La escolta emprendió el camino de Jerusalén, llevando a Jesús, el Maestro de todo Poder, como manso y humilde cautivo, sometido de grado a los decretos de la divina Voluntad. Lo condujeron al palacio del sumo sacerdote, donde el sanedrín está reunido en sesión secreta, esperando la llegada del preso. Y allí, atado de manos como un vulgar delincuente, compareció ante aquellos tiranos eclesiásticos, para que lo juzgaran, el que con un solo esfuerzo de su voluntad hubiera desmenuzado la fábrica del palacio y herido de muerte a cuantos estaban entre sus paredes. Aquello no era más que el prólogo. Durante las ocho horas siguientes fue sometido a seis distintos juicios, si cabe llamar así a tan inicuo e insidioso proceso. Entre los rudos golpes y las soeces injurias que sobre él descargó el odio eclesiástico, mantuvo Jesús incólume su dignidad de Maestro. Falsos testigos al efecto sobornados, le acusaron de todo linaje de crímenes y herejías. Después, el sumo sacerdote Caifás le preguntó: «¿Eres tú el Cristo?» Y Jesús, que hasta entonces nada había respondido contra las falsas acusaciones, exclamó: «Tú lo has dicho.» Al oír esto el sumo sacerdote, rasgó sus vestiduras en muestra de piadosa indignación y dijo: «¡Ha blasfemado!»
Desde aquel momento ya no había posibilidad de escape para el Maestro. Se había condenado virtualmente con sus propias palabras. Ya no podía retractarse ni demorar la sentencia. Brutalmente lo empujaron fuera de la sala, consintiendo que la chusma del palacio le abofetease y escarneciera a mansalva. Insultos, maldiciones, befas, vituperios y golpes cayeron como granizada de fuego sobre él, sin que exhalara ni una queja, porque sus pensamientos habían abandonado todas las cosas terrenas y vibraban en planos de existencia muy superiores a las viles ilusiones de los hombres.
Con la mente fija en lo Real, se había desvanecido de su conciencia lo Ilusorio.
Por la mañana del día siguiente a la noche de su prisión, llevaron a Jesús a la presencia de Poncio Pilatos, gobernador roma, no de Judea, para que lo juzgase la autoridad civil. Pilatos no estaba dispuesto a condenar a Jesús, porque creía que todo aquello estaba motivado por discrepancias teológicas y eclesiásticas con las que nada tenía que ver la autoridad civil. Su esposa le aconsejó que no se mezclara en la contienda, pues miraba ella con secreta simpatía al Maestro. Pero Pilatos se vio acometido por la sólida influencia del sacerdocio judío, a cuyo poderío no debía oponerse según las instrucciones recibidas de Roma. Además, los sacerdotes habían dado carácter político a sus acusaciones contra Jesús, diciendo que intentaba provocar una rebelión y proclamarse rey de los judíos, a más de haber alterado el orden público e incitado al pueblo a que no pagase los tributos impuestos por las autoridades romanas. La causa era dudosa y Pilatos no sabía qué hacer. Entonces un sacerdote sugirió la idea de que, como Jesús era galileo, debía comparecer ante el tribunal de Herodes, en cuya jurisdicción había cometido los principales crímenes, Pilatos cedió gozosamente a esta insinuación para zafarse de toda responsabilidad en el asunto. Así fue transferida la causa a Herodes, quien por entonces estaba de visita en Jerusalén. Llevaron a Jesús a la presencia de Herodes, y después de sufrir por parte de este tirano toda suerte de escarnios y humillaciones, lo mandó de nuevo a Pila, tos para que lo juzgase.
Seguidos de las turbas, condujeron de nuevo a Jesús al palacio de Pilatos, quien se enojó muchísimo por haberle cargado Herodes con aquella responsabilidad, y recurrió a un expediente de inhibición, apoyado en la costumbre judía, respetada por los gobernadores romanos, de indultar a un criminal en atención a la solemnidad de la Pascua. Así es que anunció su deseo de indultar a Jesús, de conformidad con la costumbre; pero las autoridades judías le respondieron que no consentían el indulto de Jesús, sino que se indultara a un famoso criminal llamado Barrabás. Viéndose Pilatos incapaz de contrariar los deseos del sacerdocio judío, con hondo disgustó por su parte, indultó a Barrabás y condenó a muerte a Jesús. En el palacio resonaban las vociferaciones de la turba que, excitada por los sacerdotes, prorrumpía en gritos de «¡Crucificadle! ¡Crucificadle!» Pilatos se presentó ante los sacerdotes y el populacho, y lavándose las manos en una jofaina a estilo oriental, les dijo a los judíos: «Inocente soy yo soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros». Y la turba respondió a gritos: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos».
Entre tanto habían azotado cruelmente a Jesús con los bárbaros instrumentos de tortura de aquel tiempo. Su lacerado y sangrante cuerpo desfallecía abatido por la pérdida de sangre. A guisa de befa le clavaron en la cabeza una corona de espinas que le taladraban el cráneo. Se le negaron los acostumbrados días de respiro entre la sentencia y la ejecución, pues determinaron los sacerdotes que muriese aquel mismo día. Le cargaron con la cruz a cuestas, obligándole a llevarla a pesar de que estaba abrumado de fatiga. En el camino vaciló y cayó tres veces, incapaz de soportar tan pesado madero. Por fin llegó la triste comitiva al monte Gólgota, lugar de la ejecución, y clavaron en la cruz al Hombre de las Aflicciones, y después de clavado lo levantaron en alto, para que muriese tras lenta y horrible agonía. A uno y otro lado fueron ajusticiados dos ladrones, sus compañeros en el sufrimiento.
Rechazó el brebaje que se acostumbraba dar a los crucificados para anestesiados, pues prefirió morir en completa posesión de sus facultades. Sobre su cabeza pusieron en la cruz, por orden de Pilatos, una inscripción que decía «Rey de los judíos», en sardónica ironía contra los que le habían forzado a condenado a muerte.
Al colocar la cruz levantada sobre el suelo, exclamó el Maestro a voz en grito: «¡Padre! Perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Vilipendiado por las turbas sufrió las horribles agonías de la cruz, y uno de los crucificados criminales le insultó diciéndole que por qué no se salvaba él y los salvaba a ellos. También los del populacho le preguntaron cómo era que habiendo salvado a otros no podía salvarse a sí mismo. Pero él, que con su oculto poder hubiera operado el milagro que le pedían, no respondió palabra y esperó el fin.
Acometido por el delirio de la muerte, clamó al Padre, preguntándole por qué le había abandonado en su aflicción. Pero se acercaba el fin. Levantóse entonces una extraña tempestad. Oscurecióse el cielo, fulguró el rayo, calmóse el viento y un pavoroso silencio sobrecogió toda la escena iluminada por cárdena dari, dad. Tembló súbitamente la tierra con espantables gemidos y terrible fetidez de azufre. Se estremecieron y vacilaron los cimientos de Jerusalén, y los muertos salieron de sus abiertas tumbas. El velo del Templo se rasgó por la mitad.
Los gritos de la gente que de un lado a otro huía despavorida con mortal terror, llamaron la atención de algunos hacia la cruz, y el centurión que había presidido el suplicio, al ver que Jesús había muerto, postróse ante la cruz exclamando: «¡Verdaderamente este hombre era justo!»
El Maestro Jesús había dejado el cuerpo que de morada le sirviera durante treinta y tres años. Sus devotos adherentes embalsamaron el cadáver y lo sepultaron en secreto lugar.
Llegamos ahora a un punto en que las tradiciones y enseñanzas ocultas difieren del relato evangélico. Sin embargo, la diferencia es más aparente que real, porque las narraciones sólo varían en cuanto al punto de vista y grado de comprensión de los instructores. Aludimos a los sucesos pertinentes a la resurrección de Jesús.