Esta creencia en su determinación motivó un cambio de los sentimientos populares en su favor, y muchos que se habían apartado de él volvieron a su lado, soñando en la victoria y presintiendo de nuevo un inevitable abastecimiento de panes y peces.
Le rodearon deseosos de contarse entre la victoriosa hueste. Pero él no los alentó ni les dijo palabra, pues sabía que eran temporales y ocasionales servidores.
Noticioso el vecindario de Jerusalén de que Jesús venía, y movidos de la curiosidad de presenciar su triunfal entrada en la capital, se agolparon alrededor de los suburbios por donde había de pasar. Por fin se oyeron gritos de: «¡Ya llega!», pero con asombro y disgusto vieron las gentes que venía pausadamente montado en un asno, sin ostentación ni pretensiones ni afectadas actitudes. Los vecinos de Jerusalén se dispersaron riéndose y mofándose de él; pero los peregrinos le recibieron entusiastamente y alfombraron de palmas su camino, gritando: «¡ Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor!»
El Maestro se encaminó derechamente al Templo para cumplir con las obligadas ceremonias, y tan sorprendidos quedaron los sacerdotes al ver su impávida actitud, que demoraron su intento de prenderle, porque temían un lazo; y procedieron cautelosamente, dándole licencia para salir de la ciudad y pasar la noche en Betania. A la mañana siguiente regresó a Jerusalén y allí estuvo con sus discípulos, asistiendo regularmente al Templo sin cejar en su obra de curación y enseñanza.
Entretanto, se acumulaban sobre su cabeza las nubes de la persecución. Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, que estaba disgustadísimo porque el Maestro no había querido valerse del favor popular para proclamarse el Mesías y el Rey de los Judíos, y temeroso también de verse envuelto en el fracaso que presentía, entró en tratos con los sacerdotes con objeto de traicionar al Maestro y entregarlo en manos de las autoridades, mediante el pago de unas monedas de plata y la inmunidad ulterior de su persona.
Así transcurrió el tiempo, y pasaba Jesús las noches en Betania y los días en el Templo. Finalmente, los sacerdotes tomaron la importante determinación de exigir de Jesús que demostrara tener el título de rabino y el consiguiente derecho de predicar a los ortodoxos miembros de la iglesia. Jesús les respondió haciéndoles a su vez preguntas que ellos no se atrevieron a contestar. Entonces los sacerdotes volvieron a preguntare sobre puntos doctrinales con el intento de sorprenderle en alguna herejía, con lo que tendrían motivo para arrestarlo. Pero Jesús evadió hábilmente las capciosas preguntas. Después trataron de que dijese algo en contra de las autoridades romanas, pero también eludió aquella red.
Sin embargo, lograron los sacerdotes que atacase su autoridad, pues exclamó con indignado acento: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, opresores del pobre, lobos disfrazados de pastores que devoráis las ovejas que tenéis a vuestro cargo! ¡Ay de vosotros, hipócritas escribas y fariseos!» Después salió y regresó a Betania para pasar la noche, no sin haber profetizado la destrucción del Templo, del que no quedaría piedra sobre piedra.
Aquella noche dio las últimas instrucciones a sus discípulos y les dijo que se acercaba la hora, que no tardaría mucho en morir y que ellos se dispersarían por todo el mundo acosados y perseguidos por su nombre y su causa. Fue aquella una terrible revelación para algunos de ellos, que habían soñado en grandezas terrenales y elevadas posiciones. Entonces Judas, conociendo que había llegado la hora de obrar, se escabulló de la reunión a hurtadillas para verse con el sumo sacerdote y cerrar con él la maquinación que había de hacer de su nombre sinónimo de traidor en el transcurso de los siglos.
El día siguiente, que era miércoles, permaneció en Betania las veinticuatro horas, con el evidente propósito de movilizar sus fuerzas de reserva para afrontar la prueba que le aguardaba. Separóse de sus discípulos con objeto de entregarse a la meditación, y así pasó el resto del miércoles y la mañana del jueves. Pero a prima noche llamó a los Doce para la cena de Pascua, uno de los ritos de tan solemne festividad.
Sin embargo, aquella cena estuvo algún tanto perturbada al principio por una leve contienda entre los discípulos sobre el orden de preferencia de los puestos en la mesa. Judas logró colocarse al lado del Maestro, quien sorprendió a sus discípulos con la insistencia con que quiso lavarles los pies, pues se figuraban que se rebajaría ante ellos. No comprendían el significado oculto de aquella ceremonia, que en las fraternidades ocultas efectuaba el hierofante con los hermanos elegidos para desempeñar un importante cargo o delicada misión, y también al que iba a sucederle en su dignidad. Así lo hizo Jesús, quien después ordenó a sus apóstoles que se lavaran los pies unos a otros en señal de que cada uno de ellos reconocía la misión de los demás. Entonces, sobrecogido Jesús por lo que sabía que iba a sucederle al día siguiente, exclamó angustiado: «De cierto os digo, que uno de vosotros me ha de entregar». Todos le fueron preguntando: «¿Soy yo, Señor?», a lo que él respondía moviendo negativamente la cabeza. Pero Judas no preguntó nada, sino que, abrumado de confusión, tomó un pedazo de pan del plato del Maestro, quien tomando también otro pedazo de pan que mojó en su plato, se lo dio a Judas, diciéndole firmemente: «Judas, haz cuanto antes tu obra». Y Judas, avergonzado, se marchó de la mesa y de la sala.
Entonces comenzó la notabilísima plática de la última Cena, tal como relatan los evangelios, y se celebró por vez primera la Sagrada Comunión, cuyo místico significado explicaremos ulteriormente. Jesús entonó el himno de Pascua, y poco después salieron todos del aposento y de la casa, en dirección del huerto de Getsemaní, en donde separado de sus apóstoles, reducidos a once, se entregó a la oración, rogando al Padre que le diese fuerzas para soportar la prueba final. En lucha con las dudas, temores y desconfianzas de su humana naturaleza, venció por fin los impulsos de la carne, y prorrumpió en aquel supremo grito: «¡Padre! Hágase tu voluntad y no la mía». Con esto abdicó para siempre del derecho de elección que tenía de impedir los terribles sucesos que se avecinaban. Resignó sus ocultos poderes de defensa y ofrecióse como el Cordero pascual en el altar del sacrificio.
Salió del huerto en donde había operado el más estupendo de sus prodigios, cual era la renunciación, y acercándose a sus discípulos les dijo: «He aquí llegado la hora. El traidor está aquí para cumplir su obra».
Se oyeron entonces rumores de entrechoque de armas y marciales pasos, y al punto apareció una tropa de soldados que acompañaban a una delegación de sacerdotes, precedidos todos por el Iscariote, quien adelantándose hacia Jesús le besó, diciendo: «¡Salve, Maestro!», que era la señal convenida entre Judas y el sumo sacerdote para que los soldados de la escolta prendieran a Jesús, quien respondió al saludo exclamando: «¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?» En aquel momento llegó a su extremo límite la pena del Maestro. Entonces los soldados le rodearon y se lo llevaron preso, sin que él hiciera la más leve resistencia. Únicamente cuando se acercaron a prenderle, les preguntó: «¿A quién buscáis?» Y el capitán de la escolta respondió: «A Jesús Nazareno.» El Maestro repuso serenamente «Yo soy.» Pero los discípulos intentaron defender a Jesús, y Pedro cortó con su espada la oreja de uno de la tropa, criado del sumo sacerdote. Sin embargo, Jesús mandó a sus discípulos que desistieran de toda resistencia, y acercándose al herido, le colocó la oreja en su lugar y quedó sano instantáneamente. Después les dijo a sus discípulos que con sólo orar al Padre tendría en su apoyo más de doce legiones de ángeles. Dicho esto mandó al jefe de la escolta que le condujera donde fuese. Quiso entonces despedirse por última vez de sus discípulos, y al volver la cabeza vio que todos como un solo hombre habían huido y le habían abandonado en aquella hora de prueba. Pero así debe estar toda alma humilde en los momentos de suprema lucha: a solas con su Creador.