos sentimientos de las gentes y fomentaban su desconfianza, el odio y recelo que los timoratos empezaban a demostrar al Maestro. Se estaban sembrando en el pueblo las semillas del Calvario, con el horrendo fruto en ellas aún embrionario. El odio y la mojigatería eran la esencia de la semilla y del fruto.

Jesús regresó a Capernaum, y de nuevo invadieron la ciudad multitud de gentes deseosas unas de enseñanzas y otras de curación. La fama de su maravilloso poder terapéutico había cundido por doquiera, y de muy lejos venían los enfermos conducidos en literas para que los tocase la mano del Maestro.

Por entonces se llegó a él un príncipe de la sinagoga llamado Jairo, quien tenía una hija de doce años gravemente enferma y desahuciada de los médicos.

Cuando Jairo vio a su hija a las puertas de la muerte, apresurose a ir donde el Maestro predicaba, y arrojándose a sus pies le suplicó que curase a su amada hija antes de que transpusiera el sombrío portal de lo desconocido. Compadecióse Jesús de la grandísima pena de aquel padre, e interrumpiendo su enseñanza encaminose a casa de Jairo. Con la mente saturada de salutíferos pensamientos y henchido su organismo de las energías vitales que necesitaba para su labor, notó que alguien le tocaba la orla del vestido en busca de curativas fuerzas, y exclamó: «¿Quién es el que me ha tocado; porque he conocido que ha salido poder de mí».

Cerca ya de casa de Jairo, salieron corriendo los criados con ensordecedores gritos y lamentos, diciendo que la niña había muerto mientras esperaban la llegada del sanador. Abatidísimo quedó Jairo al escuchar tan funesta noticia, que desvanecía su mejor fundada esperanza. Pero Jesús le exhortó a tener confianza, y acompañado de sus discípulos Juan, Pedro y Santiago, entró en la cámara mortuoria. Después de apartar a un lado a la llorosa familia y a los vecinos acudidos a consolarla, les dijo: «La niña no está muerta, sino duerme».

Un grito de indignación lanzaron los circunstantes mojigatos al oír estas palabras del Maestro. ¿Cómo se atrevía a escarnecer la presencia de la difunta, abandonada de los médicos y sobre cuyo cadáver habían ya empezado los sacerdotes a practicar los ritos fúnebres? Pero sin escucharlos, pasó el Maestro las manos por la cabeza de la niña y estrechó entre las suyas las del cadáver. Ocurrió entonces una cosa extraña. El pecho de la niña empezó a moverse y se colorearon de rosa sus mejillas. Después movió brazos y piernas, abrió los ojos con expresión de asombro y miró al Maestro sonriendo dulcemente. Entonces, Jesús, con aire de suavísima ternura, salió del aposento, ordenando que le trajesen de comer a la niña.

Comenzaron en seguida las acostumbradas discusiones. Unos dijeron que el Maestro había resucitado a otro muerto, mientras que otros porfiaban que la niña estaba cataléptica y hubiera vuelto en sí de todos modos. ¿No había dicho el mismo Maestro que estaba dormida? Pero el Maestro no hizo caso de las disputas y se restituyó al campo de su labor, que continuó como de costumbre, enviando a sus apóstoles a otros lugares del país, previas instrucciones respecto a la terapéutica ocultista. Mucho éxito tuvieron los esfuerzos de los apóstoles y de todas partes llegaron excelentes noticias de su labor. Las autoridades reconocieron la creciente influencia del joven Maestro, cuyas acciones vigilaron desde entonces con más ahínco los espías. Tuvo por aquel tiempo Herodes noticia de las enseñanzas del Maestro, en las que reconoció la misma tónica que en las de Juan el Bautista, que había sido condenado a muerte, y comprendió por ello que aunque los hombres murieran, subsistía vivo el espíritu de sus enseñanzas. No es extraño que el cruel tetrarca exclamase con angustioso terror: «¡Este es el espíritu de Juan, a quien hice decapitar, que ha salido del sepulcro para vengarse de mí!» Las autoridades dieron cuenta a Roma de que había aparecido un joven fanático, a quien muchos consideraban como el Mesías y futuro rey de los judíos, que tenía millares de prosélitos por todo el país. A su debido tiempo llegaron órdenes de Roma para que se vigilase cuidadosamente a aquel hombre, quien sin dada trataba de sublevar al pueblo, y que lo encarcelasen o lo condenaran a muerte en cuanto hubiera pruebas lo bastante convincentes.

Por entonces estaba Jesús en un pueblecito de pescadores llamado Betsaida, a orillas del lago, a unos diez kilómetros de Capernaum. Embarcóse en un bote para ir a un paraje de la costa donde pensaba descansar algunos días; pero al desembarcar estaba aquel paraje ocupado por una multitud anhelosa de enseñanza y curación. Prescindiendo de su fatiga mental y física, satisfizo las necesidades de aquellas gentes, entregándose con fervor y celo a la doble obra de instruir y curar. Había unas cinco mil personas reunidas en su derredor, y a la caída de la tarde circuló la voz de que tenían hambre y no había en el campo suficientes vituallas para saciar la de todos. Promovióse por esta causa un gran tumulto y se oyeron algunas que otras maldiciones. Olvidadas las necesidades espirituales, clamaban imperiosamente por la satisfacción de las corporales. ¿Qué hacer?