Conoció Jesús que le había llegado la hora de trasladarse a Jerusalén para afrontar allí el suceso culminante y coronario de su extraordinaria misión. Y como bien sabía que con semejante proceder ponía su cabeza entre las quijadas del león de las autoridades civiles y eclesiásticas, asentó firmemente sus pies en el camino de Jerusalén, la ciudad capital y centro de la influencia eclesiástica. Aquel camino fue muy duro de recorrer, porque según se acercaba a la capital crecía el número de sus enemigos y era más acerba su oposición. En una aldea le negaron el derecho de hospitalidad, infamia casi desconocida en los países orientales. En otro lugar le arrojaron un pedrusco que lo hirió gravemente. Las gentes se revolvían contra él y le pagaban con insultos y maltratos sus compasivos servicios. Tal es la suerte de todo instructor de la Verdad que echa las sagradas perlas de la sabiduría a los cerdos de multitudes indignas. Repetidas veces lo han experimentado así, cuantos quisieron trabajar por el bien del mundo. ¡Y toda, vía oímos las quejas de los que deploran que las enseñanzas esotéricas están reservadas a unos cuantos y preguntan que por qué no se han de difundir entre las gentes! El poste de la hoguera, el potro, la lapidación, la prisión celular, la cruz y los modernos sucedáneos de estos suplicios responden calladamente a la pregunta en cuestión.
Caminando hacia Jerusalén, llegaron Jesús y sus escogidos discípulos a Perea, distante algunas leguas de Betania. En este último punto residía una familia amiga de Jesús, compuesta de dos hermanas, María y Mana, y de un hermano llamado Lázaro. Llegó a Perea un propio procedente de Betania con la noticia de que Lázaro se estaba muriendo, y suplicaban sus hermanas que fuese a sanarlo. Pero Jesús no quiso ir y dejó pasar algunos días en hacer caso del aviso. Por fin decidió ir a Betania, porque según dijo a sus discípulos, ya había muerto Lázaro. Al llegar a Betania vieron que, en efecto, estaba Lázaro muerto y sepultado.
Los de Betania recibieron a Jesús con enfurruñada hostilidad, como si dijesen: «Ya está otra vez este herético impostor. No se abrevió a venir en auxilio de su moribundo amigo. Le falló su poder y ahora está desacreditado y desenmascarado». Marta reconvino amistosamente a Jesús por su indiferencia y demora, y él respondió que Lázaro resucitaría, a lo que ella no dio crédito alguno. Después vino María, cuyo dolor era tan intenso y vivo que arrancó lágrimas aun de los propios ojos de Jesús, que eran ya incapaces de llorar por haber visto tanto humano sufrimiento.
Preguntó Jesús que en dónde habían enterrado a Lázaro, y lo condujeron a la tumba, seguido de un tropel de gente curiosamente anhelosa de presenciar otro prodigio del hombre a quien temían a pesar de aborrecerlo y vituperarlo.
Llegado Jesús delante de la fría sepultura mandó a los hombres que levantasen la losa. Titubearon los hombres, porque sabían que el cadáver estaba en la tumba y aún se notaba el característico olor de los cadáveres en corrupción. Pero el Maestro insistió en el mandato y entonces los hombres levantaron la losa, quedando Jesús frente a la abierta sepultura.
Permaneció durante algunos minutos en actitud meditabunda, con notorios indicios de enérgica concentración mental. Sus ojos tomaron extraña expresión y todo su cuerpo denotaba que ponía en acción toda la energía de su interno poder. Desechaba de su mente cuantos pensamientos la habían llenado en las pasadas semanas, a fin de enfocarla en un sólo punto y concentrarse para la obra que iba a efectuar.
Los circunstantes se sobrecogieron de horror al escuchar la evocación de un difunto ya medio corrompido, y se oyeron algunas voces de protesta; pero Jesús, sin hacer caso de nadie, exclamó de nuevo: «¡Lázaro! ven fuera! ¡Yo te lo mando!»
Entonces, movilizando sus fuerzas de reserva, con un potente esfuerzo exclamó: «¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Ven fuera!»
Y entonces apareció en la boca del sepulcro la espectral figura de Lázaro envuelto en el sudario, del que luchaba por desprenderse y ver la luz. ¡Verdaderamente era Lázaro! Al rasgar el sudario, todavía manchado con las suciedades de la corrupta materia, vieron todos que las carnes del resucitado estaban limpias y puras como las de un niño. Jesús había obrado un prodigio mucho mayor de cuantos hasta entonces habían asombrado al mundo.
La excitación causada por esta incomprensible maravilla llegó a Jerusalén cuando ya se creía que el Maestro estaba recluido en su propia insignificancia, y puso de nuevo en actividad a las autoridades, que determinaron acabar de una vez para siempre con aquel pestilente charlatán. ¡Nada menos que resucitar un cadáver putrefacto! ¿Qué nuevas imposturas no maquinaría para alucinar a las crédulas gentes y volverlas a reunir en tomo de su rebelde estandarte? Aquel hombre era indudablemente peligroso y debía ponérsele en el acto donde no pudiera dañar.
A las pocas horas de recibirse en Jerusalén la noticia de la resurrección de Lázaro, se reunió en sesión el sanedrín, el supremo concilio eclesiástico de los judíos, convocado urgentemente por sus directores para tomar enérgicas medidas contra aquel impío y herético impostor, cuyos ataques a la religión y el orden social se habían tolerado por demasiado tiempo. Se le había de parar manos y pies antes de que sublevara al pueblo una vez más. Los sacerdotes advirtieron a las autoridades romanas de que el peligroso hombre que se acercaba a la ciudad pretendía ser el Mesías, y sus propósitos eran derrocar primero a las autoridades del Templo y después proclamarse rey de los judíos y ponerse al frente de un movimiento revolucionario con intento de desafiar y vencer a los de la misma Roma.
Toda la máquina política se puso en movimiento, y los ministros de la ley se prepararon para prender a Jesús y sus discípulos en cuanto hiciesen la más mínima cosa que los delatara como enemigos de la sociedad, de la religión y del Estado. Las autoridades romanas se pusieron alerta al recibir el aviso de los sacerdotes judíos, determinadas a sofocar la rebelión en cuanto apuntase. El sumo sacerdote Caifás convocó a todos los sacerdotes y acordaron que sólo la muerte de aquel falso Mesías podría acabar con la agitación que amenazaba destruir su poder y autoridad. Así quedó echada la suerte.
Entretanto, Jesús descansaba en Betania rodeado del gentío que acudía a ver a Lázaro y a renovar su adhesión al Maestro, a quien tan vilmente habían abandonado. Eran adoradores del dios éxito, y los últimos milagros habían reavivado su desfalleciente y debilitada fe, y acudían con presuroso entusiasmo a alabar y bendecir al Maestro, al mismo que ayer habían vilipendiado y contra el que mañana vociferarían: «¡Crucificadle!» Porque tal es la psicología de las multitudes. De los que seguían a Jesús, ninguno se abrevió a confesar su adhesión en la hora de prueba; y aun huyeron al vedo en manos de sus enemigos. Y por ellos vivió y sufrió y enseñó el Hijo del Hombre. Ciertamente, su vida fue el más estupendo milagro de todos.
LECCIÓN VIII. EL FIN DE LA OBRA
Para descansar algún tiempo antes de su formal entrada en Jerusalén, buscó el Maestro un apartado retiro en las inmediaciones del desierto. En la aldea de Efraín en Perea y por otros puntos del país galileo anduvo Jesús con los Doce, prosiguiendo su obra de curación y enseñanza.
Pero poco tiempo duró aquella tregua de lo inevitable. Determinó Jesús ir directamente a la sede de las autoridades civiles y eclesiásticas que se habían conjurado contra él. Poco antes de la Pascua, reunió a los Doce y fijó la etapa final del viaje. Los peregrinos que se encaminaban a la capital ardían en curiosidad y sobresalto respecto de aquel viaje del Maestro al asiento de sus enemigos. Circulaban rumores de que intentaba concentrar sus fuerzas y expulsar a sus enemigos de sus sitiales de poder. Se sabía que el sanedrín estaba resuelto a castigado, y las gentes se preguntaban cómo se había atrevido él a enfrentarse con sus enemigos si no tuviese probabilidades de vencer en la batalla final.