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Después de su prolongado ayuno y días de meditación, tuvo medio de asumir el karma del mundo. En aquella formidable lucha espiritual, la más tremenda que presenció la tierra, Jesús encorvó delicadamente sus hombros para cargar sobre su espalda el peso del pecado. En aquel momento, las almas de los hombres recibieron un beneficio incomprensible para el ordinario entendimiento. La potente alma de Jesús se ligó voluntariamente al karma humano, alentada por el puro Espíritu, con objeto de aliviar parte del peso kármico y emprender la obra de adelantamiento y redención de la humanidad.

Pero conviene advertir que por ser una libre alma animada por el puro Espíritu, era Jesús UN DIOS, no un hombre, aunque hubiese tomado carnal vestidura humana. Su poder era muy superior al de las inteligentes entidades esparcidas por todo el universo, que desempeñan importante parte en el progreso del Cosmos. Jesús era puro Espíritu encarnado en forma humana, con todos los poderes divinos, aunque por supuesto subordinado en expresión al Absoluto, al Supremo Espíritu, al Padre, y verdaderamente consustancial con el Padre. Así dijo: «El Padre y yo somos uno».

Cuando niño no era capaz su mente juvenil de comprender su naturaleza espiritual, pero una vez crecido y disciplinado por los años el humano instrumento, se percató de su divinidad.

Pero ni un Dios, como él era, podía aliviar al mundo del peso kármico por actuación externa. Con arreglo a las leyes cósmicas establecidas por el Absoluto, la redención del mundo sólo podía llevarse a cabo desde el interior del círculo de la vida terrena. Y así vio Jesús que para redimir al hombre debía hacerse hombre, es decir, que para aliviar el karma de la humanidad debía compartirlo y colocarse en el círculo de su influencia. Y así lo hizo.

Difícilmente se comprende lo que este sacrificio significa. Un puro Espíritu, una libre alma, tan henchida de amor a los hombres, que renuncia deliberadamente a la completa exención de toda existencia mortal y por su libérrima voluntad se sujeta a los dolores, aflicciones, penas y miserias consiguientes al karma del linaje humano. Fue un sacrificio mil veces mayor que el que sería el de un hombre de mucho adelanto espiritual y mental. Emerson, por ejemplo, que deseoso de favorecer el desenvolvimiento de las lombrices de tierra, se colocara deliberadamente en el alma grupal de estos anélidos y, tomando su forma, se esforzara en alentarlos con su influencia hasta lograr que el alma grupal llegase al nivel humano. Si consideramos esta comparación, tendremos una ligera idea de la magnitud del sacrificio de Jesús.

Cuando en el desierto resolvióse finalmente Jesús a la renunciación y el sacrificio, entró en el círculo del karma humano y quedó sujeto a los dolores, penas, tentaciones, miseria y limitaciones de los hombres. Sin embargo, conservó su divino poder, aunque ya no era un Dios externo a la vida del mundo, sino un Dios aprisionado que actuaba en el seno mismo de la humanidad y se valía de su formidable poder, pero sujeto a la ley kármica. Quedó abierto a las influencias de que antes había estado inmune. Por ejemplo, cuando lo tentó el deseo de logro personal, incitándole a buscar fama y gloria terrenas, le acometió la tentación porque había asumido el karma del mundo sujetándose a sus leyes. Como Dios no podía asaltarle la tentación, como tampoco puede tentar al hombre un gusano; pero como hombre estaba sujeto a los ambiciosos deseos que conturban y endemonian a los hombres. Con arreglo a la ley, según la que es la tentación de medro personal tanto mayor cuanto más adelantada está la mente, que entonces ve mucho más claras las oportunidades, fue sometido Jesús a una prueba irresistible para el hombre ordinario.

Sabía Jesús perfectamente bien que suyo era el poder de manifestar las cosas que la tentación le prometía, y así hubo de rechazar la que le colocaba al frente del linaje humano como Rey del Mundo. Se le mostró esta perspectiva para que la comparase con la también mostrada de la escena del Calvario, y sintió en su más alto grado, aunque no consintió, el humano deseo de grandeza y prosperidad material. Imaginémonos a Jesús como hombre deseando la suma de deseos personales de la humanidad entera y que sólo él podía alcanzar, e imaginemos, también, la lucha necesaria para resistir y vencer tan formidable tentación. Consideremos lo que el hombre ordinario ha de luchar para vencer el deseo de medro personal, y entonces comprenderemos cómo hubo de luchar el Maestro contra todos los deseos egoístas de la humanidad que pugnaban por hallar expresión y manifestación en él. Verdaderamente le abrumaba el enorme peso de los pecados del mundo. Sin embargo, sabía que estaba sujeto a esta aflicción por compartir la vida humana. Y la afrontó como el Hombre de los hombres. Tan sólo con la mente fija y firme en su verdadero ser, en el Espíritu que alentaba en su alma, sin atender a ninguna otra cosa, fue capaz de pelear la batalla y conseguir la victoria. Al ver la Verdad vio también la locura e ilusión de cuanto el mundo podía ofrecerle, y con su potente voluntad rechazó al Tentador mandándole que se apartara de allí y saliera de su mente. Con el pleno conocimiento de su Espíritu, de su verdadero Ser, sabía que era capaz de rechazar al Tentador, diciendo: «No tentarás al Señor tu Dios». Se mantenía firme en el reconocimiento de su interna divinidad, del Espíritu que moraba en su interior y en el de todos los hombres, y así negaba el poder de las cosas terrenas, la ilusión de la muerte y el maya de la raza humana.

Pero no sólo ésta y otras flaquezas de la mortal naturaleza del hombre acosaban al Maestro desde que había asumido el karma del mundo. También estaba voluntariamente sujeto a la mortalidad del humano cuerpo en que había encarnado. Debía vivir, sufrir y morir como los demás hombres, con arreglo a la ley de mortalidad del humano cuerpo en que había encarnado. Y así prosiguió su camino adelante con pleno conocimiento de su destino. Un Dios, cual era él, había asumido los atributos todos de la mortalidad para ser capaz de llevar a cabo su obra como Redentor y Salvador del género humano.

Así vivió, sufrió y murió como todos nosotros. Bebió hasta las heces el cáliz de la amargura, y sufrió como sólo su exquisita naturaleza mental podía sufrir. Sin embargo, la pobre humanidad se figura que los sufrimientos de Jesús acabaron al exhalar el último suspiro en la cruz, cuando entonces no hicieron más que empezar.

Porque se ha de saber que Jesús el Cristo todavía vive en la raza humana y con ella sufre y pena día por día y hora por hora, y así ha de permanecer en el seno de la humanidad hasta que toda alma humana, aun la del hombre más vil y degradado quede limpia de toda mancha kármica y por lo tanto «redimida» y «salvada». En el interior de todo hombre está el espíritu de Cristo que se esfuerza en realzar al individuo al conocimiento de su verdadero ser. Esto es lo que realmente significan la «redención» y la «salvación». No es la salvación de un fuego infernal, sino la salvación del fuego de la sensualidad y de la muerte. No es la redención de imaginarios pecados sino la redención de la inmundicia y el lado de la vida terrena. Nuestro interno Dios está simbolizado en la leyenda hinduista del dios Indra, que se infundió en el cuerpo de un cerdo y después olvidóse de su divina naturaleza.

Para conducimos al reconocimiento de que somos dioses y no cerdos, el Maestro Jesús actúa espiritualmente en nuestra alma como principio de Cristo. ¿No habéis oído alguna vez el grito de su voz que clama desde el fondo del alma: Sal de tu puerca naturaleza inferior y reconoce tu esencial divinidad? Este reconocimiento y manifestación del dios interno es la «salvación» y la «redención».