Llamó Jesús a los encargados de distribuir los víveres que había en el campo, y mucho fue su disgusto al saber que todo el repuesto consistía en cinco panes y dos peces. Los discípulos no llevaban dinero con qué comprar subsistencias, porque vivían de la hospitalidad del país y de las ofrendas de los fieles; y así es que le aconsejaron al Maestro que despachase a la multitud, diciendo que cada cual fuese a Betsaida en busca de sustento. Pero Jesús no quiso hacer semejante cosa, sobre todo teniendo en cuenta que abundaban entre el concurso los paralíticos traídos desde muy lejos por sus parientes y amigos, y que aún no estaban curados, y decidió emplear su poder en alimentar a aquella gente.
Ordenó a sus discípulos que distribuyeran a la multitud en grupos de quince personas en disposición de comer, y después mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces, sobre los que impuso las manos, los bendijo, y encargó a sus discípulos que los distribuyeran entre la multitud. Los discípulos se miraron unos a otros con aire de extrañeza, creídos de que su Maestro se había vuelto loco; pero conforme iban sacando panes y peces se multiplicaban asombrosamente, de modo que las cinco mil personas saciaron el hambre, y con las sobras se llenaron muchos cestos repartidos entre los más pobres para que se los llevaran a casa y comieran al día siguiente.
Pero se movió un alboroto, porque aquellas gentes, con el estómago satisfecho, creyeron que Jesús tenía sobrado poder para mantenerlos siempre gratuitamente, y empezaron a dar entusiastas gritos de: «¡El Mesías! ¡El rey de los judíos! ¡El Proveedor del Pueblo! ¡El Hijo de David! ¡El gobernante de Israel!» La multitud se exaltó con estos gritos, y algunos de los más osados o quizá mercenarios espías que procuraban poner a Jesús en un compromiso político, lanzaron la idea de que todos como un ejército en formación y con Jesús al frente fuesen de ciudad en ciudad hasta sentado en el trono de Israel en Jerusalén. Conocedor Jesús del peligro que semejante propósito entrañaba para su misión, procuró disuadir de aquel disparate a aquellos fanatizados capitostes, y receloso de que las autoridades interviniesen en vista del tumulto, ordenó que los Doce se fueran en el bote a la margen opuesta del lago; pero él se quedó con la multitud para afrontar el recelado peligro.
Retiróse a las cercanas colinas y estuvo toda la noche en meditación. Al día siguiente por la mañana temprano notó que se había levantado tempestad en el lago, y que sin duda estaría en peligro el débil bajel en que iban sus discípulos, quienes de un momento a otro podían naufragar y ahogarse. Deseaba juntarse con ellos para confortados; pero como no había ningún barco en la costa, se lanzó intrépidamente de pies al agua y sobre ella anduvo veloz hacia el punto en donde conjeturaba que debía estar el barco. Consciente del poder de levitación de que se valía para contrarrestar la fuerza de gravedad, se encaminaba rápidamente hacia sus discípulos, y al llegar cerca de ellos, creyeron que era un fantasma aquella blanca figura deambulante sobre las aguas y se sobrecogieron de temor. El Maestro les gritó: «Soy yo, no temáis». Entonces le dijo Pedro: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». El Maestro le dijo sonriente que hacia él viniera como deseaba; y Pedro, cuyas potencias latentes empezaba a actualizar la fe que tenía en su Maestro, echó pies al agua y anduvo algunos pasos; pero perdiendo de pronto la fe y el valor, perdió también el poder y se hubiera hundido a no cogerle el Maestro de su mano y entrar ambos en el barco. Los tripulantes acogieron a Jesús con vivo entusiasmo e hicieron rumbo a la costa cerca de Capernaum.
En el intento de Pedro de andar sobre el agua, tenemos vivísimo ejemplo de la conocida influencia de la actitud mental de fe en la manifestación del oculto poder. Todos los ocultistas saben que sin implícita fe en su interno poder no logrará manifestado en acción. Saben que con la fe pueden obrar milagros sin ella imposibles. Mientras Pedro mantuvo su fe, fue capaz de contrarrestar la acción de ciertas leyes de la naturaleza por medio de la de otras no tan bien conocidas; pero tan pronto como el temor suplantó a la fe, desvanecióse su poder. Este es un invariable principio ocultista, y el relato del incidente de Pedro contiene todo un volumen de enseñanza oculta para quien sea capaz de leerlo.
Llegados en salvo a la costa del lago, prosiguió Jesús su obra, pues siempre acudía multitud de gente a su alrededor. Pero en la opuesta costa del lago, la muchedumbre saciada con los multiplicados panes y peces se mantenía en levantisca actitud, vociferando que su caudillo los había abandonado negándoles los panes y peces cuya provisión esperaban que había de continuar. También lamentaban que no prosiguiera el reinado, de los milagros, y por todo ello empezaron a denigrar al Maestro a quien la noche antes habían aclamado. Así, Jesús experimentó, como todos los insignes instructores, la ingratitud del veleidoso pueblo. Los buscadores de panes y peces con qué vivir sin trabajar y los milagreros constantemente renovados, han sido siempre la perdición de los egregios instructores de la Verdad. Cuantos anhelen ser instructores han de advertir que las multitudes que hoy reverencian a un Maestro espiritual, con la misma facilidad lo despedazarán mañana.
Malas consecuencias tuvo la compasiva equivocación de Jesús al valerse de sus ocultos poderes para alimentar el gentío, porque bien sabía que era aquello contrario a las reglas consuetudinarias de las fraternidades ocultas. Los formalistas escribas y fariseos, enterados del suceso, se llegaron al Maestro para acusarlo de haber violado una de las fórmulas y ceremonias prescritas por las autoridades eclesiásticas, que exigían de los fieles que se lavasen las manos antes de toda comida. También le acusaron de herejía y de falsas enseñanzas que incitaban a las gentes a prescindir de las acostumbradas ceremonias y observancias. Indignado, Jesús replicó a sus acusaciones con enérgicas y justas invectivas, diciéndoles: «Sois hipócritas que guardáis los mandamientos de los hombres y quebrantáis los de Dios. Os laváis las manos, pero no el alma. Sois ciegos que guiáis a otros ciegos y caéis juntos en hoyos de inmundicia. Lejos de aquí vosotros y vuestra hipocresía». Pero no cesaron los comentarios hostiles a su acción, y disgustado de la aridez del suelo en que había sembrado las preciosas semillas de la Verdad, reunió a sus discípulos y trasladóse a Tiro y Sidón, pacífica comarca donde podría reposar y meditar nuevos planes y obras. Ya veía el principio del fin.
Para comprender la situación del Maestro en aquel entonces, conviene advertir que siempre había actuado entre las masas populares, que eran sus más entusiastas admiradores. Así es que, mientras estuvo atrincherado en el corazón del pueblo, las autoridades civiles y eclesiásticas no se atrevieron a atacarle, temerosas de una grave sublevación; pero una vez lograron malquistarlo con las gentes, arreciaron la persecución y las quejas contra él, consiguiendo al menos convertirlo en un impopular vagabundo. Lo expulsaron de las grandes ciudades, de modo que se vio precisado a peregrinar por las comarcas menos pobladas del país, y aun allí los espías y agentes de la autoridad le acosaban y tendían lazos por ver si le ponían en algún compromiso legal.
Por entonces reveló a sus apóstoles las circunstancias de su divino origen, que ya conocía claramente, y les dijo qué destino le esperaba por haberlo libremente escogido. Añadió que no confiasen en cosechar desde luego los frutos de su obra, porque él no hacía más que sembrar las semillas que tardarían siglos en fructificar. Les reveló el místico secreto de la naturaleza de su obra tal como se revela y sigue revelando hasta hoy día a los iniciados de la oculta Fraternidad. Pero ni aun aquellos discípulos escogidos acabaron de comprender la verdadera importancia de sus enseñanzas, y una vez afligióse al escuchar una discusión tenida entre ellos acerca de los altos cargos que esperaban desempeñar.